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El pintor Ricardo Buenaventura

“Ha llegado tu día, viejo Buenaventura– se dijo. Y una sonrisa llena de melancolía le cubrió el rostro. Estaba sereno y mantenía las famélicas piernas entrelazadas”

Cuando al cabo de dos horas el sol se ocultó detrás de una oronda nube que se avistaba entre la Iglesia del Salvador y el Monasterio de San Leandro y su rostro y su cuerpo quedaron ensombrecidos, sólo entonces Buenaventura despertó. Una gélida ráfaga le recorrió de los pies a la cabeza y, tras ajustar el pañuelo de seda que le cubría el cuello, aún tuvo la sensación de seguir dormido, sumido acaso en un profundo sueño del que jamás podría regresar. Pero unos instantes después se sintió de nuevo vivo, animado por el cántico de los pajarillos, la algarabía de los niños, quienes corrían de un lado hacia otro sin más rumbo que el que marca la inocencia, y el fresco airecillo, últimos coletazos del invierno, que ahora corría por el ambiente, inundando cada rincón y helando a las gentes.

–Ha llegado tu día, viejo Buenaventura– se dijo. Y una sonrisa llena de melancolía le cubrió el rostro.

Estaba sereno y mantenía las famélicas piernas entrelazadas; la figura perdida en el banco de madera; y la mirada, algo queda, batía el horizonte. Antiguos y modernos edificios constituían la plaza, antaño llamada de La Revolución, y adornada ahora, bajo el nombre de La Soledad, con embriagadores naranjos que anunciaban la inminente primavera, un sendero de arena gris y una fuente en cuyo centro una estatua donde un poeta, de pie sobre el filo de la baranda, parecía estar tomando de manera sempiterna nota en la libreta que sujetaba entre dedos cubiertos por escarcha, cómo caía el agua y cuan transparente era. Como si de un vate insigne nacido en el Siglo de las Luces se tratara, el pintor Ricardo Buenaventura llevaba puesto un sombrero de estilo tirolés color oliva y una gabardina marrón de pelo largo abrazaba su cuerpo consumido. Sacó del bolsillo una pipa de fumar y, tras rellenarla de tabaco con aroma de regaliz, prender la cazuela con una alargada cerilla y acariciar con suavidad la cánula, comenzó a fumar con parsimonia y un extraño deleite, como si estuviera cumpliendo una última voluntad, le embargó por completo. Miró el reloj. "Las ocho y quince de la mañana". Con premura, lo ocultó otra vez bajo la manga, se puso de pie y echó a caminar sorteando montañitas de barro, como cegado por la luz de la sombra. Segundos antes, viendo el humo salir de la madera, ascender sin remedio y difuminarse en el ambiente, se sorprendió, diciendo en alta voz: "La vida se desvanece. Humo somos, humo soy". Repitió las palabras, con idéntica musiquilla, estacionado en el caminito. En esta ocasión había movido también la cabeza, con brusquedad, y por tal motivo se descolgó, bajo el sombrero, un mechón cano que quedó acostado sobre la frente tostada.
Apuró el café, pagó y se pidió un güisqui. Los pájaros revoloteaban, frenando algunos el vuelo para, en el suelo, picotear cáscaras de pipas o corretear unos metros, mientras los últimos asistentes, la mayoría turistas japoneses o centroeuropeos que acudían instados por una agencia cultural, iban accediendo por la entrada Norte o por la ubicada en la zona Sur. Llegaban al lujoso hotel y se dirigían al salón principal, a la cafetería o a la sala de lecturas. Le pareció a Buenaventura que una pesada maquinaria, oculta en los confines, daba cuerda al mundo, y que unos dedos invisibles pero implacables movían a su antojo, como marionetas, a las personas que en él habitaban. Estiró el cuello, abrió los grandes ojos añiles e intentó, sin éxito, advertir a través de la descomunal cristalera la maquinaria y los dedos invisibles. Sabía que nada iba a encontrar. Y así sucedió. Leyó un rato y volvió a solicitar la presencia del camarero. "Otro güisqui". Pobres diablos entraban y salían del café, yendo y viniendo con los dolores a cuesta, la ilusión destrozada, la existencia rota y podrida hasta el tuétano. "Un país triste, una nación rota, un territorio cretino, una España hundida en el pozo", pensó el pintor quien, fiel a su costumbre, había ya garabateado alguna figurita en una blanca servilleta que luego, antes de marcharse y como siempre, haría hacer añicos a conciencia, sin piedad, dejando los retales perdidos como revoltosas cenizas en la vacía taza de café.

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