Categorías: Carta al director

El perdón

“El perdón es una decisión, no un sentimiento, porque cuando perdonamos no sentimos más la ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió” (Madre Teresa de Calcuta, 1910-1997). “El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe” (William Shakespeare, 1564-1616).

“Aquel que no puede perdonar a otros, destruye el puente sobre el cual debe pasar él mismo” (No sé de quién es esta cita).

Perdonar es muy difícil, extremadamente difícil, casi imposible (o sin el casi) imposible algunas veces. ¿Por qué es tan difícil perdonar?. Ante una acción que consideramos contraria a nuestros deseos, a lo que nos merecemos, a nuestra dignidad por parte de otra persona, nos sentimos defraudados, engañados, estafados, frustrados y decepcionados, algo se quiebra dentro de nosotros. Nuestro orgullo y la necesidad de mantener intacta nuestra dignidad, nuestra imagen, nos impide perdonar. Tendemos a encerrarnos en nuestro dolor, como mecanismo de defensa, nos distanciamos de aquél que nos hirió, como si alejándonos la angustia menguase. Sin embargo, pocos entienden que para sanar un corazón lastimado, el perdón genuino es la mejor opción, aún resultándonos difícil.
Pero es tan complicado ponerse en el lugar del otro, comprender las razones del otro que a veces las explicaciones no hacen sino empeorar la situación. Una vez oí decir que en los problemas de amor en la pareja, cuanto más se habla sobre ellos, más empeoran. Al principio me pareció un disparate, pero después de pensarlo detenidamente, creo que al que lo dijo no le faltaba razón. Quizás con el perdón suceda algo parecido.
He pensado bastante sobre si en la capacidad de perdonar influye la edad y he llegado a la conclusión de que cuanto más jóvenes somos (sin llegar a ser niños) más difícil es perdonar. Con los años, quizás porque con la experiencia de la vida valoramos las cosas de otra forma o quizás porque también el tiempo nos ablanda el corazón, nos cuesta menos perdonar.
Algunas religiones, como la católica, muestran el perdón como uno de sus principales mensajes: quizás  la necesidad de amar y perdonar al prójimo fueron los dos principales mensajes que nos dejó Jesús y el perdón es el acto supremo de amor. El mismo Jesús perdonó en la cruz a los que lo mataron (“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”).
Sin embargo, ni los mismos seguidores de una religión somos consecuentes con algunos de sus preceptos (como es el caso de los mismos católicos) y en infinidad de ocasiones no somos capaces de perdonar.
A propósito, ¿han visto la película “La lista de Schindler”?. Es una película dirigida por Steven Spielberg en 1993 y protagonizada en sus papeles principales por Liam Neeson, Ben Kingsley y Ralph Fiennes,  que narra una historia real que se produjo en la desdichada época de la Segunda Guerra Mundial.  Aprovecho para recomendar que la vean a los que aún no lo han hecho y así pongan a prueba sus emociones, especialmente en la impresionante escena final en la que Schindler se despide de los judíos. Pues bien, en una de las escenas de la película, Oskar Schindler trata de convencer al malvado Director del campo de concentración para que perdone la vida a uno de los desdichados prisioneros que cometió la terrible falta de no limpiar adecuadamente la bañera de su casa. Le explica que perdonar es el acto supremo de poder, en este caso, de disponer sobre la vida de una persona perdonándolo, otorgándole el derecho a seguir viviendo. ¿Cabe otra forma mayor de poder que tener la capacidad de decidir sobre la vida de una persona?.
Sin embargo el malvado Director, después de pensarlo y ensayar delante de un espejo el supremo gesto del perdón cual emperador romano en el circo, se decide por distraerse matando prisioneros con una escopeta desde el balcón de su casa, entre ellos el que no limpió adecuadamente su bañera y dudaba sobre si perdonarlo o no.
El perdón nos ayuda a vivir en paz con nosotros mismos y con los demás, pero también ayuda a quien nos ha lastimado. Si aquél que obró mal siente que es realmente perdonado y que nuestro corazón le abre las puertas nuevamente, sin duda, no volverá a lastimarnos.
