En el desarrollo de la ciencia histórica podemos decir que se han dado dos grandes visiones conceptuales: la circular y la lineal. Los griegos, padres de la historia, eran fieles defensores de la visión circular de la historia de las culturas. Para ellos las civilizaciones tenían un origen, un crecimiento, una madurez y un declive, el cual, en el mejor de lo casos, podía dar lugar a un nuevo florecimiento. A partir del Siglo XV, con la aparición del hombre moderno, el círculo se rompió y el concepto de progreso lineal empezó a tomar fuerza en la mente y el espíritu del ser humano. Un progreso que debe ser considerado de dos maneras: acercándose a un objetivo o alejándose de un punto de partida. Los exponentes del progreso, al dar por hecha su propia superioridad, insistieron sobre su segundo significado. Lo que algunos ilustrados entendían por progreso era el desprenderse violentamente de un pasado invalidado por valores negativos: brutalidad, superstición, ignorancia y miseria. Desde entonces, todo aquello que contradecía su benévola concepción del progreso continuo era negado u ocultado por el poder. Las cosas no han cambiado demasiado y, por mucho que algunos se empeñen en negarlo, la barbarie sigue entre nosotros.
Hubo un pueblo, los vándalos, que desde el norte de Europa decidieron darse una vuelta por el sur arrasando todo lo que se encontraron en su camino. Destruyeron Carthago Nova, la actual Cartagena, en el año 425, y como se quedaron con ganas de más, tomaron los barcos para desplazarse al norte de África en el año 429. Desembarcaron en nuestra ciudad y fieles a su estilo la destruyeron y quemaron. Prueba del paso de los vándalos por Ceuta ha sido el hallazgo de niveles arqueológicos de cenizas y carbón, fechados en estos años, que fueron documentados por Carlos Posac durante sus pioneros trabajos de investigación arqueológica en la antigua Septem Fratres. Fue tal la fama que se ganaron los integrantes de este pueblo germano que en el diccionario de la Real Academia Española figura una tercera acepción que define el término vándalo como “hombre que comete acciones propias de gente salvaje y desalmada”.
Los vándalos originales fueron derrotados por las tropas bizantinas, pero su espíritu parece que no ha abandonado estas tierras norteafricanas. El empuje del llamado “progreso” no ha podido domeñarlo del todo. En cuanto éste da muestras de debilidad, como ocurre en estos momentos por causa de la crisis, el vandalismo adquiere una renovada vitalidad. La fuerza civilizatoria que implica mejorar la formación y comportamientos de personas o grupos sociales y, por ende, optimizar el desarrollo de las vidas y relaciones de los ciudadanos, está bajo mínimos. Y debido a esta debilidad, el vandalismo se manifiesta con la intensidad de un brote vírico con dos cepas distintas. La primera es la más benigna, ya que destruye con el objetivo de expoliar unos bienes privados o públicos con los que puede obtener beneficios económicos. Este sería el caso del expolio perpetrado contra algunos inmuebles pertenecientes al patrimonio cultural una vez restaurados por la Administración. Un ejemplo paradigmático sería lo sucedido con el fuerte del Príncipe Alfonso. No se sabe las veces que ha sido intervenido por la Ciudad mediante la formula de programas de inserción y formación profesional (Escuela Taller, Casa de Oficio, Taller de Empleo, etcétera...), como tampoco se ha cuantificado el dinero invertido. Todo este esfuerzo ha sido en vano. En cuanto ha finalizado alguno de estos programas, al día siguiente el fuerte ha sido salvajemente expoliado. En pocas horas los neovándalos se llevaron ventanas, puertas y hasta arrancaron todos los cables de la instalación eléctrica. Tras una de estas incursiones vándalas, alguno de la banda pintó en la puerta Cuidao con el perro, que realmente introdujo en su interior, y aprovechó el foso que rodea el fuerte como improvisado redil de corderos.
Los neovándalos andan ahora detrás de un suculento botín: la sirena de Punta Almina. Ya han realizado sus primeras escaramuzas, rompiendo puertas y acechando la presa. Esperan el momento propicio para atacar y descuartizar al desvalido inmueble que ha sido restaurado gracias a la labor de un Escuela Taller financiada por el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE). Las asociaciones conservacionistas locales nos hemos ofrecido para darle un uso,–nunca mejor dicho–, cívico a este edificio histórico, pero las autoridades alegan falta de presupuesto para dotar a esta instalación de unas necesidades básicas (luz, agua y vigilancia...). Mucho nos tememos que cuando los neovándalos actúen, la cuantía del destrozo provocado supere con creces el coste de los requisitos mínimos solicitados para convertir a este lugar en un centro de interpretación de la naturaleza.
