Categorías: Opinión

El profesor

Aquel joven profesor rebosaba ilusión. Con poco más de veinte años acababa de incorporarse a las aulas deseoso de encontrarse con sus alumnos y transmitirles todos los conocimientos adquiridos a lo largo de muchos años de formación. Pero su concepto de la enseñanza iba más allá de lo que se consideraba en aquel tiempo. Él no se tenía por un mero transmisor de conocimientos. Entre sus ideas de lo que debía ser un profesor, también estaba implicarse en la vida de los alumnos en la medida de lo posible, escucharlos, tratar de ayudarles en sus problemas, aconsejarles, tratar de que vieran en él a un amigo en el que poder confiar y al que poder acudir, siempre que guardasen el respeto y las formas debidas.
Trataba también que fuesen amenas y para ello introducía temas que nada tenían que ver con la materia que tenía que enseñar, pero que resultaban interesantes y provechosos para los alumnos. Y todo ello no era más que un reflejo de la enorme influencia que sobre él ejerció cierto profesor con un estilo de enseñanza similar, que le hizo ver lo importante que es captar la atención y el interés de los alumnos por medio de la amenidad en las clases.
Y cierto fue que este estilo de enseñanza siempre le dio muy buenos resultados. Él se sentía tremendamente motivado y satisfecho con su trabajo y percibía el interés de sus alumnos y el buen ambiente en sus clases. Y también percibía cómo sus alumnos se acercaban a él a pedirle algún consejo respecto a cuestiones personales y lo trataban con cercanía y respeto. Todo ello lo llenaba de satisfacción.
Aquel espíritu joven de poco más de veinte años se sentía completamente colmado con lo que aquel trabajo le daba. Había estudiado lo que le gustaba, trabajaba en lo que le gustaba y tenía la suerte de estar rodeado y en contacto con gente joven que continuamente le transmitía ilusión, ganas de vivir y optimismo ante el futuro. A esa altura de su vida no podía pedir más.
Con frecuencia hacía actividades con sus alumnos que otros profesores calificaban como extrañas o poco adecuadas. Detrás de estas manifestaciones posiblemente se escondían el recelo y la envidia porque ellos no eran capaces de hacerlas, principalmente porque ya habían perdido la motivación y las ganas necesarias.
Así, un día se le ocurrió hacer una propuesta a sus alumnos.
“Se me ha ocurrido hacer una visita, a ver qué os parece. ¿Os gustaría visitar conmigo el Asilo de Ancianos?”.
“¿No le parece que puede ser un sitio bastante deprimente?” - le contestó uno de sus alumnos.
“Sí, puede que lo sea – respondió él- pero no por eso debemos dar la espalda a la realidad. Es un lugar que está ahí y donde podemos acabar cualquiera de nosotros el día de mañana. Cualquiera sabe”.
Sus alumnos se quedaron pensativos durante unos minutos y comenzaron a comentar entre ellos. Él les dejó unos minutos y de nuevo volvió a preguntar:
“Bueno qué ¿vamos a visitar el Asilo de Anciano?”.
La respuesta afirmativa fue prácticamente unánime.
Tras realizar las gestiones necesarias y solicitar los oportunos permisos, el día fijado estaba con sus alumnos en la puerta del Asilo. Todos estaban un poco nerviosos. Él era el que más nervioso estaba, pues la iniciativa había partido de él e, igual que sus alumnos, era la primera vez que visitaba un lugar como ese.
En los primeros momentos, hubo cierto recelo. No sabían cómo acercarse a los ancianos, cómo iniciar una conversación, de qué hablarles, si los aceptarían bien… Pero tras esos primeros minutos de titubeo, todo fue sencillo.
Pronto comprendieron que los ancianos estaban faltos y deseosos de calor humano, de una conversación, fuera sobre lo que fuera, de que alguien los escuchara repetir lo mismo cada cinco minutos… Era suficiente que percibieran que se les prestaba atención para que se produjera el pequeño milagro de la curación momentánea de su abandono y su soledad. Prácticamente todos tenían familia y también todos tenían una larga historia de olvido que los había borrado del mundo porque era incómodo recordar que existían.
Los alumnos se repartieron entre los ancianos y el profesor comprobó con satisfacción cómo todos escuchaban con atención esas historias que durante mucho tiempo habían estado contenidas esperando el momento en que llegaran unos oídos que las oyeran. Ahora había ante ellos unos oídos jóvenes que los escuchaban con atención.
Al profesor le llamó la atención un anciano que se mantuvo al margen y no quiso acercarse al grupo de sus alumnos. Con boina, una colilla apagada en la boca y unas gafas con permanente niebla en sus cristales, los observaba desde el fondo de la sala, sentado en un sillón y con las manos apoyadas sobre un bastón.
