El dolor que une al hombre, con indiferencia de cual sea la raza, lengua o procedencia, no encuentra una similitud exacta en el modo de sobrellevar el calvario posterior
Cuando al joven Kenzaburo Oe –Uchiko, Japón, nacido en 1935– le dijeron que su esposa, aún roja de dolor, acaso en estado de inconsciencia y yacente en la camilla del hospital, había ya parido a su hijo, ignorando aún el estado de la mujer y el del bebé recién nacido, se sentiría el hombre más feliz del mundo, sensación que –supongo– tendrán todos aquellos que han experimentado esta vivencia.
Pero algo había en el rostro de la partera, en la propia pose del doctor y un aire enigmático e inquietante fluía en el ambiente, invadiéndolo hasta llegar a cada esquina, que pronto hizo aminorar la ventura incontenible del rostro y del alma del Nobel japonés. De la alegría plena al cosquilleo de la incertidumbre y finalmente esas palabras que tiznaron de negro el pobre corazón: “Señor, su hijo se debate entre la vida y la muerte y en el caso de sobrevivir lo hará con una enfermedad cerebral que de por vida lo condenará al ostracismo”. La medicina nada podría hacer para voltear la situación.
Corría el año 1963, las calles otoñales de Japón se pintaban con esa alfombra marrón, amarilla, verde de hoja de sauce que de manera tan magistral describió Mishima y el vientecillo gélido susurraba ya incrustándose de pulmón a pulmón rasgando el pulso al caminante, ese ejemplar único en la especie pues ni siquiera los gemelos son iguales: siempre habrá uno que se muestre más alegre que el hermano; otro que sea más reservado que su par. Pero si existe en la vida un motivo que pueda unir más a todos los individuos, acaso sin distinciones de razas, edades, estratos sociales, capacidad económica, lugar de nacimiento e inquietudes, tejiendo un vínculo insoslayable de emoción entre ellos, ése es el del dolor por el familiar querido tocado en desgracia, por el hijo que se va sin que usted –papá, mamá– pueda hacer nada que esté al alcance de sus posibilidades para remediar la enfermad, el mal; ni siquiera canjear la suya por la vida del hijo muerto.
El dolor que une sin embargo no encuentra similitudes en el modo de sobrellevar el calvario posterior, infinitos pues son los caminos que recorren, a duras penas, en el interior de una oscura inmensidad incontrolable por cada uno de los desgraciados. Oe, como Bird, el mítico personaje de 'Una cuestión personal' o como sus otros ‘yo’ que inventó en 'El grito silencioso' o en 'Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura' tocó fondo, coqueteó con escalofriante seriedad con el más allá, lloró, vagó por la decadencia anímica, se durmió en medio del túnel hasta que una mañana supo que había vencido para siempre. Y él –el hijo– a buen seguro que se complació de tenerle cerca, tanto física como mentalmente, en la medida en que fue consciente del respeto y del amor brindados por su progenitor.
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