Nacemos en tierra de titanes, qué duda cabe. Seres de apariencia ineludible, en los que la luz del cuerpo y del alma se confunde. Y como depositario de aqueste respecto tengo que recordar al señor Alonso, tañedor de campanas y de otros aciertos. Es curioso cómo el recuerdo ensalza los matices del tiempo hasta conseguir la pureza, y así tengo a bien dedicarle estas palabras, que no son de recelo, sino de cariño. Los primeros avatares de la vida se marcan a fuego, de tal manera que el campanazo resonaba en los corazones (en el alma y en el pecho). Era una llamada a filas, y a guardar los secretos, pues secretas son las luces que se esconden en el aula, de puertas para adentro.
Como el que participa en una orden ancestral, el señor Alonso practicaba su matemática: la puntualidad. Como el sol avisa antes de salir, el señor Alonso se mostraba inquieto, y apuraba los momentos previos antes de desempeñar su misión final: tocar la campana. Eso sí, con la destreza y el efecto de quien se sabe necesario, pues no hay año sin campanadas ni almas sin despertar. De él aprendí lo ventajoso y natural de tener una imagen propia e indivisible. Ese silencioso consejo me acompañó en mi viaje por la vida, y así me hice la imagen de quien quería ser cuando me hiciera mayor. El señor Alonso era al fin portero del cielo y decano del honor; no por mentira, sino por destino y por vocación.
Tan sólo el alma díscolo de un imberbe puso en duda su posición, pues en los meses del verano, yo aguardaba su llegada para que me abriera las puertas del colegio y del almacén donde descansaba la mesa de pin pon; una suerte de tablero conglomerado con unos poyetes (obra de algún inventor), y una red recosida (que destacaba por su precaria situación). A las ocho y media todo estaba preparado para recibir a mi primer maestro, Julio Paublete, y quien esgrimía una mítica raqueta Butterfly.
Esto que digo avisa de los beneficios de tener una ilusión, aunque su objeto sea humilde. Los bolsillos vacíos no se llenan de monedas sino de imágenes y de enseñanzas sinceras. Una certeza: la mejor escuela es el testimonio de quienes nos preceden.