Opinión

Elena Álvarez Laverón: el hueco, una forma más

Para identificar a nuestra protagonista, en el ceutí paso del Revellín, aledañoss de la plaza Nelson Mandela hay una escultura de bronce titulada Solidaridad, de Elena Álvarez Laverón, obra que fue adquirida por la ciudad autónoma en el año 2005, y que sintetiza, a la vez y de una manera prodigiosa, a la ciudad norteafricana y el saber artístico de Elena.

Realizada su carta de presentación, cuando he empezado a escribir este artículo, me estaba imaginando a Elena en el día de su octogésimo sexto cumpleaños, el pasado 15 de junio, con algo entre las manos, creando de la nada un todo, desbastando una pieza -el todo- para darle alma, o quizá gestando su próxima obra con un lápiz, entre la oquedad del silencio y la rutina del quehacer pautado de la vida.

Potencia vitalista desmesurada, manos inquietas y poderosas, mente arrolladora, espíritu inconformista, vitalidad a raudales y destellos geniales. Son algunas cualidades que han acompañado y siguen acompañado a esta ceutí a lo largo de sus más de setenta años de feraz carrera. Aunque el prestigioso crítico de arte Antonio Abad ha escrito mucho y certeramente sobre Elena, el arquitecto Salvador Moreno Peralta la definió con estas palabras: “Me encantaba su accesibilidad, dulzura y delicadeza, que envolvían un espíritu férreo y tenaz en un aparente juego de contrarios, que proyecta en su propia obra combinando masa y vuelo, materia y espíritu, equilibrio y movimiento, una conjunción que ofrece una belleza poderosa, enigmática y mediterránea”.

Nacida para ser artista

Elena vio por primera vez la luz en Ceuta en 1938. Su padre era militar y estuvo destinado durante quince años en varias localidades del antiguo Protectorado Español en Marruecos y Ceuta, hasta que fue destinado a Gerona. Y fue en esta ciudad catalana donde empezó Elena a formarse en una vocación que le había despertado Julio Ramis, su profesor de Dibujo en el instituto de Tánger, en una época donde, después de la Guerra Civil española y la II Guerra Mundial, había ganas de rehacerlo todo, de reconstruir un nuevo mundo. Y Elena, o más bien su generación, fue consciente de ello.

Gerona, 1954. Varios maestros: el acuarelista Jaume Roca Delpec, con quien conoció los secretos del color, y en el taller de un joven Francesc Bacquelaine Carreras, donde advirtió la rotundidad del cincel sobre la piedra, el escoplo sobre la madera o el martillo sobre el hierro. Pero en aquel taller se esculpían, sobre todo, imágenes religiosas de piedra, que tanta demanda tenían en los años cincuenta. A pesar de ser un trabajo figurativo, la obra del gerundense se caracteriza por la simplificación, la delicadeza y la potencia que transmite; conceptos que influyeron en la obra de Elena.

En 1955 otro traslado de su padre llevó de nuevo a la familia a Ceuta, pero Elena se quedó en Barcelona formándose en la Escuela Superior de Bellas Artes de Sant Jordi. También pasó por la Escuela Massana, donde la cerámica era la protagonista, y donde Llorens Artigas creó magisterio, vanguardia y tendencias. De ahí al taller de Angelina Alós, que, viendo sus progresos, la dejó al frente de un taller de cerámica industrial. Y viviendo en la ciudad condal logró algunos reconocimientos: en 1958 consiguió el premio de Dibujo de Educación y Descanso y, ese mismo año, el del Círculo Aristides Maillol del Instituto Francés, que le permitió ampliar sus estudios en la “Grande Chumiere” de París, en 1959. No mucha afición tuvo por aquel estudio, pero sí por las galerías y los museos parisinos, al igual que se sintió atraída por la obra de Rouault y Bressier.

Ceuta

Tras su paso por París, las primeras noticias sobre Elena aparecieron en su ciudad natal en El Faro de Ceuta, donde se publicaron algunos dibujos suyos, y en el España de Tánger de 21 de agosto de 1959, en el que se hacía referencia a una exposición de 15 óleos y fotografías.

