En el trepidante diálogo de Casablanca, Elsa le dice a Rick “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Perder un amor no es nada. Háganme caso que yo, de eso, sé un rato. Les parecerá tópico, pero es que las verdades universales son así, eternas y sencillas. Aunque no lo crean el amor libre no lo inventó el movimiento LGTBI sino San Agustín, salvando las distancias: «ama y haz lo que quieras». Después de toda una vida corriendo detrás de la verdad, el de Tagaste encontró la Verdad del mundo donde él menos la esperaba.
A mí me ocurrió lo mismo. Una vida llena de planes y resulta que encuentro al amor de mi vida en una heladería. O al otro lado del Estrecho que, para el caso, es lo mismo. Ama y haz lo que quieras, ¿no? Pues me va a poner una tarrina pequeña y una cita doble para el sábado, que es mi día de descanso. Doble de mañana y tarde.
La cuestión es que ella estaba donde menos la esperaba, ciertamente. Dirigiendo el cotarro detrás de los expositores frigoríficos, con una mueca germana en el rostro, mitad sonrisa, mitad cansancio. Debajo de aquel uniforme de heladera se encontraba silueteada una mujer fuerte, disciplinada, eficiente, amable y educada. Que habla de usted a los clientes, que sabe a quién sonreír y que no tiene preferencias de servicio. Eso, o es que simplemente pasaba de mí.
Aquella rubia de ojos azules, delgada pero no enjuta, proporcionada y flexible, transmitía en su pose las mejores cualidades de una atleta. Simplemente, lo que se llama elegancia natural. Ojalá su conversación fuese tan fulminante como su presencia. Esto último solo podré imaginarlo. De ser así, entonces, tendría todo lo que un irreverente insoportable como yo pueda desear: alguien que le ponga las pilas a base de disciplina emocional. Porque es cierto que soy un imberbe de los sentimientos con grandes dificultades para la empatía. Puedo apreciar y sufrir el atardecer, puedo caminar sobre los manjares o dormirme en las letras. Los humanos no son lo mío.
De todas las cosas que me sedujeron de aquella heladera vestida de fucsia, su nariz me resultó cautivadora. Pequeña, afilada pero no aguileña, recta, de tabique corto y punta fina, con la excelente capacidad para apuntar a donde se dirigía. Aquella heladera tenía la virtud de no señalar con la mirada sino con la nariz, algo propio de pocos. Propio, seamos sinceros, de una especie mejor de seres humanos. Más discretos y mas inteligentes. Si la paciencia es la virtud probada, la elegancia es la virtud demostrada.
Así que, si uno debe encontrar el amor por cuadragésimo cuarta vez en la vida -no hay quinto malo-, que sea por narices. Al menos, por una nariz bonita. Que ya les digo yo que no es poco y de eso, también entiendo. Porque olores son amores, ¿a qué sí?
Post Scriptum. Nunca fui capaz de cruzar palabra con ella. Padezco de cierta timidez aunque pueda parecer lo contrario. Incluso desapareció sin despedirse. Regresé en varias ocasiones a por mis helados, a pesar de mi intolerancia a la lactosa –el corazón tiene razones que el intestino no entiende-, pero ella ya no estaba. Siempre me quedará la duda de si su conversación era tan inteligente como le supuse.
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