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El pintor Max Fauré y Gustavito

Monsieur Fauré entró en el portal, dijo "bon soir, madame" a la portera, y se dirigió al ascensor. Pero aquella vez la portera, una española llamada Lola, lo paró.

-Monsieur Fauré, han dejado esto para usted. –le dijo al tiempo que le entregaba un paquete.
-Muchas gracias. Debe ser un libro que estaba esperando.
-Sí, debe ser un libro porque dijo que venía de la editorial... No recuerdo ahora el nombre.
-Larousse.
-Sí, eso fue lo que dijo. Tiene que firmar, por favor, este papel que me han dejado.
-Sí, ahora mismo.
Sacó el bolígrafo del bolsillo y empezó a buscar con la mirada dónde podría apoyar el papel para firmar. Lola lo observó y en seguida le ofreció su mesa.
-Pase, por favor, y firme aquí en la mesa. Siéntese, por favor.
Era la misma mesa donde Gustavito, el hijo de Lola, estaba coloreando sus dibujos. Fue en el momento de firmar cuando el artista vio el dibujo del niño.
-¿Qué hace el pequeño?
-Ya ve, perdiendo el tiempo con los dibujos.
-No, madame, eso no es perder el tiempo. Quizás sea todo lo contrario. ¿Me permite?
Max Fauré echó una mirada y sonrió asombrado.
-Madame Lola, seguramente que usted no lo sabe, pero tiene aquí un diamante.
-¿Un diamante?
-Un diamante sin pulir, pero un diamante. Este niño puede ser un gran pintor. Tiene lo principal: la vocación y una enorme capacidad para el dibujo.
-No me diga.
Ante tanto elogio, Gustavito se atrevió a intervenir.
-Tango más dibujos. ¿Quiere verlos?
-Con mucho gusto.
Gustavito abrió el cajón de la mesa y sacó un cuaderno lleno de dibujos. El maestro empezó a pasar páginas y a todas le daba su aprobación.
-No es normal con diez años tener tal sentido de la línea y el color.
Gustavito se crecía oyendo los comentarios del maestro.
-¿No tienes nada con pincel?
-Pincel... ¿Qué es eso?
El artista, tras una sonrisa, sugirió:
-Si madame Lola lo permite vas a subir conmigo y en seguida vas a saber lo que es un pincel, una paleta, un lienzo...
Lola dijo que podía subir al estudio del pintor, pero primero tendría que asearse, cambiar de ropa y peinarse.
-No, madame, no es necesario. Le "Petit" está muy bien así.
El pintor Max Fauré vivía en el cuarto piso –toda la planta era suya-, y ninguno de los demás vecinos de la casa había logrado jamás entrar en aquel paraíso del arte. Visitas tenía muchas, pero generalmente eran artistas o poetas bohemios, de largas melenas y descuidadas barbas, que más de una vez Lola había confundido con insufribles "clochards". También subían mujeres, bellas mujeres que lo mismo podían ser diosas que putas, que, según le dijo Dora, paisana y amiga de la portera, posaban desnudas y después se iban a la cama con cualquiera de los artistas que lo solicitara.
Gustavito dejó sus dibujos sobre la mesa y siguió al maestro hasta el ascensor. Éste pulsó el botón del cuarto piso... Cuando llegaron y el pintor abrió la puerta del piso, Gustavito se encontró, maravillado, en el primer estudio de artista que veían sus ojos. Casi se le cortó la respiración ante tal acopio de belleza y de arte.
-Regarde, petit... -le decía el artista al tiempo que le mostraba un óleo, una acuarela, una miniatura...
Luego, le puso en las manos un lienzo inmaculadamente blanco, una paleta, una caja de colores y una colección de pinceles.
-Estas son las herramientas, indispensables por supuesto, pero la obra de arte tiene que estar aquí, aquí... -le gritó señalándose la frente.
-¿Puedo pintar?
-Naturalmente. Para eso te he puesto las herramientas en las manos.
Pintó unos caballos que corrían por el bosque. El maestro quedó impresionado ante la sensación de movimiento que el niño había logrado infundir a los caballos. Él también tomó los pinceles y comenzó a pintar. Su cuadro fue un boceto del niño pintando. Cuando lo terminó lo firmó y se lo entregó a Gustavito.
-¡Toma! Tu madre pensará que hemos estado perdiendo el tiempo, pero yo adivino que tú sabrás valorarlo...
-Mi madre no entiende de arte y ha estado siempre en un pueblo. Le ruego que la perdone.
-Está perdonada.
Cuando el niño bajó a la portería llevaba, además de una paleta, una caja de pinceles y otra de colores, el retrato que el pintor había hecho de Gustavito mientras pintaba. Todo regalo del maestro al niño que muy pronto habría de convertirse en su mejor discípulo. Lola quedó gratamente impresionada. Cuando se lo contó a su amiga Dora, ésta le preguntó si el retrato lo había firmado el artista.
-Sí, claro que lo ha firmado.
-Entonces vale un pastón.
-Pero si sólo son cuatro rayas.
-No importa. La gente lo que paga es la firma.
A partir de ese día Lola empezó a considerar que la manía de Gustavito era una manía que merecía la pena conservar e incluso ampliar y, cada vez que el artista le pedía permiso para que el niño subiera al estudio, siempre accedía sin oponer la menor objeción. Gustavito dejó de utilizar la caja de lápices de colores y ahora sólo pintaba sobre papel de acuarelas o lienzos para óleos. Otras veces maestro y discípulo pintaban sobre un mismo motivo y luego comparaban los cuadros. Al cabo de cierto tiempo el maestro se dio cuenta que estaba creando una influencia artística en el niño que en modo alguno le convenía. Un día se lo dijo:
-Mon petit Gustave, he pensado que vayas a las clases del Louvre.
-¿Por qué, maestro?
-Porque, si sigues conmigo, vas a terminar pintando exactamente igual que yo. Eso no es bueno para ti.
-Lo que usted disponga, maestro.
Para acceder a las clases del Louvre había que pasar unas oposiciones. Gustavito las superó y empezó a ir a las clases. Un par de años después Gustavito pintaba unos cuadros que ya los hubieran querido para sí muchos pintores de renombre. El maestro estaba encantado.
-Veo que empiezas a encontrar tu verdadera personalidad. Es algo importantísimo en arte.
Al fin llegó un día en que el maestro, satisfecho, le dijo:
-Voilá. Has encontrado tu personalidad. Persiste en ella y no la traiciones jamás. Mucho ojo con los cantos de sirena de los falsos modernismos.
-Tendré en cuenta sus consejos.
Poco después participó en una exposición colectiva y todos los críticos, incluso los más exigentes, comentaron elogiosamente el cuadro del joven Gustave Lacalle. Unos hablaban de una vuelta a lo mejor del impresionismo, otros matizaban que era el impresionismo con un toque clásico y alguno, mejor informado, sacó a relucir sus raíces españolas, aludiendo especialmente a la luminosidad y colorido de Joaquín Sorolla. Un año después, animado por su maestro y mentor Fauré, se atrevió a presentar su primera exposición individual. Fue un éxito total.
Mientras recordaba todo esto, casi sin darse cuenta, Gustavo Lacalle había terminado su último cuadro. Una acuarela llena de luz. Los dos protagonistas eran el azul del cielo y el blancor de las casas. Se quedó un instante mirando su obra al tiempo que se preguntaba: si pudiera verlo, ¿qué diría mi maestro de este cuadro?

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