El gran reto de este tiempo es recuperar el valor de la política. Un largo y complejo proceso de transformación de todas las estructuras sociales, incluidas las bases del pensamiento moderno, se ha ido consolidando desplazando a la inmensa mayoría de la ciudadanía de los auténticos centros de decisión. La inesperada y devastadora crisis económica ha servido para evidenciar dos hechos que, una vez interiorizados, han generado un gran estupor, sacudido conciencias y despertando ansias de cambio aún por concretar: por un lado se ha constatado un concluyente divorcio entre las instituciones y los ciudadanos (existe una justificada percepción de que no existen intereses coincidentes); y por otra parte, se ha asimilado que las decisiones importantes, las que inciden en la vida de la gente corriente, no las toman las personas a las que votamos, sino unos desconocidos (con nombres extraños), cuya legitimidad nadie termina de comprender. Es la quiebra de la democracia. El poder (el verdadero) no está en manos del pueblo.
El desprestigio de la política es una tragedia. Porque no existe alternativa que no sea la aniquilación de libertad, entendida como atributo sustancial de la dimensión social del ser humano. La política es la respuesta colectiva al desarrollo de la capacidad intelectiva de nuestra especie. Por ello, independientemente del respeto a todas y cada una de las formas de entender la organización de la vida en común, es un deber moral inexcusable el fortalecimiento de la capacidad de decisión colectiva como el único instrumento para trazar un destino compartido, y por tanto, susceptible de plenitud espiritual.
Recuperar la confianza en la política es una tarea urgente que concierne a todos y cada uno de los sujetos que integran la sociedad. No hay salvedades. En cada gesto, en cada acción, en cada palabra, hay una oportunidad de revertir esta execrable situación. Todos los ciudadanos y ciudadanas, y en mayor medida quienes han asumido más responsabilidad pública, tenemos la obligación ineludible de lograr que las personas vuelvan a considerar la política como una actividad noble, honorable y útil.
Lo intentaré explicar con un ejemplo muy cercano. Hace algunos meses, se inició una movilización popular para exigir que se implante en Ceuta una unidad de Radioterapia. Todo el mundo, sin excepción, entiende que se trata de una prioridad. Someter a las personas enfermas de cáncer a la tortura del desplazamiento a la península en esos barcos monstruosos, cuyo servicio parece organizado por un sádico, es inhumano. Es posible que el número de afectados (ochenta al año) no sea muy elevado, como sostiene cruelmente la administración, pero cualitativamente, el sufrimiento de todas las personas que nos identificamos y solidarizamos con los pacientes de esta terrible lacra, provoca una desazón, una congoja y una frustración que todo lo inunda. No se puede entender, ni aceptar, que este asunto no encuentre una solución inmediata. No se puede asumir que una Ciudad que despilfarra millones de euros en soberanas gilipolleces (el término quizá no sea muy correcto, pero sí muy gráfico), permita el abandono de un convecino, enfermo de cáncer (aunque fuera sólo uno), en una estación marítima inhóspita, en un día de levante. Si no somos capaces de arreglar esto, es que no servimos para nada.
Para recuperar la confianza en la política, la ciudadanía tiene que empezar por percibir una clara sintonía entre los sentimientos y las acciones. A veces, las cosas son más sencillas de lo que parecen. Basta con desempolvar los principios. Y aplicarlos. Uno de ellos, universalmente aceptado, es cuidar a los enfermos.
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