Mientras que los neovándalos no encuentran objetivos de cierta relevancia mantienen su actividad depredatoria robando bolardos, tapas de alcantarillas, barandillas, papeleras o cualquier otro objeto que forme parte del mobiliario urbano. Este podría ser, grosso modo, el retrato robot y el currículum de la forma más benévola de neovandalismo. La otra, la cepa más agresiva, ni siquiera se preocupa de expoliar. Su único afán es destruir y arrasar todo lo que encuentra a su paso. Igual da que sea un contenedor, una moto, un coche o una papelera, su propósito es acabar con cualquier objeto que represente a lo colectivo y más concretamente al Estado. No les importa que con sus actos los primeros perjudicados sean sus vecinos, que se quedan sin contenedores donde depositar los residuos o sin los columpios que sirven de distracción a sus propios hijos. El resentimiento que sienten por una sociedad que continuamente le invita a consumir y al mismo tiempo le niega la posibilidad de hacerlo lleva a algunos a actuar de forma negativa e irracional. Ante la imposibilidad de dar rienda suelta a la capacidad creativa que todo ser humano posee de una manera constructiva encuentra en la destrucción un medio de expresar su malestar.
El virus del neovandalismo agresivo encuentra el mejor caldo de cultivo en ambientes de marginación social, ignorancia y desempleo. Hay que advertir a todos de que estamos ante un virus agresivo, de rápida propagación y resistente a los remedios tradicionales. Es más, cuando se le aplica el antídoto corriente de la represión policial suele reaccionar con un aumento de la tensión y unas fiebres altísimas que provocan graves convulsiones sociales y la locura. Ni siquiera las inyecciones de dinero, el antibiótico más fuerte al que puede echar mano la Administración, consiguen erradicar la enfermedad, si acaso la convierte en crónica. Una vez infectado parte del tejido social es casi imposible erradicar el virus del todo. El resto del organismo social que aún no ha sido infectado tiembla de miedo y exige que se extremen las medidas de seguridad para evitar que el mal se propague por sus barrios. Los médicos, es decir, los representantes públicos, quieren dar al paciente la sensación de que tienen controlada la epidemia, cuando la verdad es que nos enfrentamos a una pandemia mundial causada por un virus aún más potente que responde a varios nombres: codicia, avaricia, egoísmo y ansia de poder. Ellos saben que mientras no se acabe con estas enfermedades no van a poder combatir el neovandalismo. Sin embargo, no lo quieren reconocer pues esto podría provocar un incremento del nerviosismo y el malestar en el conjunto del cuerpo social. Y además quedarían en evidencia, pues antes de hacerse cargo del enfermo actuaron como aquellos vendedores de elixires que recorrían las primeras ciudades del lejano Oeste americano: prometiendo que habían descubierto una formula mágica capaz de curar todas las enfermedades en pocos días.
Si después de exponer esta metáfora de tintes historiográficos y epidemiológicos dijéramos que tenemos la solución a las enfermedades sociales y psicológicas que pueden conducir a un triste desenlace a la humanidad no nos distinguiríamos nada de los falsos curanderos a los que nos referimos con anterioridad. A lo más que aspiramos es a hacer un diagnóstico lo más certero posible del enfermo y apuntar un posible tratamiento. Además queremos ser claros con el paciente. Las posibilidades para recuperar la salud son muchas, depende de la voluntad y esfuerzo de los pacientes, pero las probabilidades son escasas. Vemos difícil que la gente encuentre la suficiente fuerza interior para salir del individualismo y se decida a construir un mundo diferente, más justo, solidario, equilibrado y a escala universal.
El tiempo dirá si triunfa la versión optimista del progreso o la pesimista del imparable y cerrado circulo del devenir histórico. Si los partidarios de esta última concepción de la historia llevan razón no nos debería de extrañar que los arqueólogos del futuro encuentren un nuevo nivel arqueológico de incendio datado en el Siglo XXI e interpretado como la vuelta, una vez más, de los vándalos y la derrota de la civilización.
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