Opinión

El valor de un diputado

En La historia moderna de Ceuta, desde que se instauró la democracia (tras la muerte del asesino), es una continua sucesión de errores encadenados. Quizá se pueda argüir como disculpa que los obstáculos, problemas y adversidades a los que hemos tenido que enfrentarnos han sido excepcionalmente complicados. Pero eso explicaría haber fracasado, no haber optado reiteradamente por la peor de las alternativas posibles. La conclusión de esta enigmática cualidad para autolesionarnos, es que durante cuarenta años hemos impulsado inconscientemente un proceso de disolución de Ceuta como sujeto político con identidad propia que se encuentra ya en una fase prácticamente definitiva.

Como paradigma de esta contumacia en el error quedó indeleblemente escrito en nuestro inventario de oprobios haber entregado el Gobierno de la Ciudad a un partido llamado GIL, cuyo propietario (digo bien) era Jesús Gil, probablemente el personaje más abyecto y repugnante de cuantos han participado en la vida pública española (hasta ahora…). Aquella elección se convirtió en una prueba irrefutable de que el pueblo de Ceuta no sabe gestionar su ansiedad. Cuando se siente superado no reacciona con inteligencia sino con una especie de ofuscación suicida que, evidentemente, nunca termina bien. Se cumplen veinte años de aquel ridículo colectivo que ya parecía olvidado, y ahora amenazamos con una segunda edición, en este caso encarnada en las rugientes tropas franquistas resucitadas para la ocasión. Ya son legión los que sin hacer el más mínimo análisis racional sobre lo que supone apoyar esta “nueva” opción, se agarran a unas siglas salvadoras (VOX) en un acto de fe tan infantil que provoca auténtica vergüenza ajena. Otra vez, frente a la ansiedad, la irracionalidad.

Pero no es sólo esa genética incapacidad para arrostrar racionalmente las dificultades la que nos ha llevado hasta aquí. Hay otro error palmario que también ha contribuido de manera decisiva a nuestro manifiesto declive. Hemos renunciado (incomprensiblemente) a utilizar nuestro instrumento de representación política por excelencia: el diputado/a. La voz de Ceuta nunca, durante cuatro décadas de democracia, se ha oído ni en el Congreso de los Diputados, ni en el Senado. Nuestros representantes electos siempre se han sumado a una masa partidista con absoluta sumisión y férrea disciplina para defender los intereses de su grupo, pero en ningún caso los de Ceuta. Nuestro pueblo no ha llegado a comprender el valor político de un diputado o diputada.

Una Ciudad que vive atada a la palabra “singularidad”, que conoce perfectamente la profundidad de este término por experiencia propia, que está presente de manera unánime en los discursos políticos, y que precede a cualquier decisión que se adopta en el ámbito de lo público; no ha sido capaz de imprimir este sello a su representación parlamentaria, a la que recurrentemente ha uniformado en el más siniestro de los anonimatos. Una paradoja por la que estamos pagando un precio muy elevado.

Resulta amargamente frustrante comprobar cómo algo tan evidente lo han entendido con suma facilidad en otras latitudes. Observemos el caso de las Islas Canarias. Se trata de una Comunidad Autónoma con algunas especificidades (ni de lejos comparables a las de Ceuta) respecto al resto de territorios peninsulares. Son conscientes de que necesitan sostener una actitud reivindicativa constante para que allí, donde se toman las decisiones importantes, nadie se olvide de Canarias. Y envían en cada legislatura diputados de candidaturas localistas cuyo objetivo primordial es defender los intereses canarios. Reivindicar, exigir, reclamar y negociar para Canarias. Los resultados son excelentes e incontestables. Máxime en un escenario de fragmentación política en el que un solo diputado o diputada puede cambiar el color del Gobierno o aprobar los presupuestos generales del estado. Esa misma posibilidad está a nuestro alcance.

Ceuta afronta una nueva legislatura acosada por un cúmulo de problemas de una enorme magnitud que requieren decisiones y actuaciones muy urgentes y de gran calado. No es preciso insistir en la exposición de un catálogo de calamidades ya suficientemente conocido. Lo ideal sería disponer de una voz propia en el parlamento. Sin hipotecas ni condicionantes. Una voz combativa que defendiera con firmeza y rotundidad los derechos de Ceuta ante una situación agónica. No sucederá. Ceuta no sabe luchar por sus intereses. Depositaremos toda nuestra capacidad de intervención en el Congreso y el Senado en unas siglas que se olvidarán de nosotros en cuanto las actas crucen el estrecho. Y seguiremos llorando nuestras penas en silencio. Resignados a nuestra suerte. Resistiendo vanamente desde la inanición mientras inhalamos un hedor penetrante que solo desprenden los cadáveres.

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