Por caprichos –malditos– de la actualidad, el estreno sobre un escenario de un diálogo con tintes de reflexión antibelicista coincidía ayer con el amargor que la barbarie terrorista ha dejado a su paso tras el macabro desfile de tiros de París.
Difícilmente podría imaginar Amar Agarwala, un autor a caballo entre Ceuta y Calcuta, que Un despertar, con su alegato a favor de la tolerancia, de la no violencia y del abrazo de religiones, iba a debutar sobre las tablas del Revellín en medio de un debate planetario sobre cómo demonios combatir y frenar la sinrazón terrorista con armas –las que no disparan– democráticas.
Mucho antes de que a dos hermanos se les ocurriera abrazar el radicalismo –y abrir de par en par las ventanas del odio para irrumpir en las oficinas de un semanario que paría viñetas– Agarwala se propuso dar una pirueta en el tiempo –y en el espacio– y colocar frente a frente a otros dos personajes que también cayeron un día sobre el asfalto bajo una lluvia de balas. Uno en España, Federico García Lorca, víctima de quienes creyeron que poner a funcionar el cerebro y profesar la sexualidad no oficial del momento –idéntica a la que secundaba, por cierto, el mismo Miguel Ángel que decoró la muy católica Capilla Sixtina– eran delitos suficientes para que no contemplara un nuevo amanecer. El otro, Mahatma Gandhi, también presenció un día cómo se alojaban tres disparos en su pecho, allá por 1948, después de desafiar al Imperio del té de las cinco y cuestionar el dogma colonialista de la discriminación racial. Tiros, tiros y más tiros. Como los de París, pero con un puñado de décadas de arco temporal.
La apuesta, arriesgada, se convirtió primero en libro –presentado ya en Ceuta hace meses y repartido ayer en el Auditorio– y el siguiente paso ha sido darle el empujón hasta el escenario. Javier Oliva y Manuel España se vistieron ayer de blanco impoluto para dar vida a esa ficción imposible bajo la dirección de Ángel Baena. Arriesgado porque no es fácil imaginar a personajes aislados por una brecha geográfica y cronológica (menor en este caso) resucitados y colocados, por arte de magia, en la Ceuta del Hacho –con diálogo sobre San Antonio incluido–, de la curva que discurre por Miramar Bajo o del colegio que lleva el nombre del propio autor granadino. Reconózcase: la propia puesta en escena, la génesis de la obra, es difícil de digerir en primera instancia, pero alzado el telón se abre la puerta a la verosimilitud. E incluso funciona.
A lo largo de los 40 minutos sobre los que se extiende la representación –más breve de lo que aparenta– ambos personajes se topan con reflexiones sobre el sinsentido de sus muertes, la abominable imposición de ideales a costa de ver derramada sangre o las dudas que les asaltan sobre si sus vidas segadas arrojaron alguna lección a la humanidad. “Una pena que no nos conociéramos en vida”, reconoce el hipotético Lorca al supuesto Gandhi. “A ambos nos dispararon, y siento que a ti aún no te hayan encontrado”, replica el padre de la no violencia con carga irónica añadida. A partir de ahí, el debate discurre sobre ideales frustrados, libertades acalladas por balazos pero no segadas de raíz, esperanza sobre un mundo que sepa recomponerse de sus propios vicios y una pregunta lanzada al aire: “¿de verdad ha aprendido el hombre de nuestro sacrificio?”. “Ojalá pudiéramos reescribir la historia”, lamenta el padre del Romancero Gitano. El cant dels ocells (El canto de los pájaros) de Pau Casals anunciaba el final. Lorca, Gandhi, París... La barbarie, cobarde, siempre actúa a quemarropa.
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