Podría haber dedicado la tarde a estudiar Derecho de la Información, o podría haber desempolvado algún libro de los que descansan en el sueño eterno de la invención. Sin embargo, consideré prioritario reunirme con mis pensamientos para analizar mi vocación como periodista. ¿En qué punto estamos? ¿Es posible aguantar tres años más en la Facultad sin la semblanza del informador?
Veía ser felices a mis compañeros en la conquista de objetivos para un futuro mejor, pero la única alianza que había en mi interior era la de contentar a mi entorno; tales eran las esperanzas depositadas en mi talento, otrora valiente y redentor. Ahora era yo quien estaba encerrado en una jaula de cristal; un laberinto sin salida más allá de la deserción. ¡Menudo fiasco!
En estas razones estaba cuando percibí una llamada para el retiro; una energía de origen desconocido me avisaba de que tenía que contactar con mi naturaleza cósmica. ¿Quiénes somos más allá de traje que nos toca vestir? Y sobre todo: ¿Cómo salgo de ésta?
Entonces me vino a la mente la posibilidad de pasar una noche en la sierra de Madrid; alejado. Un retiro espiritual en toda regla; hasta aquí nada extraño.
El punto de llega fue Manzanares del Real; una bonita villa de montaña que invitaba al silencio y la meditación. Tenía entendido que cerca estaba el curso del río, entre saltos de agua, pozas frías y piedras de granito.
Hasta allí me dirigí y pude comprobar el carácter gélido del agua. Por las sendas, multitud e zarzamoras saludaban al inquilino de las dudas.
Seguí el curso hasta que accedí a una meseta desde la se erigía, imponente, la pared del Yelmo; una inmensa mole vertical que varias cuadrillas de escaladores se atrevían a desafiar. ¡Menuda destreza!
El caso es que yo no quería ser menos y me propuse hacer cima por la otra cara, más accesible. Tras dos horas de caminata, entre pinos y enebros, acometí una última subida, y con la respiración entrecortada pude mascullar: “¡Lo hice!” La visión de Madrid en la lejanía, con su típica “boina” de polución, era la postal.
Y cuando parece que uno ya lo ha visto todo, sucedió un episodio del que, a buen seguro, quedará constancia escrita.
Resulta que un anciano plagado de años se hizo notar tras la cruz de bienvenida. Rápidamente intentó confundir a mi estirpe: “Hola chaval, somos animales del monte” (somos seres de la naturaleza, quiso decir). Y, sin más, me contó cómo había dedicado su vida a cumplir con su oficio, aconsejando a los menos expertos en el arte de la observación.
Siempre es bueno conocer a gente distinta, pero había algo que no llegaba a comprender: “Antonio (me dijo que se llamaba), tu edad se asemeja a la de algunos enebros, y el acceso a la cumbre requiere de una gran agilidad, ¿cómo has hecho para subir hasta aquí?”
Entonces él me tranquilizó: “Porque yo subí cuando tenía tu edad”. Y para finalizar sacó de su zurrón una libreta, vieja y vacía, y me la entregó: “Aquí tienes escrito tu destino, gracias por la visita”.
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