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El redescubrimiento del ser humano

Desde que nos levantamos estamos recibiendo un continuo bombardeo de información. Somos nosotros mismos quienes nos exponemos a este bombardeo de manera voluntaria, aunque no siempre conscientemente.

La mayoría de los ciudadanos que pueden permitírselo lo primero que hacen cuando se despiertan es mirar la pantalla de su móvil para mirar los mensajes que han recibido en su muro de facebook o en su cuenta de whatsapp. Los más inquietos e interesados por lo que pasa en el mundo, en su país o su ciudad consultarán las portadas de los periódicos nacionales y locales. Mientras desayuna verá el informativo televisivo y en su camino al trabajo escuchará a los analistas políticos o económicos a través de la cadena radiofónica que más se aproxima a su ideología. Estos contertulios facilitan a los oyentes el punto de vista no tanto propio como el del partido o línea ideológica que defiende y que es del gusto de quien los escucha. Con estas pinceladas informativas y estas opiniones precocinadas y enlatadas conformamos “nuestra opinión personal” sobre lo que acontece a nuestro alrededor.  
Es muy difícil tener una opinión realmente personal en este contexto de sobreabundancia informativa y esmerada manipulación ideológica. Para abrirnos paso en esta espesa selva de información necesitamos contar con eficaces herramientas que obtenemos gracias a una adecuada formación ética e  intelectual. Sin una solida estructura moral y mental seremos presa fácil de todas las bestias ideológicas que pululan por la gran selva en la que se ha convertido el mundo. Estas “bestias ideológicas” son muy hábiles. Han desarrollo un gran olfato para detectar a sus presas predilectas que no son otras que aquellas personas débiles en su conformación ética e intelectual. Conocen a la perfección las palancas que mueven la voluntad humana, localizadas en el campo de los sentimientos y las emociones. Saben que el sentimiento que más conmueve al ser humano es el del reconocimiento de los demás y no hay nada que temamos más que ser excluidos del grupo familiar o social del que formamos parte.
En este mundo caracterizado por la vacuidad interior es fácil ahogarse en el proceloso y agitado mar de los acontecimientos. Ante la falta de medios propios para sobrevivir a la tempestad nos subimos a la confortable nave del conformismo, la apatía y la disolución en el grupo familiar, nacional, político, étnico o religioso. Cada nave sigue su camino sin rumbo y sin puerto de destino en un mar cada día más pequeño y contaminado. Para mantener la disciplina a bordo de las naves ideológicas es fundamental la cohesión intragrupal. Las normas tienen que ser claras y sencillas, así como la disciplina rígida e inflexible. No hay espacio para la opinión personal y la libre búsqueda de la verdad. Todo está escrito y dictado por una autoridad que en muchas ocasiones se le otorga poderes divinos. La vida abordo puede ser fácil y cómoda, sobre todo en las naves más ricas, siempre que cumplas a rajatabla con las normas establecidas.  
La otra opción que tenemos a nuestro alcance es bajarnos de estas estrechas e incomodas naves ideológicas. Podemos hacer como Henry D. Thoreau en Walden: dirigirnos a la naturaleza para construir con nuestras propias manos una pequeña y simple cabaña desde la que disfrutar de “un vasto horizonte” y vivir deliberadamente, enfrentarnos, parafraseando a  Thoreau, a los hechos esenciales de la vida y aprender lo que vida tiene que enseñarnos y para no descubrir, cuando tengamos que morir que no hemos vivido. Este proceso de autoconstrucción es fundamental antes de reintegrarnos en un grupo de personas igualmente dotadas de identidad y personalidad. Desde esta perspectiva, nuestra prioridad en este momento crucial en la historia de la humanidad tiene que ser la promoción de un cambio de dirección del interés hacia la persona. Sin ese cambio no se logrará grandes mejoras en el orden social. Una vez que empiece ese cambio, todo es posible.
El cambio de dirección hacia la persona del que estamos hablando implica un nuevo criterio de juicio. Como decía Mumford en las páginas finales de su obra “La condición del hombre”, debemos preguntar en qué medida las acciones que promueven los poderes políticos y económicos tienden a la realización de la vida y cuánto respeto guardan a las necesidades superiores del ser humano. Las preguntas que debemos tener siempre en la cabeza son aquellas que proponía Mumford: “¿Cuál es el objetivo de cada nueva medida política y económica? ¿Busca la antigua meta de la expansión y el crecimiento o la nueva del equilibrio? ¿Produce bienes materiales solamente o también bienes humanos y hombres buenos? ¿Concurren nuestros planes de vida individuales a una sociedad universalista, en la que el arte y la ciencia, la verdad y la belleza, la religión y la bondad enriquecen a la humanidad? ¿Concurren nuestros planes de vida públicos a la satisfacción y renovación de la persona humana, para que fructifique en una vida abundante, cada vez más significativa, cada vez más valiosa, cada vez más profundamente experimentada y más ampliamente compartida?”. Si mantenemos constantemente estas cuestiones en nuestra mente, tendremos tanto una medida de lo que debemos rechazar como una meta de lo que debe alcanzarse.
Nuestra meta se puede resumir en el autodescubrimiento de lo que somos y de cuál es nuestra misión en la vida. En términos generales, todos los seres humanos estamos llamados a dedicar nuestra existencia a la defensa, potenciación y renovación de la vida, al fortalecimiento de la vida interior, a la elevación de la condición humana, a contribuir al noble esfuerzo de que todas las personas tengan la oportunidad de gozar de una vida digna, plena y rica. Un vida de merezca ser vivida. Esto en términos generales, pero en términos concretos debemos defender no el planeta y sus criaturas, sino el lugar de la tierra sobre el que me encuentro. No defender a la humanidad, sino los amados o no amados que me rodean. No pretender el crecimiento espiritual de los demás, sino el propio, ya que transformándonos a nosotros mismos transformamos al mismo tiempo la realidad.  
La naturaleza, lo inconsciente, lo femenino, durante tanto tiempo reprimidos están ahora en ascenso para reconciliarse con la razón, lo consciente y lo masculino. Antiguos símbolos del pasado están siendo revelados en nuestra propia ciudad para anunciar un nuevo tiempo. “El redescubrimiento del hombre” al que  se refería mi admirado Waldo Frank en su obra del mismo título ha llegado.  Miles de hombres y mujeres, en multitud de idiomas y lugares, están comprometidos con la reintegración del ser humano. Como las células se multiplican, se diferencian, se juntan, cada una en su tarea de crear el cuerpo orgánico del hombre. No hacen nada extraordinario. Simplemente emplean todas sus facultades perceptivas, sensitivas, emocionales, intelectuales e imaginativas, tal y como explica Richard Tarnas en su libro “La pasión de la mente Occidental”, al conocimiento íntimo de la naturaleza. Ven, escuchan, experimentan y sienten a la naturaleza. Se emocionan al escuchar su voz y apreciar su belleza. Se sienten, al mismo tiempo, agradecidos y comprometidos.  Agradecidos por el inmenso gozo que experimentan en estos momentos de éxtasis emocional y comprometidos en la noble causa de proclamar la renovación de la vida y trabajar sin descanso por su consecución efectiva.

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