El Romano Pontífice Emérito, Benedicto XVI (1927-2022), de nombre secular Joseph Aloisius Ratzinger, un erudito prudente y comedido de discernimiento inquebrantable que pasó gran parte de su proceder satisfaciendo la doctrina de la Iglesia y sosteniendo la tradición antes de sobrecoger al mundo católico al erigirse en el primer Papa en dimitir (11/II/2013) en 598 años de historia, falleció el 31/XII/2022 en la Residencia Mater Eclesiae, ubicada en el Monasterio de clausura monástica del Vaticano.
En dicha revelación con respecto a su renuncia, el Santo Padre hacía mención a su edad avanzada y consecuentemente a la pérdida de energía, desistiendo libremente por el bien de la Iglesia. Obviamente, la decisión de extensa cobertura mediática con un papado de casi ocho años (19-IV-2005/28-II-2013) en el que puso todas sus energías por revitalizar la Iglesia Católica Romana, se vería en ocasiones oscurecido por el entuerto no solventado de los abusos sexuales en el clero después de décadas de silencio.
Tras la elección de su sucesor, el Papa Francisco (1936-86 años), por aquel entonces, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, Benedicto XVI se instaló en un convento de la Ciudad del Vaticano. Sin duda, era la primera vez que dos Vicarios de Cristo compartían su presencia física tan cercanamente. Y es que, en un período relativamente efímero, Francisco, decididamente se accionó para restaurar el papado, despidiendo numerosos nombramientos conservadores realizados por el anterior sucesor de Pedro, engrandeciendo la virtud de la misericordia sobre las reglas que Benedicto XVI había refinado y haciendo cumplir irreprochablemente.
Pero Benedicto, aquella figura intelectual poco carismática que evangelizó en gran parte a los creyentes más efusivos de la Iglesia, de pronto quedó empequeñecido por Francisco, abriéndose las puertas de la Basílica de San Pedro a un sucesor repentinamente popular que en un abrir y cerrar de ojos, procuró agrandar el encanto celestial del catolicismo y hacer que la Ciudad del Vaticano regresara en ser definida por su consagración en las cuestiones ecuménicas. Si bien, cuando en las postrimerías de la década de 2010 los más críticos tradicionalistas de Bergoglio elevaron su tono, convirtieron a Benedicto en la piedra de toque de su oposición, lo que avivó los recelos de que su retirada pudiese empujar a una división.
Ya, en los inicios de 2019, Benedicto acabó con su discreción pospapal haciendo pública una carta de unas seis mil palabras que desenmascaraba su disconformidad con el enfoque de su sucesor sobre los ecos de los abusos sexuales. El Pontífice Emérito interpretó la crisis entre otros, al desorden sexual de los sesenta, la secularización y el desgaste de la moralidad atribuidas a la teología liberal. En cambio, Francisco, extraía sus causas en la efervescencia de la autoridad y en el exceso de poder dentro de la jerarquía eclesiástica. No obstante, en atención a su delicado estado de salud diversos observadores de la Iglesia se interpelaron si Benedicto había escrito verdaderamente la carta, o tal vez, hubiese podido ser utilizado para inclinar la balanza y así desgastar a Francisco.
“He aquí, la despedida denodada y el último adiós de un hombre valiente y sabio como Benedicto XVI, que cultivando el ministerio petrino, muchos ya lo habían contemplado como la prolongación de la estela resplandeciente dejada por San Juan Pablo II”
El propio Benedicto se vería cercado después de que un Informe del año 2022 encomendado por la Iglesia Católica en Múnich pusiera en claro cómo ésta había tratado sumarios de abusos sexuales habidos entre los años 1945 y 2019, respectivamente. Afirmándose en el mismo, que Benedicto no había gestionado debidamente algunos de los episodios a menores cuando era arzobispo en Alemania. E incluso, se le culpaba de simular sus respuestas a los investigadores. Al hilo de lo anterior, dos semanas más tarde, Benedicto admitió que se originaron bajo su atención “abusos y errores” y pidió perdón, pero contradijo cualquier actuación impropia.
