La cita habitual con mis estimados lectores permite oportunidades como la que se me brinda esta semana. El estreno de la irregular producción hispanoargentina (no por ese orden, pero se hace menos raro decirlo así por estos lares) Tesis sobre un homicidio resulta la excusa idónea para hablarles de mi actor contemporáneo favorito: tipo duro en El secreto de sus ojos, El hijo de la novia —nuevamente bajo las directrices de Juan José Campanella (también coincidieron en títulos como El mismo amor, la misma lluvia o Luna de Avellaneda)—, perseguido en Kamchatka y Nueve reinas o, más recientemente, sacerdote en Elefante blanco, Ricardo Darín es el mejor intérprete de habla hispana y mi debilidad personal. Humaniza como nadie con profesionalidad y rigor interpretativo, aunque el resto de la película no convenza, siempre hay un buen motivo para verla si aparece él, porque siempre aporta algo. Especialista en tipos que sufren sin llegar al “lloroneo”, gran artista de comedia y la mirada más expresiva que se puede encontrar en una pantalla de cine son sus señas de identidad.
En esta ocasión, encarna a un abogado y profesor con serios problemas de sociabilidad (marca de la casa) que está completamente seguro de que uno de sus alumnos es un peligroso asesino cuya actividad criminal está ligada a echarle a él un pulso de inteligencia del que nada bueno puede salir.
La otra parte del citado pulso, que por otro lado también se antoja interpretativo, recae en la figura de Alberto Ammann, que si bien tenía la batalla profesional perdida con Darín desde el principio, muestra digna solidez en un personaje al que el guión podría haber hecho más concesiones…
Este thriller psicológico posee interés y también ritmo, así como diálogos a ratos brillantes (especialmente esas reflexiones magistrales sobre la justicia en boca de los protagonistas), una notable factura visual y un elenco envidiable que despliega toda la dedicación posible. Cuenta además con esos toques de tira y afloja a lo gato y ratón con tintes de cine académico de crimen hace que el espectador asista con interés a un final en el que se desploma gran parte del crédito logrado a lo largo del metraje. Porque en este tipo de historias, como dicen en la escuela de cine, existen dos puntos vitales: captar el interés y no estropearlo al final. Lo demás es secundario. Pues bien, Hernán Goldfrid a los mandos y Patricio Vega tras el guión se devanan la sesera para lograr lo primero hasta el punto de quedarse sin energía que emplear en el segundo, con la consiguiente desilusión que no debe tapar el resto del trabajo, pero sí que hace salir con mal sabor de boca del cine tras haber contemplado la parte menos consistente justo al final de la función.
Con todo, una recomendable opción de entretenimiento y, sobre todo, un lujo poder ver a Darín transmitir todo lo que transmite sin abrir siquiera la boca. Estos argentinos y su manía de hacer cine arcaico de ese en el que las interpretaciones o la historia eran más importantes que el despliegue de efectos especiales…
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