Opinión

El síndrome de las 4 plagas, por Germinal Castillo

Las iluminadas que ostentan el poder son así. Las autoritarias, obviamente, más. No solo nadie se atreve a discutir sus decisiones, por muy descabelladas que resulten, sino que las que se sitúan por debajo en el escalafón no hacen sino incrementar el nivel de absurdo de lo ordenado para intentar subir puestos.

Un clásico. Mao Zedong, líder del Partico Comunista Chino, tomó el poder el 1 de octubre de 1949, creando la República Popular de China.

Entre 1957 y 1960, Mao proclamó el inicio del proyecto el “Gran salto adelante”, que pretendía llevar a cabo una política desarrollista, poniendo en el campesinado todo el peso de la revolución.

Era la primera de las grandes diferencias que tendría el comunismo de Mao con el marxismo leninismo preconizado por Moscú que, por su parte, creía en el proletariado industrial como núcleo del cambio. Había nacido el “maoísmo”. Obviamente, método, táctica y represión serían idénticas. Faltaría más.

De Mao se conocen las despiadadas purgas, la mal llamada revolución cultural que llenó las cárceles y los cementerios de quienes se desviaron de la ortodoxia que encarnaba el gran líder, o el “Movimiento de las cien flores” al que este H2SO4 le dedicará un espacio próximamente. Sin embargo, menos conocido es que, dentro del “Gran salto adelante” se diseñaran varias iniciativas, siendo la más descabellada la que se denominó las “Cuatro plagas”.

El culto a la personalidad tiene estas cosas. Un día el “Gran Timonel” tuvo una visión y llegó a la aritmética conclusión de que la salvación de China pasaba por la eliminación de cuatro especies concretas: ratones, moscas, mosquitos y… gorriones.

El visionario de Shaoshan decidió que lo más apremiante era terminar con los pequeños pájaros, catalogándolos como “enemigos de la revolución” (sic). Demostrando que su decisión se basaba en un pensamiento cargado de raciocinio, dictó doctrina al afirmar que si cada gorrión comía de media 4,5 kg de grano al año, matando a un millón de gorriones se podría alimentar a sesenta mil personas más. Obviamente, algunas especialistas intentaron levantar la voz de alarma ante tamaño exterminio medioambiental, pero como la palabra de una lideresa nunca debe cuestionarse, China se encaminó hacia la catástrofe.

Con la consigna de “ningún guerrero se retirará hasta erradicarlos [a los gorriones], tenemos que perseverar con la tenacidad del revolucionario” (sic), se procedió a seguir ciegamente la voluntad del gran pensador. El resultado no se hizo esperar.

Como los gorriones comen más insectos que grano, los insectos camparon a sus anchas por los campos chinos devorándolo todo. Se perdieron cosechas enteras de forma sucesiva. La siguiente decisión fue aún más pavorosa si cabe que la primera: Mao ordenó el empleo de monstruosas cantidades de pesticidas de forma masiva e indiscriminada.

Esta trágica huida hacia adelante tuvo como consecuencia que las tierras adoptasen un panorama lunar, devastado por toda clase de insectos –en particular las langostas- y cubierto de veneno químico. A estas alturas, a nadie le extrañará que el “Gran salto adelante” fuera un absoluto y terrible fracaso que se saldó con más de treinta millones de muertos debido a las asesinas hambrunas.

Socialismo científico, le llaman. ¿Y cómo terminó la historia? Al ver la magnitud de la brutalidad, China optó, muy en secreto, por importar desde la URSS unos 200.000 gorriones para intentar paliar la salvajada, al tiempo que el Gran Timonel despachaba la crisis de los gorriones, en abril de 1960, con una sola palabra: “olvidadlos”. Obviamente, ya era demasiado tarde. Y en esas estamos.

El despiadado e imbécil modo de civilización en el que vivimos induce a un consumismo a ultranza, negándose a mirar más allá de los cuatro años electorales y calificando las posibles medidas de protección de la naturaleza como “impopulares”.

Si no fuese por lo espeluznante del asunto, resultaría digno de Groucho Marx el hecho de que quienes dictan, con razón, las limitaciones de la velocidad por nuestra seguridad, se nieguen a prohibir todo aquello que nos envenena.

Los poderosos lobbys de las distintas industrias saben hacer su trabajo. A las terribles evidencias hay que remitirse. La contaminación que estamos provocando en el planeta pronto tendrá visos de irreversibilidad. Nuestro ciego cortoplacismo nos impide ver la cruda y dura realidad medioambiental que estamos sufriendo y ocasionando al mismo tiempo. Dicho de otra forma, nos estamos auto aniquilando.

Al margen de la insensatez que supone la cara y peligrosísima energía nuclear, deberíamos tener la valentía de mirar hacia el desastre que estamos provocando en el mar y, más concretamente, a lo que científicas y ecologistas ya denominan como el “séptimo continente”… de plástico.

Más grande que Méjico (sobrepasa los dos millones de kilómetros cuadrados), la “isla de la basura” se encuentra en el Pacífico y acumula millones de toneladas de plástico. Procedente de las zonas terrestres (80%) y de barcos (20%), los efectos ya están teniendo una consecuencia en la cadena trófica.

Es decir, en lo que usted y yo comemos. Me explico. Estos plásticos son, en su inmensa mayoría, envases industriales que pierden su resistencia por la acción de los rayos ultravioletas.

Lo que en principio puede parecer positivo, se torna dantesco cuando se sabe que su descomposición provoca, directa o indirectamente, la ingesta por parte de los peces de diminutas partículas de polímero.

Al final, estas sustancias tóxicas acaban en nuestros platos. Otro dato: un reciente estudio afirma que la sal marina ya está también contaminada por fibras de plástico. Y conste que la “isla de plástico” y sus aterradoras consecuencias es uno de los muchos ejemplos que podríamos aquí citar.

Demoledor. ¿Sigue creyendo que todo esto no va con usted? Hasta ahora, ningún gobierno con capacidad de cambiar las cosas ha hecho lo más mínimo para intentar evitar esta masacre.

Al margen de las supuestamente esperanzadoras grandes cumbres por el medio ambiente, la “basurización” del planeta sigue su curso con un ritmo escalofriante.

El ejemplo de Trump, al servicio de las grandes industrias, oponiéndose frontalmente a cualquier tipo de medidas de protección a la naturaleza es buena prueba de ello. De locura.

El endogámico sistema galopa directamente hacia nuestro exterminio basándose única y exclusivamente en el dogma de la rentabilidad, como si con papel moneda se pudiese beber, comer o respirar. Y nosotras, consintiéndolo con suicida pasividad. Brutal.

Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero no le quedan muchas alternativas. O se rebela contra estas nuevas “cuatro plagas” que anteponen una ficticia rentabilidad a la vida real, o será precisamente la vida y todo lo que la rodea lo que dejará de existir. Simple. Mao ordenó matar a todos los gorriones porque eran enemigos del pueblo, condenando a muerte a millones de chinas.

El capitalismo salvaje está preparando el holocausto definitivo sin que reaccionemos lo más mínimo, tildando de locas, alarmistas y conspiranoides a las que osan decir que vamos camino de un masivo patíbulo medioambiental. Mao pudo importar gorriones de la Unión Soviética.

¿De dónde cree que podrá importar otro planeta para que usted y las suyas puedan seguir viviendo? ¿Tan ciegas estamos que no somos capaces de ver lo evidente? ¿Tan anestesiadas nos tienen que ni siquiera reaccionamos cuando vemos el hacha de la verduga acercándose a nuestro cuello? Tremendo. Nada más que añadir, Señoría.

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