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El Quijote

La noticia la han dado todos los periódicos de España: ocho de cada diez españoles jamás han leído ni una sola página del Quijote. Más asombroso aún: la mayoría de ese ochenta por ciento ni siquiera sabe el nombre de quien escribió tal libro.  

La noticia, aunque previsible (basta ver la calidad de ciertas emisiones de la “caja boda” para adivinar lo que leen nuestras eminencias televisivas, que son el faro y guía del país), ha causado un gran impacto en ese veinte por ciento de los que sí leemos y releemos el Quijote. Más de uno se pregunta cómo puede ser que el libro cumbre de la cultura española sea olímpicamente ignorado por el ochenta por ciento de los españoles. La razón de la sinrazón nos la dio, hace ya bastantes años, el ministro franquista Fraga Iribarne, (Fraga secas cuando se convirtió en “demócrata de toda lada vida”), el indiscutible inventor de la expresión “España es diferente”. Es precisamente esa diferencia la que hace inconcebible que pueda ocurrir algo parecido en los países de nuestro entorno.  Ni se nos ocurre pensar que el ochenta por ciento de los ingleses no haya leído una línea de Shakespeare o que el ochenta por ciento de los franceses tampoco haya leído una línea de Moliere. Eso es algo que sólo ocurre en España.
Los sucesivos gobiernos que, desde la muerte del dictador hasta el día de hoy hemos tenido en España, cada uno de ellos nos ha dejado una ley de enseñanza que siempre, después de echar por tierra la anterior, nos prometía que, al cabo de unos cuantos años, el pueblo español sería uno de los más cultos y leídos del mundo. Ahora empezamos a recoger los frutos de tan fructífera siembra: el ochenta por ciento de los españoles jamás ha leído una página del Quijote y la mayoría de ellos ni siquiera sabe quien escribió tal obra. ¡Qué rotundo éxito de todos los ministros de Educación de España, el último de ellos el inmaculado Wert! Se comprende: aquí no hay necesidad de leer. Nos basta con los coros rocieros, los culebrones de la caja boba, un buen surtido de procesiones, mucho fútbol y, cada año, varias corridas de toros. Todo lo demás se considera superfluo y, si a alguien se le ocurre leer, la gran mayoría, no pasa del “Hola”
Estoy seguro que el listillo de turno en seguida me va esgrimir el argumento de la carestía de los libros. Es verdad que los libros tienen un IVA más que excesivo, sin duda fruto del mucho amor  que el gobierno actual siente por la cultura; pero aún es más verdad que, si no se lee en España, la razón no está en el precio de los libros. Hay ediciones populares del Quijote que andan por los diez euros y una edición con ilustraciones y tapas duras puede oscilar entre los veinte o veinticinco euros. La entrada más barata de fútbol de cualquier equipo de primera sobrepasa con mucho el doble y aún el triple del importe de cualquier edición del Quijote y sin embargo los estadios se llenan en cada partido. Lo mismo ocurre con las plazas de toros, cuyos precios jamás bajan de las nubes más altas. La gente paga cantidades asombrosas para ver cómo unos hombres, vestidos con trajes de luces, maltratan, atormentan y luego asesinan a unos animales que nada les han hecho. No se le ocurra a nadie decir que se trata de la barbarie más atroz y detestable, convertida en espectáculo de masas vociferantes, que en seguida lloverán sobre el osado que profirió tal blasfemia, todo un diluvio de improperios. Mucho menos se le ocurra a nadie preguntar si quiénes asisten a tal espectáculo y disfrutan viendo tal atrocidad, son personas normales. Hay quien dice que, al menos una buena parte de ellos, si pudieran, con la misma alegre ferocidad con la que pagan su entrada para la corrida, la pagarían para ver un fusilamiento, una ejecución a garrote vil o un auto de fe. Sin duda se trata de exageraciones de envidiosos. Ya lo decía el cacique de mi pueblo: “Los extranjeros, ¡pobrecillos!, nos envidian porque no tienen ni Cruzada, ni Caudillo, ni Falange”. Le faltó añadir: “Ni corrida de toros”.
Frente a ese ochenta por ciento de los que jamás han leído una línea del Quijote, queda el veinte por ciento de los que sí hemos leído y seguimos leyendo el Quijote, los que pensamos que su lectura nos hace más cultos, más humanos, más tolerantes. Incluso en algún momento nos hace reír. Y por si fuera poco, cuando terminamos la lectura, podemos guardar el libro para volver a leerlo cada vez que nos plazca.
Es en la escuela y en la familia, sobre todo en la familia, donde debe nacer el gusto y el placer por la lectura. En una familia de padres lectores los niños, cuando lleguen a adultos, también serán lectores. Mis hijas las dos son apasionadas lectoras y esta virtud yo la relaciono con el hecho de que, durante la infancia, vieron que sus padres leían.
El 23 de abril del año próximo se cumplirá el cuatrocientos aniversario de la muerte de Cervantes, el autor del Quijote (me parece importante añadirlo para los que aún no se han enterado que el Quijote lo escribió Cervantes), fallecido, a los 69 años, el 23 de abril de 1616. Seguro que, para conmemorar tal aniversario, los editores más importantes del país lanzarán nuevas ediciones de sus obras más importantes, especialmente el Quijote. Acaso también de las “Novelas ejemplares” y el “Persiles”, cuya primera edición también cumple los cuatrocientos años. Una magnífica ocasión para que, los que jamás han leído en su vida una línea de Cervantes, aprovechen la actualidad del momento para adentrarse en sus páginas. Mi acumulado pesimismo me lleva a pensar que no ocurrirá así. Persistirán en su continuada y feliz ignorancia. El propio Cervantes, que tan bien conocía el corazón humano, si viviera, seguro que me daría la razón: “Cosas veredes, amigo Sancho, que…”.

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