Al año siguiente, Elena comenzó a dar clases de Dibujo en el Instituto Nacional de Enseñanza Media de Ceuta, donde sorprendió al alumnado por su juventud y donde coincidió con el profesor Antonio Aróstegui, que se había incorporado a la cátedra de Filosofía en febrero de 1959. Atrás había dejado nueve años de crítico de arte del diario Patria de Granada. Nada más tomar posesión de la cátedra, le propuso al director del Instituto, Juan Reyes Fernández García, la creación de un Departamento de Publicaciones, que comenzó su actividad en 1960 con la revista HACER, de la que se llegaron a publicar cincuenta números; posteriormente se publicarían las memorias de las actividades del Centro durante varios cursos, y treinta y tres libros distribuidos en siete colecciones: Pliego de poemas, Aula magna, Los pliegos del Arte, Ceuta, Textos, Pregón y Colección estudiantil.

En febrero de ese mismo año empezó la vinculación de Elena con Málaga a partir de una exposición en la Caja de Ahorros de Ronda, donde obtuvo un notable éxito. También expuso en Torremolinos, y en diciembre de ese mismo año hizo lo propio en Zaragoza, al igual que se presentó a la Nacional de Bellas Artes con Piedad. Respecto a su ciudad natal, donde había creado cierto interés por su juventud y su buen hacer, expuso, con la natural expectación, en el Centro de Hijos de Ceuta.

Unos meses después, el 24 de abril de 1961 se inauguró la Sala del Instituto de Ceuta con una exposición de Juan Bautista Kilis, y el primer número de la colección Los pliegos del Arte. A este primer número le siguieron La obra artística de Elena Álvarez Laverón y Óleos, acuarelas y dibujos de Marina Lorente, también profesora del Instituto. Todos los números de esta colección fueron escritos por el propio Aróstegui. Con respecto a la exposición de Elena, tuvo lugar en mayo de 1961, aunque no fue la única que presentó ese año.

El año 1962 también estuvo plagado de exposiciones y éxitos, siendo el más importante el galardón que obtuvo en Málaga, un primer premio provincial de Escultura en el I Certamen Nacional de Artes Plásticas. La noticia llegó al Ayuntamiento de Ceuta, y en la Comisión permanente de 15 de marzo de 1962, a propuesta del alcalde, se acordó “Felicitar a la Señorita Elena Álvarez Laverón que ha obtenido el primer premio nacional de escultura y el tercero en pintura, y al señor López Anglada que ha obtenido el premio nacional de poesía”. Como recompensa a aquel premio, el 4 de abril expuso en el Museo Provincial de Bellas Artes de Málaga. El diario La Tarde se hizo eco de aquella exposición: “Excelente escultora y pintora Elena Álvarez Laverón, joven profesora del Instituto de Ceuta. Recordamos el éxito de 1960”.

Un antes y un después

En Ceuta, Elena disponía de unos medios limitados en su modesto estudio de la calle Jáudenes. Trabajaba el tapiz, la cerámica, el dibujo, la pintura y la escultura. Esta última disciplina le suponía todo un reto, por eso en sus exposiciones apenas presentaba este tipo de obras, a pesar de que era su forma de expresión favorita. Con motivo de una entrevista que le hicieron sobre la exposición que se inauguró el 20 de mayo 1963 en el Ateneo de Madrid llega a decir: “En Ceuta hay escasez de materiales para la escultura. El más fácil de conseguir es la piedra artificial. En ella trabajo casi siempre. También con el barro y el hierro. Pero tampoco hay hornos. Luego ocurre otra cosa, y es que transportarlas de allí a cualquier punto de la península vale carísimo”.

Aunque algunos autores consideran que Elena fijó su estilo en los últimos años de la década de los sesenta, la culminación de esta vorágine de exposiciones y galardones llegó con esta muestra de mayo de 1963, que tuvo como marco la Sala del Prado del citado Ateneo madrileño, y que significó un antes y un después en la carrera de la artista ceutí.