En el instante de su adiós definitivo, la determinación de Benedicto de dimitir humilló y, a su vez, lo dulcificó, humanizando a un pontífice cuyo papado parecía haberse coligado con algunas ventiscas. En otras palabras: se ocasionaron rigideces tanto con judíos, musulmanes y anglicanos y católicos progresistas que experimentaron inquietud por sus aproximaciones a las franjas más tradicionalistas del universo católico.
Evidentemente, estaríamos hablando de una paradoja demasiado punzante derivada de los abusos sexuales para los seguidores de Benedicto, ahora reservados durante tanto tiempo, que acabaría sacudiendo con dureza al seno del Vaticano.
Como cardenal, Joseph Ratzinger, encargado en cuerpo y alma en conducir la Congregación para la Doctrina de la Fe, se anticipó a muchos de sus más cercanos, al percatarse de lo extremadamente deteriorada que se encontraba la Iglesia por los descubrimientos de que presbíteros de cualquier rincón del mundo habían atropellado sexualmente a jóvenes durante décadas. En el año 2005, lo hizo con pelos y señales al describir los abusos como “suciedad en la Iglesia”.
Nombrado Papa el 19/IV/2005 tras el fallecimiento de Juan Pablo II (1920-2005), Benedicto no titubeó en pedir perdón por los desórdenes y se reunió con las víctimas: algo inexplorado hasta el momento en un papado. Toda vez, que no pudo prescindir las evidencias de que la Iglesia había cobijado a sacerdotes culpados de abusos, como al igual, se restó la debida importancia a conductas que, de otra manera, se habrían estimado como inmorales y se conservó ocultamente ante las autoridades, malográndose cualquier proceso punitivo. Y entretanto, el ajuste de cuentas enturbió el sentir extendido de que Benedicto era la fuerza intelectual más influyente de la Iglesia.
Con estos precedentes, una vez consumada la tarea de contención que practicaba y sirviendo de sujeción a las corrientes más conservadoras, merece la pena sacar a la luz que Benedicto XVI es el mayor ilustrado que ha regido en la Iglesia desde Inocencio III (1161-1216), aquel jurista esplendoroso que obró durante dieciocho años.
Es sabido que San Juan Pablo II se había ganado ardientemente los corazones de las gentes, pero fue el cardenal Joseph Ratzinger quien puntualizó el corrector a lo que él y el Papa beatificado (19/XII/2009) y posteriormente canonizado (27/IV/2014), observaban como un inquietante vuelco liberal dentro de la Iglesia, puesto en acción por las reformas del Concilio Vaticano II (11-X-1962/8-XII-1965) en la génesis de los sesenta.
Benedicto XVI, el 265º Sumo Pontífice, iba a convertirse en el primer alemán en lucir el título en medio milenio, y su nombramiento bordó un hito en la innovación espiritual de Alemania, sesenta años después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y los horrores del Holocausto o Shoá (1933-1945). A sus setenta y ocho años de edad, también sería el más veterano desde 1730 en convertirse en Pastor Universal.
Claro está, que la Iglesia que recibió por herencia estaba algo inestable y el estruendo de los abusos sexuales pasaron a ser su expresión más inclemente. Era una institución tutelada por una posición mayoritariamente europea que atesoraba a una comunidad de creyentes que habitaban prácticamente en un mundo en desarrollo. Y se debatía entre el ser o no ser de sus tradiciones legendarias e insulares y el espectro moderno.
Curiosamente, para los liberales de la Iglesia Católica, en vez de ser la solución a ese trastorno, Benedicto encarnaba la contrariedad. Digamos que un estudioso refinado conservador desfasado. De hecho, en la mente de muchos persistía la incógnita si era un guía momentáneo que ocuparía el dilatado período de San Juan Pablo II (1978-2005) hasta la designación de un sustituto más joven y emprendedor.
Sin embargo, no tardaría en dilucidarse este enigma. Aunque su porte manso y libresco daba la sensación de presagiar un sendero menos insatisfecho, se articuló con presteza para concatenar una impresión que llevaba tiempo proyectando: que la réplica ante el secularismo progresivo y el asalto de otras confesiones no residiesen tanto en expandir la fascinación por el catolicismo, como en atender a sus devotos más moderados, aunque el precio de todo ello radicase en una Iglesia más pequeña.
