Categorías: Colaboraciones

El reñidero y los Reyes Magos

Las peleas de gallo, en el Reñidero donde de mi abuelo ejercía de casero, dejaron un día de celebrarse; aquellas peleas brutales y épicas a la vez, donde se afilaban los espolones de las patas y se seleccionaba desde el nacimiento al gallo más agresivo para la riña, tocaron a su fin.  No sé si fue producto de las autoridades, que comprendieron que había llegado el momento de acabar con aquel cruel pugilato heredero de otras épocas, o por el contrario, la llegada de nuevas diversiones, hicieron que la afición por estas exhibiciones fuera paso a paso perdiendo adeptos. El caso es, que una vez, cerradas las instalaciones, mi abuelo convirtió aquel circo romano, donde se habían celebrado cientos de combates, en un inmenso taller de carpintería donde no faltaba el más mínimo artilugio.
Allí, en el ruedo, Joaquín había instalado un banco de carpintero con sus correspondientes tornillos de sujeción y un yunque para golpear cualquier cosa que se pusiera a mano. Mí abuelo, dotado de manera especial para los trabajos manuales, se había dotado de todo lo indispensable para realizar cualquier chapuza que se le demandara; y entre las herramientas y diferentes materiales que había conseguido reunir, se hallaban: sierras, serruchos, martillos, mazas, alicates, tenazas, tornillos de carpinteros, prensas, cepillos, berbiquíes, limas, escofinas, soldadores, piedra de amolar, ganzúas, brochas, escuadras, taladros, compases, clavos y puntillas de todas clases y tamaños, pinturas, barnices, estaño, aceites, grasas, papeles, trapos, y un sin fin de piezas y pequeños artilugios diseminados aquí y allá de difícil catalogación. Finalmente, en las gradas, ahora vacías, se acumulaban diferentes tablones y maderas, rollos de alambres, chapas y gavillas de hierro, de todas clases y medidas; y junto a ellas, una serie interminable de cachivaches de todo tipo y tamaños que él, con los años, había ido reuniendo a modo de museo.
Para nosotros y para mis primos entrar allí, era como entrar en la cueva de «Ali Babá, y los cuarenta ladrones»; era como entrar en un mundo de fantasía donde podías encontrar de todo, desde jaulas para pájaros que mi abuelo elaboraba con una maestría y una paciencia infinita, hasta pequeños juguetes, zapatos y múltiples botes y cajas que el mismo construía para entretenerse a petición de algún amigo o algunos de sus hijos
Todos los años, los dieciséis de agosto, por San Joaquín- todavía nosotros celebramos ese día- se reunía toda la familia, para festejar el santo de mi abuelo; mi abuela sacaba el queso manchego que había comprado para la ocasión, y una vez el trozo de queso en nuestra manos, los más pequeños, escapábamos corriendo para jugar y ocultarnos unos de otros, entre las gradas y puertas de acceso del Reñidero.
De entre los recuerdos más entrañables, se me viene a la memoria el día de víspera de Reyes de uno de aquellos años. Mi padre me llevaba de la mano por la calle Real, y yo, al ver un puesto de juguetes, me paré junto a un fuerte de madera, me agaché y lo toqué con mis dedos, no tuve que decir nada, mi padre adivinando mis deseos, me anuncio:
-No te preocupes, los Reyes te traerán un fuerte con troncos de verdad...
A la tarde, me fui con el Tete y mi padre a casa de mi abuelo, una vez me dejaron allí, ellos se fueron a recoger no sé que cosa...
Al rato, volvieron cargados con varas que habían cogido de un estación antigua de ferrocarril -años más tarde, casualidades tiene la vida, yo necesariamente, tendría que pasar varias veces al día por esa vieja estación de ferrocarril para ir al Instituto, y comprobaría esas varas junto a los vagones abandonados de la estación.-, sin mediar palabra y sin dejarme entrar en el Reñidero, se pusieron a trabajar como posesos. Yo, sin que se dieran cuenta, a través de la cerradura, observaba como cortaban las varas a trozos, y después de sacarle punta con un cepillo, los clavaban en los laterales de una caja de madera de las que almacenaban botes de leche. Por fin me di cuenta de lo que estaban haciendo; estaban construyendo un fuerte para mí, y como dijo mi padre: era efectivamente un fuerte de verdad, porque las empalizadas la estaban construyendo con los trozos de las varas que habían acabado de traer, y que simulaban perfectamente los troncos de árboles con que los soldados yanquis-que tantas veces habíamos vistos en las películas de «Oeste Americano»- construían sus fuertes.
Pero, en invierno ya se sabe, las tardes son cortas, y por mucho pundonor que pusieron en el empeño; y aunque el serrucho cortase con rapidez las varas, el cepillo les sacase puntas y el martillo la clavasen en las empalizadas, las sombras iban -para mi desesperación- inundando toda la estancia donde el Tete y mi padre se afanaban, a contra reloj, por terminar el regalo que los Reyes Magos me iban a traer este año.
No pudo ser, las sombras acabaron por inundar todo, y tuvieron que desistir de su empeño. Cuando salieron me encontraron allí, inmóvil, sin pronunciar palabra... mi padre, entendiendo perfectamente lo que me pasaba, me dijo:
-No te preocupes, Manolín, Los Reyes Magos, vendrán y lo acabaran otro día...
Les di un beso a mis abuelos, y partimos para mi casa...; en el camino, nos encontramos con la cabalgata de los Magos de Oriente, y al pasar el «Rey Negro», le apunté:
-No te olvides de terminar de construirme mi fuerte...
A la mañana siguiente, entre los juguetes, no estaba mi fuerte... pero sin embargo, aún, durante mucho tiempo, cuando iba a casa de mis abuelos, a la primera ocasión que tenía, me llegaba al Reñidero, y allí, justo en el lado derecho del banco de carpintero, esperando mi llegada, dispuesto para mis sueños infantiles, se encontraba mi fuerte a medio construir...

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