Algunos interpretan el perdón como signo de debilidad. Nada más lejos de la realidad según mi opinión. El perdón supone tal grado de fortaleza de espíritu y de personalidad, de justa y magnánima valoración de las circunstancias, que otorga a quien lo ejerce el grado de persona madura, equilibrada y feliz. Sí, digo también feliz porque el perdón otorga a quien lo concede una elevada dosis de felicidad y paz consigo mismo.
La dificultad del perdón también proviene a veces de una concepción moral excesivamente dura de los acontecimientos. Nuestro corazón se endurece y no somos capaces de ver con ojos de bondad lo que ha hecho el prójimo y lo condenamos sin posibilidad de redención, sin comprender que ninguno de nosotros tiene la capacidad de juzgar ni, menos aún, condenar a alguien (“aquél que esté libre de culpa que tire la primera piedra”).
Otra circunstancia que dificulta el perdón es la necesidad de mantener, ante nosotros mismos y ante los demás, una imagen respetada que es incompatible con el hecho de ser injuriados y perdonar después al que nos injuria, pues ello proyectaría una imagen muy poco valorada ante nosotros mismos y ante los demás.
Como en otras muchas otras circunstancias de la vida, quizás también en el perdón la mayor dificultad radique en la imposibilidad de llegar a acuerdos sobre puntos de vista irreconciliables. Ante dos puntos de vistas diametralmente opuestos, un observador neutral suele encontrar partes de razón tanto en uno como en otro (lo vemos frecuentemente en disputas políticas que parecen ser irreconciliables y que podrían ser más fructíferas si se adoptaran puntos de vistas menos rígidos). Algo parecido a lo que decía anteriormente cuando me refería a unos criterios morales excesivamente rígidos.
Sin embargo, la verdad es algo tan subjetivo y personal que cada uno tiene “su verdad”, pero está convencido de que es “la verdad”. Suele ocurrir lo mismo en una situación en la que uno tiene la posibilidad de perdonar o no y el otro cree que merece, sin duda, el perdón. Cada uno está firmemente convencido de que hace lo que debe hacer y es el otro el que está equivocado.
Suele suceder que casi todas las cosas buenas de la vida son caras o difíciles, o ambas cosas a la vez. Con el perdón ocurre algo parecido pues aunque no es caro, sí es muy difícil. E incluyo aquí el perdón dentro de la categoría de cosas buenas de la vida porque si el perdón es la consecuencia de un arrepentimiento sincero por parte de la persona perdonada, de ahí nacerá una persona nueva, dispuesta a reconocer los errores que ha cometido y aprender de ellos.
Y el que perdona también recibe un enorme beneficio. Nada menos que sentirse capaz de ejercer la generosidad que el perdón requiere y abrir su corazón y su alma a una nueva vida. Pensemos sobre cómo nos hemos sentido si alguna vez hemos perdonado a alguien y comprenderemos la enorme acción benéfica que el perdón ejerce también sobre el que perdona.
Pero también hay que comprender al que no puede perdonar, cualquiera de nosotros puede ser incapaz de perdonar en un momento determinado, ya dije al principio que hay veces que es imposible. Pues si nosotros no somos capaces de comprender por qué no se nos puede perdonar, él tampoco puede comprender cómo el otro ha sido capaz de hacer algo que lo ha defraudado, decepcionado o herido tanto, en definitiva, cómo hemos sido capaces de hacerle tanto daño.
Comentaba en un artículo anterior que una vez leí unas declaraciones de Gabriel García Márquez en el cual se refería a la vejez y decía que tenía una cosa buena y otra mala. La buena es que se alcanza la sabiduría, la mala que se tiene poco tiempo para disfrutarla. Considero que la capacidad de perdonar es síntoma de sabiduría y, según García Márquez, también de vejez. Ojala fuésemos capaces de disfrutar de unas pequeñas gotas de sabiduría ejerciendo la capacidad de perdonar.

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