El Papa ‘Paco’

Recuerdo que aquella mañana del 10 de octubre del año 1958, en plena clase de Latín, se abrió de repente la puerta del aula y alguien entró (ya no recuerdo quién) y le dijo al profesor, Don Ignacio, que la noche anterior había fallecido el Papa Pío XII. Recuerdo, asimismo, que, debido al número de alumnos en aquel curso 3º de Bachillerato, habían colocado un largo banquito de madera entre la primera fila de pupitres y la tarima del profesor, y ahí, precisamente en ese banquito, me hallaba sentado yo con otros condiscípulos. Cuando el portador de la mala noticia salió, Don Ignacio, que había sido seminarista, nos dirigió unas sentidas palabras sobre el Papa que acababa de fallecer. Obviamente no puedo recordar cuáles fueron aquellas palabras, supongo que versarían sobre la figura y la obra del Pontífice fallecido, y, al final de ellas, nos conminó a salir y a marcharnos a casa. Yo había visto a Pío XII en las fotos de los periódicos, pero no sabía, por supuesto, nada más sobre aquel Papa. Yo había nacido durante su pontificado, que se inició en 1939. Lo cierto es que escasos días después del fallecimiento de Pío XII, fue designado como su sucesor el llamado ‘Papa Bueno’, Juan XXIII. La figura de éste era la antítesis de la de Pío XII. Juan XIII era rechoncho, gordito y con una cara risueña y apacible, en cambio, Pío XII era enjuto, seco y de color cetrino.  
No descubro nada nuevo si señalo la inmediatez como el principal hito de estos tiempos. Así, media hora después de la aparición del Papa Francisco en el balcón, ya sabíamos casi todos los detalles de su biografía, y al día siguiente la prensa escrita hurgaba hasta en el rincón más alejado, olvidado y polvoriento de la biografía del nuevo Papa. Es tan sólo a partir de Juan XXIII, cuando los Papas se hicieron cada vez más viajeros. Lo normal había sido que, una vez elegidos, rara vez salieran del Estado Vaticano, salvo para ir a Castel Gandolfo, residencia de verano, y a algún otro y muy preciso lugar. Como consecuencia de ese enclaustramiento vaticano, los Papas eran grandes desconocidos para el público en general y no especialista. Sabíamos de las andanzas de los Papas por lo que leíamos en los libros de historia. Eran personajes inasibles, lejanos, misteriosos y desconocidos para el gran público. Acaso, temidos. Por supuesto, su fallecimiento era tan reservado como su vida. Y nada de Sede Vacante ni de Cónclaves. El interés del público por lo que sucedía a la muerte de un Papa comenzó con el fallecimiento de Juan XXIII, en junio de 1963. Además, este Papa había convocado el Concilio Vaticano II en enero de 1959 y la primera reunión de dicho Concilio tuvo lugar en el otoño de 1962. Su sucesor, Pablo VI, fue el encargado presidir las otras reuniones y clausurarlo. Ningún ser vivo de aquellos años había sido contemporáneo de concilio alguno. La palabra concilio sonaba a algo solemne, histórico, que se perdía en la noche de los tiempos. El último concilio, el Vaticano I, había sido convocado por el Papa Pío IX, en el siglo XIX, y se celebró desde 1869 a 1870.
Respecto del Papa Francisco, ¿qué decir que no se haya dicho o escrito ya? He ahí la inmediatez de la que escribía líneas arriba. Argentino, de padres italianos emigrantes a Argentina, jesuita, ordenado sacerdote en el año 1969, obispo en mayo de 1992 y cardenal en 2001. Los norteamericanos suelen decir que la primera impresión es la que vale, y a fe que este Papa argentino, seguidor del equipo de fútbol San Lorenzo de Almagro, cautivó no sólo a las 200.000 personas que esperaban en la Plaza de San Pedro, sino a quienes escucharon sus primeras palabras a través de radio y TV: “Sabéis que el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma y parece que mis hermanos han ido a buscarlo al fin del mundo(…)”. He aquí una pincelada de humor muy del gusto del ciudadano. Francisco era ya un Papa cercano, cálido. No pasó desapercibido, cuando apareció en el balcón,  que tan sólo vestía la blanca sotana papal, sin la estola ni la esclavina púrpura pontificia. Ello denota su humildad. Su plegaria por Benedicto XVI, así como cuando pidió a los allí congregados que rezarán en silencio por él mismo, inclinándose para orar, es toda una lección de humildad y sencillez. Es un Papa que posee eso que se ha dado en llamar carisma. No parece un teólogo, como su predecesor, sino un pastor, es más, ha ejercido la acción pastoral en su Argentina natal con los más desfavorecidos, y ha hecho gala de los llamados tres grados de humildad –como buen jesuita–,  de austeridad y de piedad, pues siempre ha recalcado la necesidad de la oración. Fue Pablo III quien, consciente de la necesidad de reformar la Iglesia, aprobó nuevas órdenes religiosas, entre otras la que le propuso un joven estudiante de Teología de París y soldado herido en la defensa de Pamplona, llamado Ignacio de Loyola. Así, con la bula ‘Regiminis Militantes Ecclesiae’ nace la Compañía de Jesús el 27 de septiembre de 1540.
Una hora antes de que saliera el humo blanco se posó un gaviota en la chimenea más famosa del mundo. Allí estuvo el ave un buen rato, como si tuviera conciencia de que simbolizaba el espíritu divino que asiste a los cardenales reunidos en cónclave. Lo cierto es que cuando salió al balcón el elegido por los príncipes de la iglesia, el Papa Francisco, allí sucedió algo. Fue como una epifanía. Su imponente estampa blanca, con los brazos  caídos a lo largo del cuerpo y observando con curiosidad a la multitud que le aclamaba como si no fuera él el aclamado, su callada presencia y su mirada bondadosa rindió a los allí presentes y a los que lo veían a través de la pantalla del televisor. Así pues, larga vida al Papa ‘Paco’ (con perdón).