Colaboraciones

El Pasaje del Pilar o algunas vivencias en los 60

Al subir las escaleras, frente a la antigua Academia de San Juan de Dios, en la calle Canalejas, se accede al Pasaje del Pilar que, en realidad no es un pasaje, sino un patio de vecinos rectangular y alargado que se cierra al fondo con una última vivienda. Tal vez antiguamente estuviera abierto a lo que se llamaba el Monte, en la parte de atrás, y que, efectivamente, fuera un paso, un pasaje, de donde le viene el nombre. Convertido en patio, se nos antoja con el paso del tiempo, un patio muy particular en los años 60.

Los vecinos del Pasaje eran, en general, gente mayor, con escasos jóvenes y pocos niños que, sin duda, encontraban en aquel largo rectángulo, un paraíso para los juegos infantiles, aunque, como suele ocurrir, siempre se anhelaba cruzar los límites cotidianos para indagar otros espacios más allá de lo aconsejable. De este modo, se corría hacia la calle Sevilla, al Molino, a las huertas colindantes, al Pasaje de las Heras…, hasta llegar a la esquina de la calle Sevilla con el Recinto, en la que un niño pelirrojo y con pecas nos recibía a pedradas toda vez que nos acercábamos al territorio que él consideraba propio.

En aquel Pasaje transcurrieron unos años de la infancia, ese periodo de la memoria en el que se fijan y sellan en las almas de los niños las primeras conciencias de la vida.

Se crecía rodeados de adultos, aprendiendo de sus dimes y diretes, de sus rutinas, de sus conversaciones sin sueños, ni proyecciones futuras, afanados siempre en su presente, desde el que había que salir adelante en el pragmatismo del día a día, entre las alegrías de unos y otros, que surgían en muchas ocasiones de forma espontánea, y también de las miserias y desgracias atemperadas por las radionovelas y las coplas radiofónicas de entonces, que no siempre consolaban.

El vecindario del Pasaje se distribuía en pequeñas viviendas a izquierda y derecha, y entre los vecinos más cercanos solía establecerse una estrecha convivencia y mayor complicidad, además de la asombrosa solidaridad, difícil de experimentar hoy día. Así, la memoria, sin duda selectiva y creativa, nos trae al vecino de enfrente, músico de la Legión, que, con aspecto sombrío, solía tocar el saxofón para deleite de los vecinos a los que llegaba su sonido robusto y brillante. Cuando disponía de un día libre, viajaba a Tánger para fundirse los cuartos en el Casino, y regresaba entonces a Ceuta en un lamentable estado de arrepentimiento que nunca convenció a su mujer; esta no cesaba de regañarle a voz en grito ante el estupor del vecindario, que siempre fue solidario y misericorde con el músico a pesar de gastarse el sustento del mes en el Casino de Tánger. Había en su casa una gran terraza que asomaba al entramado de callejuelas en torno a Ramón y Cajal y Canalejas, y desde la que podía divisarse un trocito del mar del puerto. Allí reunía a los niños del Pasaje para sorprenderlos con las grandes tortugas que, apiñadas, lucían sus cuerpos arcaicos con andares perezosos. El admirado músico lo era aún más si cabe, cuando ayudaba a montar sobre sus caparazones a la chiquillería para divertimento de todos. Un detalle de aquel desdichado jugador que le hizo ganar defensores entre los niños, que lo consideraban el “bueno”, frente a la “mala” de su mujer. Tenían un hijo marino, alto y de ojos azules, que vestía uniforme de un blanco impecable y que no se parecía en nada a sus progenitores; su apostura y buenos modales sorprendían a unos y otros en aquel sórdido ambiente familiar en el que el marino se había criado. Siempre que visitaba a sus padres y asomaba con sus pasos marciales por el Pasaje, las vecinas acudían a las puertas de sus casas para verlo pasar, y saludarlo con caras de admiración y alegría, en un gesto de reconciliación con aquellos padres suyos.