Indiscutiblemente, es difícil rotular ideológicamente a Benedicto, aunque conservador en sus criterios religiosos y sociales, apostó por posturas que no pocos imaginaron liberales al impulsar la defensa del medioambiente, como censurar el conflicto bélico norteamericano en Irak y posiblemente, lo más insólito para los conservadores, reprochar el capitalismo, sobre todo, la crisis financiera que descargó en 2008. Del mismo modo, poseía una iluminación impredecible, como aconteció en su renuncia inesperada.
Primero, en 2009, Benedicto dispensó las excomuniones de cuatro obispos disidentes que recaían en la congregación internacional Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Uno de ellos, Richard Williamson (1940-82 años), provocó resentimiento al declarar que las cámaras de gas nazi jamás habían existido y que algunos miles de judíos perecieron en el Holocausto, pero no como una política nazi premeditada. Y segundo, en 2010, hizo frente a la íntegra prohibición de los preservativos por parte de la Iglesia, desacreditado fundamentalmente en el trance del sida que devastó el continente africano. Aunque el método anticonceptivo no era “una solución real y moral” al virus de la inmunodeficiencia humana, expresó literalmente que “podrá haber casos fundados de carácter aislado, por ejemplo, cuando un prostituto utiliza un preservativo, pudiendo ser esto un primer acto de moralización o un primer tramo de responsabilidad”.
Desde el principio Benedicto era proclive a realizar manifestaciones que alineaba a uno u otro grupo étnico o religioso, y a estas le acompañaban justificaciones o disculpas. Era una muestra poco usual en el papado de dos mil años de antigüedad.
A resultas de todo ello, el Papa Emérito mostró su disposición como un impulso por curar un cisma en la Iglesia: los más críticos expresaron que era un modelo extremo de voluntad a la hora de complacer a la extrema derecha. Por su parte, los liberales protestaron por lo mismo, cuando afinó las acotaciones sobre la inercia de la antigua misa en latín. A fin de cuentas, este dictamen irritó a los hebreos, porque concedía el uso de una oración del Viernes Santo que llamaba a la conversión de los judíos.
Igualmente, se alargaron las objeciones cuando pareció atemperar las pautas para la conversión de los anglicanos. El Vaticano concretó que respondía a las demandas de los tradicionalistas, que por otro lado, se enfrentaron a los dictámenes de la Iglesia de Inglaterra de admitir la acogida de las mujeres al sacerdocio y que los hombres homosexuales lograsen ser obispos.
En cierta manera, los diversos cuestionamientos solaparon la deferencia de los frutos de Benedicto, porque sus cartas pastorales o encíclicas sobre el amor, la esperanza y la caridad no tardaron en ser elogiadas como sabias y reveladoras. La promoción de lo que su colaborador John L. Allen, Jr. (1965-57 años) denominó “ortodoxia afirmativa”, acentuaba el bien que el mismo proceder de la vida católica proporcionaba en lugar de los actos que la Iglesia impedía, un fondo que difería con su modo de asentar la ley para los asiduos cuando era cardenal e inspeccionaba la doctrina de la Iglesia.
Pero entonces aflora la siguiente tesis: ¿De verdad queremos vivir esto: vivir eternamente?, dejaba caer en la balanza Benedicto en uno de los fragmentos de la encíclica sobre la esperanza. “Tal vez, muchas personas rechazan hoy la fe, simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable”.
A continuación pasó a sintetizar un cielo que no es, como él lo representó, “aburrido y al final insoportable. Sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo -el antes y el después- ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”. Con lo cual, para los que suponían que la Iglesia era incongruente, Benedicto era la prueba fehaciente del amor volcado. Pero pocos de sus detractores debatieron la coyuntura sobre lo que en la actualidad personificaba ser católico. Siendo lo suficientemente explícito Benedicto, al aceptar la verticalidad de la fe en una aldea global desarrollada y cada vez más secularizada.
