El Tarara, nada más aparecer por el portalón de entrada al patio, ya se le escuchaba pregonar sus productos:
-¡Colonia, niña, coloniaaa…! ¡Brillantina, peines, colonias, niñaaa!
El Tarara, era enjuto, ágil en su andar, y su rostro huesudo se hallaba tostado por infinitas horas al sol; vestía un pantalón amplio, y una chaquetilla marrón que le daba un cierto aire de seriedad, que remataba, a veces, con un gorro cilíndrico rojo, llamado fez. En una caja, a modo de bandeja, y sujetada con un asa de madera, transportaba un sin fin de pequeños botecitos de agua de colonia y diferentes perfumes.
-¡Colonia, niña, coloniaaa…!
El Tarara, ya subía la ramblilla, repitiendo una y otra vez su pregón con tal musicalidad, que pareciera que a cada paso que daba, sus palabras perfumaban el aire que le circundaba. A su insistencia, las mujeres acudían dispuestas a romper la monotonía de la tarde con las esencias que el bueno del Tarara les exhibía. Una vez que las mujeres le habían hecho corrillo, él, con la oratoria propia de los vendedores ambulantes, anunciaba la excelencia de sus magníficos productos aromáticos.
África, le pedía unas gotas de colonia de jazmín; Josefina, de rosas; mi madre, de violetas; Tere, de madera de la India. Maruchi, de añeja… De tal manera, que todas a la vez, entre jolgorio y risas, le demandaban probar algunas de sus fragancias. El Tarara, azorado por la impaciencia de las mujeres, intentaba atenderlas a todas. Cuando por fin, algunas de ellas, después de oler en el borde de su mano los diferentes aromas, se decidía por alguno, comenzaba otro menester tan importante como el anterior, o quizás aún más: el regateo por el precio a acordar.
Al cabo, el Tarara, cogía un recipiente milimetrado, y con sumo cuidado y una precisión de alquimista, vertía la cantidad justa del preciado líquido. La situación se antojaba divertida, por la cantidad de dimes y diretes que se decían, antes de que terminasen de ponerse de acuerdo en la cantidad y en el precio.
¡Carero! ¡Ventajista! ¡Caradura! ¡Avaro! ¡Usurero! -le decían las mujeres. El Tarara, sin embargo, sin inmutarse, se defendía como podía de aquel acoso, y en un calculado orgullo de vendedor les apuntaba:
¡Cómprenme, niñas, mis colonias, y las casas olerán a jardines!
Risas, falsos enfados, ademanes… El Tarara, cogía su caja de colonias y perfumes, y realizaba el simulacro de intentar irse; pero al momento, volvía de nuevo, y comenzaba otra vez el mismo juego de comprar y vender en su estado más puro y originario. Las mujeres, divertidas por todo este trasiego del más depurado comercio, por fin terminaban cediendo a la última oferta. El Tarara, coge otra vez el recipiente milimetrado, y empieza a verter definitivamente, las diferentes colonias que a lo largo de la tarde le han ido pidiendo.
¡Qué daría yo, por poder comprarte, Tarara, unas gotas de tus perfumes, que daría yo…..¡
Cuando leí por primera vez «El cartero de Rey», de Rabindranaz Tagore, siempre me acordaba de los vendedores, que en mi infancia, solían venir al patio a hacer sus trueques. Cuando a la ventana del pequeño Hamal, acudían los vendedores cansados y entristecidos por su trabajo, Hamal -la enfermedad apenas le permitía caminar unos pasos-, les refería acerca de lo afortunados que eran de poder vender sus artículos por todos los caminos a donde sus pies pudiesen llegar. Los vendedores, sorprendidos por la generosidad y la sabiduría de sus palabras, abandonaban la ventana del pequeño Hamal, bendiciéndole por haberles hecho comprender que a pesar del esfuerzo y la dureza de su trabajo, también, no era menos cierto, que disfrutaban de una libertad sólo comparable a los pájaros del cielo. Así, el Tarara, como uno de los personajes del «Cartero del Rey», bajaba la ramblilla, con su caja de colonias y perfumes al costado, y pregonando al mismo tiempo las excelencias de su género:
-¡Niña, compra colonia, niñaaa…!
Al cabo de los años, sentado a la puerta de una de las casetas de la Feria, ante mí, como una alucinación, se encontraba de nuevo el Tarara, ofreciéndome sus nuevos productos: una caja con barritas de chicle con sabor a yerbabuena. No me lo podía creer, el Tarara, uno de aquellos personajes que quedan para siempre en el recuerdo de tu niñez, estaba ante mi, imperturbable, como si el tiempo no hubiese transcurrido, ofreciéndome su nuevo articulo. Sin saber que decir, y aún bajo la sorpresa, cogí seis o siete barritas y le entregué el dinero. Él, un poco sorprendido por mi azoramiento, me miró también y se marchó sin que pudiera preguntarle nada acerca de aquellos años. Viéndolo marchar, y prisionero de la nostalgia, salí corriendo antes que pudiese perderlo de vista; llegué a su altura, y cogiéndole del hombro le pregunté por sus colonias, por sus perfumes, por sus pequeños botecitos, por el recipiente milimetrado… Pero él, cogiéndome de la mano, me dijo:
-¡Ah, aquellos tiempos, en que yo vendía colonias y perfumes por las calles de Ceuta…!
Y sin más palabras, dándome cuenta de que aquel anciano vivía ya en su pasado, se alejó de mí para siempre, con una pequeña caja de chicle con sabor a yerbabuena…
Tarara, ya seguramente no estarás entre nosotros, puede que al llegar al jardín donde te corresponde estar, te sintieras un poco ocioso; así que con toda certeza, habrás construido una nueva caja de madera, y a continuación la habrás llenado con aquellos botecitos de diferentes colonias y perfumes que solías acarrear. Y finalmente, añorando otros tiempos, habrás salido de nuevo a pregonar tus productos de siempre…Y, en las calles azules del cielo, de manera sorprendente, su paz eterna se habrá roto unos instantes; luego, tus paisanos, con exultante alegría, se habrán emocionados al escuchar de nuevo:
-¡Colonia, niña, coloniaaa…! ¡Brillantina, peines, colonias, niñaaa…!
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