Un conocido, no hace mucho, me hablaba de los niños marroquíes acogidos en nuestra ciudad de forma despectiva. “Que se vayan a su país”, me decía.
Yo traté de explicarle que por el mal que hayan podido hacer unos pocos no tienen que ser señalados con el dedo acusador de la intolerancia el resto, y le puse como ejemplo el de Mohamed Marhoum, atleta y ex interno en el centro la ‘Esperanza’, ahora español de pleno derecho y con los Juegos Olímpicos como meta.
Nuevamente la réplica fue bastante triste: “¿un corredor? ¿delante de quién corría, de la Guardia Civil?”.
Esta conversación me hizo reflexionar. Siempre he sido un férreo defensor de la tolerancia y convivencia en esta ciudad, pero desde que hay internet y uno lee los comentarios de sus paisanos en las noticias publicadas en la red de redes la cosa cambia.
El asunto de los MENA parece ser una mecha, y cuando uno oye a dirigentes relacionar la “inseguridad ciudadana” con la inmigración es cuando te echas las manos a la cabeza y dices “¡socorro!”.
A través de mi trabajo y mi relación con el deporte, he podido conocer a algunos de estos marroquíes cuyo único delito era el de querer llegar primero a meta o anotar un buen gol.
Si los tópicos son malos y arriesgados de por sí, mezclarlos con una intolerancia encubierta pero patente es muy peligroso, sobre todo en esta ciudad cuya situación todos conocemos.
Por mi parte, prefiero fijarme y alegrarme por el éxito de personas como Marhoum, a convertir hechos aislados de una minoría en una verdad generalizada con el único fundamento del racismo.