Y como colofón, el desafío que tenía ante sí era colosal, quizás, magno: reavivar la fe católica en Occidente. Amén, que al estar carente de la templanza emocional de San Juan Pablo II, no se planteó recrear el papado como un compromiso popular y mediático para la espiritualidad y el bien de todos. Más bien, intercedió por la reflexión de que tanto la razón, como la ciencia y los valores seculares por sí mismos no podían descifrar el entresijo humano.
Evangelizó el regreso a los fundamentos católicos impregnando la Palabra de Dios con valentía y entereza, tales como, celebrar con frecuencia la eucaristía, venerar a la Virgen María y testificar sin miedos la verdad del cristianismo de cara a los amagos del relativismo.
En los días subsiguientes del tránsito al Padre de San Juan Pablo II, era clarividente que ningún cardenal reunía la talla apropiada o estaba curtido en el Vaticano como el cardenal Joseph Ratzinger y, como decano del Colegio Cardenalicio estuvo en el foco de la transición palpitante hacia el nombramiento del sucesor del Apóstol Pedro. Para ser más preciso en lo fundamentado, con tres millones o más de peregrinos desbordando la Ciudad Eterna, Roma, para rendir el último tributo a San Juan Pablo II, ofició las honras fúnebres a la que concurrieron numerosos reyes, reinas y jefes de Estado, entre ellos, el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush (1946-76 años).
Aun así, entre los entendidos del Vaticano no faltaban lógicas para que no pudiera convertirse en el heredero de Wojtyla, como el ser anciano. Más bien, no gozaba de esa atracción del anterior pontífice y reproducía lo retrospectivo europeo de la Iglesia, no el mañana en un mundo en desarrollo.
Tras las ceremonias religiosas de las exequias, muchos se interrogaban cómo cultivar lo que calificaban el ‘espíritu de Juan Pablo II’. Luego, cabría preguntarse: ¿debía su sucesor mostrar a la humanidad que ésta se había distanciado en demasía de la Iglesia, o primeramente fijarse dentro de la misma para reforzar sus raíces?
El cardenal Joseph Ratzinger no titubeó un instante en transmitir su confesión justo antes del cónclave papal, la reunión en la Capilla Sixtina para elegir al nuevo Papa. En unas palabras que dejó estupefactos a muchos de los asistentes, declaró al pie de la letra que en el mundo moderno se ha consignado “una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”. Quién sabe, estaría revelando a los prelados de que si lo escogían como Obispo de Roma, no haría concesiones de ningún tipo al espíritu secular moderno.
Poco más de una jornada más tarde, o séase, el 19/IV/2005, en uno de los cónclaves más exiguos de la historia más reciente, unas bocanadas de humo blanco salidas de la chimenea en la Plaza de San Pedro avisaban de la fumata blanca, advirtiendo que se había elegido un nuevo Papa. En menos de sesenta minutos, surgió ante cientos de miles de feligreses y adoptó el nombre de Benedicto XVI.
La túnica que le pusieron cubría un suéter negro, demostración incuestionable de que no esperaba ser designado. “Queridos hermanos y hermanas”, dijo sus primeras palabras a la muchedumbre allí congregada, “después del gran Papa Juan Pablo II, los cardenales me han elegido a mí, un sencillo y humilde trabajador de la viña del Señor”. Muchos aplaudieron cantando entre emoción, lágrimas y alegría: “¡Ben-ne-det-to!. Ahora, los cardenales habían elegido a una de las figuras más imponentes de la Iglesia.
El simbolismo en la decisión de llamarse ‘Benedicto’ era notorio para muchos especialistas vaticanistas: Benito de Nursia (480-547 d. C.), un monje del siglo V considerado el iniciador de la vida monástica en Occidente que propagó las auras el cristianismo en Europa sobre las ascuas del Imperio Romano. En tanto, Benedicto XVI, haría lo que estuviese en sus manos para reevangelizar el Viejo Continente que había perdido la fe. Su primer viaje realizado se produjo a Colonia, ubicada en el estado de Renania del Norte-Westfalia, en Alemania, enmarcado en la XX Jornada Mundial de la Juventud (16-21/VIII/2005) a la que acudieron cientos por miles de jóvenes católicos.
