No es tanto el baúl de las riquezas como la gratuidad de sus consejos. Destaca entre sus cuadernos aquél sobre el vacío que se encuentra en las riquezas; totalmente distinto al que hay en las ausencias, y porqué no en la tristeza del que falla. Así, según esto último, el sol descubre los defectos del alma imperfecta. El mar y su luz, como símbolos del camino y del sacrificio, alegrarían la vida del que estudia, hasta que la silueta del Monte Sagrado apacigüe la ceguera y anuncie tan esperado final.
Más allá de los mares no aparece el infierno sino la duda existencial, por eso hay que poner en valor los merecimientos del alma insatisfecha. Así, ¿es el agua dulce lo que buscamos, o es la sal la que cura las heridas? No distraigas tu espíritu con dudas lejanas; el secreto está más cerca de lo que creemos, o al menos eso dicen los estudiosos. Según ellos, no hay fosas tan profundas como las que dibujan las letras, ni tesoro tan ancestral como la palabra de un marino.
Viene aquí la figura del pirata Ñañadinga: un tipo muy bien hecho. Hijo, nieto y biznieto de piratas. Tan orgulloso de su estirpe como de la solidez de su nave. Es merecedor de nobleza aquél que reconoce sus errores; también quien atesora instantes de emoción. Por eso fueron conocidos sus cuadernos, tanto como sus mapas.
En sus pliegos dejaba entrever la precocidad de sus miedos, ensalzaba la imagen del cielo que acongoja los sentidos, así como la espesura de los silencios que sobrecogen a los durmientes. Porque es mejor no dormir cuando el infierno de la tormenta acecha.
El pirata Ñañadinga, mercader de libros prohibidos, permanecía en su camarote hasta bien entrada la madrugada, con la única compañía de su botella y de su lámpara de aceite. Aquella noche escribió:
“Con el tiempo llegó la memoria, y con la fragua la luz del candil, y con el ardor de la botella el sosiego de saber que alguien conoce tu lugar, o cuando menos, tu historia”.
Se rindieron las tierras y el color de sus campos. Venció la noche, y el fulgor de su encanto.
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