Frente a esta curiosa pareja, vivía otra familia compuesta solo de mujeres: dos hermanas viudas con sus respectivas hijas, cuyos aspectos denotaban cierta mesura y especiales modales. Sus nombres siempre iban seguidos por la palabra “protestante” – Catalina, la protestante -, porque, efectivamente, todas eran de dogma luterano, y nunca se supo bien si procedían de Tánger o de Gibraltar. Una de las hijas se trasladó en aquellos años 60 a Londres a buscarse la vida, porque era muy culta y dispuesta, y además, conocía bien el inglés. Allí trabajó, se casó y formó su propia familia. Nunca más se supo de ella. La otra, siempre soltera, gustaba jugar con los niños del Pasaje y enseñarles “palabrotas”, que parecía divertirla especialmente pese a las recriminaciones de los padres.

Más abajo, vivían Carmen y Antonio, un matrimonio sin hijos que se desvivían por los niños del Pasaje. Carmen era tan bajita que los vecinos la apodaban “la pimienta”, y reía siempre con tal entusiasmo que lo transmitía a los demás. Gustaba la compañía de aquella graciosa y mínima mujer de risa floja y tan contagiosa que regocijaba el alma. En la cocina de su casa, colgó Carmen un almanaque de Sarita Montiel en postura un tanto sensual, y en sus grandes ojos negros, los niños percibíamos que nos seguía con su mirada insinuante toda vez que pasábamos delante de ella. Aquella ilusión infantil nos mantuvo durante tiempo envueltos en el bello rostro de la famosa actriz, ídolo de chicos y grandes.

Justo enfrente de Carmen y Antonio, vivían los mejores amigos de entonces y de siempre. Una familia joven con dos hijos que llenaron de juegos y diversiones la infancia en el Pasaje: compañeros de viaje de la vida que transcurre hasta hoy y con los que la niñez se cubrió de un halo especial. Él había sido portero de fútbol en el Ceuta, convertido ahora en un excelente ebanista que dedicaba los ratos libres a la pesca con caña en las azules aguas de los mares de Ceuta, y era tan bueno en su afición, que llegó a ser campeón de España. Su estupenda pesca de fines de semana más de una vez fue compartida entre la admiración hacia aquel hombre bueno, serio, trabajador y gran campeón que, en sus momentos dicharacheros, contaba cómo siendo niño, en Euskadi, de donde procedía, y en pleno bombardeo allá en el 36, salía al campo a coger lo que podía para comer, mientras los demás buscaban donde refugiarse.

Ella también trabajaba. Una mujer dinámica y emprendedora. Era manicura, que se decía entonces; una profesión que, en los 60, se realizaba en las casas de las clientas. Su talante de mujer moderna, activa y trabajadora, lo dejaba asomar en sus conversaciones con las glamurosas clientas y sus chácharas sobre los nuevos peinados, la última moda o todas aquellas curiosas nimiedades que tanto nos importaban a las niñas de entonces. Ella era una transmisora de experiencias ajenas, siempre curiosas, que se nos fijaban en la imaginación para seguir proyectándolas desde nuestra reducida experiencia infantil. Vivía con ellos una cuñada, modista adelantada en su tiempo. Su excelente gusto y buen hacer le hizo ganar una buena clientela. Y en el taller de costura en la propia casa nos reunía a las niñas para hilvanar dobladillos o dar puntadas aquí y allá en la gozosa algarabía femenina del vecindario que tanto nos enseñaba. Algo más tarde, una tricotosa ganó espacio en aquella especie de “centro laboral” de las dos cuñadas. Era el tiempo en que los jerséis de lanas “a máquina” se impusieron y se auguraba una nueva fórmula de ganarse la vida las mujeres emprendedoras. En ocasiones, y en los momentos de descanso, los niños nos apropiábamos del salón de la casa para representar una escuela, invento de una de aquellas niñas, “maestra vocacional”, que jugaba a impartir clases a la chiquillería, tratando de controlar a los más traviesos, sin lograr jamás el éxito en sus propósitos, desbordados por las risas y burlas que el teatrillo provocaba.