El hueco, una forma más

En Madrid se consolidó definitivamente como escultora, pues fue la primera vez que expuso exclusivamente piezas de esta disciplina: “A algunas [exposiciones] también llevé esculturas. Pero ésta es la primera en la que las presento solas”. Aunque nunca va a olvidar las otras técnicas creativas, definitivamente se decanta por el volumen, y con él el hueco, que la hará reconocible y le dará el suficiente prestigio, tal como la definió el diario Pueblo de 23 de mayo de 1963 en el encabezamiento de un artículo que le dedicó con motivo de la susodicha exposición: “Elena Álvarez Laverón, la escultora de los huecos”. Ya por esas fechas, cuando le preguntaron qué le preocupaba más en la escultura, contestó sin dudar: “Las masas y los huecos, sobre todo éstos. Los considero como una forma más. Y mi escultura es de formas. Con ellas interpreto una idea”, para añadir a continuación: “Lo que más hago son figuras”.

Los diarios locales también dieron cumplida cuenta de la noticia: “esta gran artista que es Elena Álvarez Laverón que ha puesto tan alto el pabellón de Ceuta”. Por otro lado, esta exposición la alzó a la cima de la escultura femenina española junto a Teresa Eguibar Galaza y Elvira Alfageme Esteban. En cuanto al catálogo del Ateneo, es una pieza en blanco y negro de benéfica factura, con la cariñosa y cálida introducción de Antonio Aróstegui. Pasados los años el propio Aróstegui llega a escribir: “Ese mismo año [1963], según creo, también puso un hito en su trayectoria artística. Deja el tapiz y la cerámica para dedicarse de lleno a la escultura. También, aunque menos, a la pintura, y generalmente, en función de una y otra, sigue con el dibujo. En todo ello, con el predominio neto del factor humano. Así pues, es el figurativismo lo que generalmente caracteriza a su arte”.

El profesor Aróstegui había encontrado en esta joven ceutí una especie de ahijada artística, en la que apreció una viveza, un buen hacer y unas cualidades extraordinarias. Nacido en tierra de arrayanes y granados, donde las acequias y las albercas vivifican el espíritu, el profesor tenía el aspecto -según cuentan algunos de sus alumnos- de un patricio romano y un verbo sólido, fluido y convincente, sin perder su deje granadino, que lo hacía más auténtico.

Una nueva vida

Pero, sin lugar a dudas, el personaje que le marcó el devenir de su vida fue el médico gallego Aser Seara Vázquez, con quien contrajo matrimonio en 1963. Natural de Allariz (Orense), hombre culto y amante de lo espiritual y bello, tenía la escultura como referente y fue coleccionista de arte sacro, sobre todo de arte mariano, afición que le vino de su bisabuelo Emilio que, además de labrador, había sido imaginero. Dos jóvenes suficientemente formados, con intereses comunes y toda una vida por delante. Pronto comprendió Aser a Elena, y ella vio en él a un compañero hecho a su medida.

La pareja se trasladó a Alemania. Allí vivieron durante unos años creciendo cada uno en su campo: él se especializó en cirugía, ella alcanzó su madurez intelectual y se decantó por el bronce, rebuscó y encontró caminos entre autores vanguardistas que no abandonaron la figuración -véase Moore, Hepworth, Arp, Brancusi, Picasso…-, empezó a alejarse de la escultura religiosa y se refugió en lo ancestral y en un primitivismo estilizado, ahondando en la cara más amable de las relaciones humanas. En 1967 regresaron a Málaga, se avecindaron en el barrio de la Plaza de Toros Antigua, hasta que se instalaron en Torremolinos, donde Aser fundó en 1970 la Clínica Santa Elena, una necesidad evidente ante la escasa asistencia hospitalaria que tenían los turistas extranjeros que llegaban a esta zona del litoral malagueño, y donde Elena era sobradamente conocida y reconocida, tenía suficientes contactos y todo lo que deseaba para plasmar sus inquietudes, que no eran pocas. A partir de entonces no abandonaron la Costa del Sol.

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