En vez de dar una lección en cuestiones bien específicas como la moralidad o el sexo, el Pontífice les invitó a contemplar que sus vidas se dignificaban con la fe, en lugar de percibirse desprovistas por una antigua amalgama de entredichos. Mencionaba mientras navegaba por las aguas del río Rin con las orillas completamente abarrotadas de jóvenes provenientes de diversas lenguas: “¡Abran de par en par sus corazones a Dios!” “¡Déjense sorprender por Cristo!”.
En consecuencia, la sombra de la edad y la erosión de la longevidad, discriminarían el papado de Benedicto XVI desde el primer día en que ofició como Santo Padre el 24/IV/2005, dejando tras de sí un complejo y brillante legado intelectual que perdurará para siempre como Papa y teólogo, rebatiendo cualesquiera de los comentarios más progresistas del Concilio como un suceso conjurado que ambicionaba rehabilitar la Iglesia. Ya, en aquella primera misa diría textualmente: “en este momento, débil servidor de Dios que soy, debo asumir esta tarea enorme que de verdad supera toda capacidad humana”.
Aunque puso en escena diversas novedades a cuál más valiosa en la vida católica, sobre todo, al autorizar oficiar la misa en las lenguas locales, no ocultó su firmeza a cualquier insinuación de que el Concilio Vaticano II pretendiera un rompimiento radical con la doctrina y las tradiciones católicas centenarias. Durante el desarrollo de su cátedra, consintió la celebración más extensa de la antigua misa en latín, una decisión que su sucesor, el Papa Francisco, anularía.
“La sombra de la edad y la erosión de la longevidad, discriminarían el papado de Benedicto XVI desde el primer día en que ofició como Santo Padre, dejando tras de sí un complejo y brillante legado intelectual que perdurará para siempre como Papa y teólogo”
Y como Vicario de Cristo, se perpetuó con sus escritos teológicos y elaboró tres encíclicas o cartas papales. Sucintamente hay que referirse a la encíclica “Deus Caritas Est” o “Dios es amor” (25/XII/2005), haciendo valer la caridad como amor que se procura libremente, porque la caridad, valga la redundancia, no es sencillamente una buena acción, sino un hecho que transforma tanto a quien la facilita como a quien la recoge.
Seguidamente la encíclica “Spe Salvi” o “Salvados en la esperanza” (30IXI/2007), asentada esencialmente en la Epístola a los Romanos del Apóstol Pablo, en la que discurre sobre la esperanza que Dios confiere a los seres humanos en un universo que frecuentemente parece encontrarse desalentado. Y por último, la encíclica “Caritas in Veritate” o “Caridad en la verdad” (29/VI/2009), respaldando que la caridad está primordialmente interrelacionada con la justicia. Cuando se atisban materias de progreso y actuación humana, no debemos encomendar la confianza en el Estado-nación o en las economías de mercado, porque “sin Dios, el hombre no sabe qué camino seguir, ni siquiera comprende quién es”.
Dichas cartas circulares como originariamente eran remitidas a las antiguas iglesias cristianas, tratan de preservar el cristianismo en un espacio que Benedicto sospechaba cada vez más discrepante hacia la fe. Lo extraordinario de su discernimiento, incluso por sus enjuiciadores teológicos, radica en la distinción con la que denunciaba sus testimonios a favor de Nuestro Señor Jesucristo y Cristo Resucitado y la fuerza transformadora del cristianismo como fuentes de la verdad, belleza y amor.
Pero con anterioridad a ser la Cabeza Visible de la Iglesia Católica Romana, Joseph Ratzinger, comprendió que el cristianismo continuaría extraviando reciedumbre cultural y disminuiría a un rebaño cada vez más pequeño, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. Sin soslayar, que en el año 1969, predijo que la Iglesia tendría que “empezar de nuevo desde el principio”, lo que advertía que algún día el cristianismo habría de rehacerse desde sus cimientos.
He aquí, la despedida denodada y el último adiós de un hombre valiente y sabio como Benedicto XVI, que cultivando el ministerio petrino, muchos ya lo habían contemplado como la prolongación de la estela resplandeciente dejada por San Juan Pablo II, a quien lo había acompañado hasta sus últimos días como su principal consejero y asesor.
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