Más allá de estos límites, el trato con el vecindario se difumina, y nos allega Paquita, a la que tocó la lotería, esperanza de los pobres, y cuya suerte le abrió el horizonte de una vida nueva fuera de aquel rectángulo. También baila en los recuerdos Carmencita, la niña morena y con trenzas que jugaba a las cartas como experta aficionada, y a la que era difícil acercarse por imposición familiar, porque no estaba bien que las niñas de los 60 jugaran a las cartas.

Y no puedo dejar de nombrar a la familia que ocupaba la última casa del Pasaje, aquel nº 13 en el que vivía un matrimonio con tres hijos. La joven y guapa muchacha, con estudios de bachillerato, tenía un gracejo y una inteligencia muy especiales; su alegría e imaginación la hacían inventar mil ocurrencias que compartía con los vecinos. Solía disfrazarse con mucho arte y, cuando menos lo esperabas, pegaba a las puertas de los vecinos cercanos haciéndose pasar por cualquier personaje que se le ocurriera sin ser descubierta nunca. Al quitarse finalmente el disfraz, y los vecinos descubrir su candidez, se doblaban de risa sin poderla remediar. También en carnavales lucia nuestra vecina sus artes mágicas para alegrar y congraciar al vecindario. Y, a pesar de la prohibición de aquel tiempo, ella instaba a los demás a colocarse cualquier prenda a modo de disfraz y a fotografiarse para el recuerdo. Su juventud, su alegría y simpatía naturales la convirtieron en la estrella de aquel sombrío Pasaje, en el que aprendió a despegar a la vida desde su temprana vocación de madre. Sus hijos siempre le agradecieron el vergel de plantas y flores que hizo del nº 13 del Pasaje, al que ella interpretaba como número de la suerte para ahuyentar los malos presagios: en aquella especie de jardín, la vida se hizo más solazada y divertida, porque era espacio de juegos, teatros y poesía que los niños inventábamos, cómplices de la alegría materna, que aún hoy seguimos disfrutando en su nido del que es difícil escapar.

Hace unos tres años, regresé al Pasaje del Pilar. Nostalgias de la edad. A medida que subía las escaleras, frente a la antigua Academia de San Juan de Dios, me iba horrorizando del lamentable estado de destrucción y dejación municipal en el que se encuentran todas las casas por las que pasaba. Sentí una profunda indignación. Y, al doblar la esquina para entrar en el Pasaje, me encontré con aquel antiguo patio, totalmente transformado. En medio de tanta destrucción en derredor, el patio es un auténtico oasis verde, lleno de plantas y flores, mérito exclusivo de las vecinas, y allí al fondo, el nº 13, al que Fátima nos invitó a entrar y recordar aquel espacio tan familiar. Al salir del Pasaje, y en una última mirada, me vino a la memoria aquel vergel primero que ha parecido florecer a través del tiempo, extendiéndose y cubriendo todo el patio. Y también el recuerdo de aquella joven y sabia madre, y su buena mano para hacer florecer tanta alegría.

No he regresado al Pasaje, pero quiero imaginar en mi próxima visita, que, al subir las escaleras y mirar alrededor de ellas, se haya reconstruido su demolición y se encuentre en buen estado de habitabilidad. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta la inutilidad y el derroche en otras obras del Municipio. In chaa Allah.

Entradas recientes

Melchor León, citado a declarar este lunes como investigado

El titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Ceuta tomará declaración…

29/09/2024

Los 'petaqueros', la logística necesaria para el narco

La Fiscalía superior de Andalucía, Ceuta y Melilla tiene claro que hay que endurecer la…

29/09/2024

AEGC denuncia que ningún guardia civil en prácticas llegará a Ceuta

La Comandancia de la Guardia Civil de Ceuta no va a recibir a ningún alumno…

29/09/2024

Luz verde a la reforma de la cubierta del CEIP Juan Carlos I

La Ciudad, a través de la Dirección General de Educación, ha dado luz verde a…

29/09/2024

29 de septiembre, una tragedia que no se olvida

Hay tragedias silenciadas sin razón de ser. No busquen explicaciones, todo se atribuye a la…

29/09/2024

El Pequeño Nicolás, promociona o insulta a Ceuta

La noticia de la invitación con gastos pagados del Pequeño Nicolás a nuestra ciudad me…

29/09/2024