El joven profesor se encaminó hacia él. Comprobó cómo cada uno de sus alumnos estaba enfrascado en animada conversación con un anciano o una anciana y comprendió que aquel hombre de aspecto huraño era el trabajo que le correspondía a él.
“Hola buenas tardes” –le dijo situándose frente a él.
El hombre no le contestó y continuó con la mirada perdida hacia el frente, pero el profesor no lo interpretó como una descortesía sino porque posiblemente no lo oía como consecuencia de la sordera que se suele padecer a esas edades, ni tampoco lo oía por la espesa niebla que empañaba los cristales de sus gafas.
“Buenas tardes, ¿cómo está usted? – repitió el profesor.
El hombre volvió lentamente la cara y tras la niebla de los cristales pudo apreciar unos ojos que en otro tiempo debieron ser azules.
“Bien, yo estoy bien.  Siéntese aquí” –le contestó.
El hombre no resultó ser tan huraño como parecía, pero el profesor no se había equivocado, pues estaba sordo y veía muy poco. Se llamaba Manuel y, como todos los ancianos de aquel Asilo, estaba falto de afecto, atención y compañía. Era menos sociable que el resto de los ancianos, por eso no se había aproximado al grupo de alumnos, pero cuando percibió el interés que el profesor mostraba por él, rápidamente  comenzó a soltar su extensa lista de historias largamente contenidas.
La visita terminó y al día siguiente volvieron a clase para hacer una puesta en común sobre la experiencia. El profesor quedó sorprendido por el impacto que la visita había causado en sus alumnos. Tampoco él había sido ajeno a ese impacto. Parecía como si hasta ese momento todos hubiesen sido ajenos a ese mundo que tenemos al lado y del que pasamos caminando de puntillas sin querer mirarlo de frente porque su visión nos hace daño. Que, por otro lado, no es más que uno de los muchos submundos que componen el mundo en que vivimos: el de los ancianos, el de los pobres, el de los deficientes, el de los marginados, el de los enfermos, el de los perseguidos… Mundos de los que no queremos saber nada porque nos puedan dar problemas, causar preocupaciones y ya bastantes tenemos con nuestras preocupaciones de cada día.
Sin embargo, sus jóvenes alumnos no se habían entristecido oyendo las historias de abandono y soledad de aquellos ancianos. Su optimismo ante el futuro y la visión positiva de la vida era más fuerte que toda esa miseria acumulada.
Al principio le chocó que pudieran hacer bromas hablando de aquellos ancianos, pero después comprendió que nada iban a arreglar añadiendo más pesimismo y amargura a sus historias. Y con satisfacción también escuchó el compromiso de algunos de ellos de ir a visitar periódicamente el Asilo y así mitigar su sensación de soledad y abandono.
Él también se comprometió en visitar a Manuel. Y así lo hizo todos los sábados de cuatro a seis de la tarde. Lo acompañaba, le llevaba galletas y cuando no hacía frío, salían a dar una vuelta por los alrededores del Asilo. Así lo hizo durante años hasta que Manuel murió.
Posteriormente, en la soledad de la habitación de su piso de soltero, aquel joven profesor meditaba largamente sobre aquella y otras experiencias con sus alumnos. Y con satisfacción llegaba a comprobar por él mismo algo que aquel profesor al que tanto admiraba le había dicho tiempo atrás: la educación es una poderosa arma cargada de futuro. Un arma que puede ennoblecer a las personas, cambiar sus mentes y hacer, que a su vez, ellas hagan mejor al mundo.

Treinta y tantos años después, aquel joven profesor estaba ya próximo a ser un viejo profesor. Muchas cosas habían cambiado. Las aulas estaban invadidas por una tecnología con la que no se podía ni soñar cuando él comenzó. Las formas habían cambiado, los alumnos lo tuteaban, aunque él sabía cuándo podía permitir ese tuteo y cuándo estaban traspasando la línea del respeto debido. Se cansaba mucho y ya no inventaba tantas cosas como antes.
Pero otras cosas seguían siendo iguales. Seguía teniendo delante un grupo de chicos y chicas que constituían un reto, porque les había tocado vivir en un mundo difícil, más difícil que el de sus inicios como profesor, y él tenía que ayudarles.
Pero seguía sintiéndose afortunado porque a pesar de todas las dificultades, le gustaba lo que hacía. Seguía rodeado de gente joven que le transmitía ilusión y optimismo y eso era un tesoro de valor incalculable. Y seguía pensando que la educación es un arma cargada de futuro.

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