La inmigración irregular llena las páginas de los medios de comunicación desde hace décadas. Páginas que relatan los saltos, las lesiones, el trágico tránsito desde África a la vieja Europa.
Páginas que no relatan el trabajo callado de los que, al otro lado de la valla, se sacrificaban para ayudar a los inmigrantes. Sólo interesaba lo negativo. Haciendo memoria sobre las personas que han trabajado de forma honesta y desinteresada para ayudar a los inmigrantes, combatir a las mafias, despedir a los que perdieron la vida buscando un mundo mejor para ellos y sus familias; localizar a los seres queridos para comunicarles el fatal desenlace o recaudar dinero para los que querían retornar... Como decía, haciendo memoria, se me vienen a la mente algunas personas comprometidas y, por mucho esfuerzo que haga, no encuentro a otras que, quizás, no estuvieron. Una de esas personas comprometidas fue el Padre Béjar. Un sacerdote que ayudó y se sacrificó para intentar educar e integrar a los inmigrantes. Una tarea nada fácil, porque fueron muchas las críticas destructivas y los obstáculos que tenía que sortear en ese duro trabajo. Críticas por cumplir con su obligación como sacerdote; críticas por dar el calor humano a estas personas y críticas por su vocación de servicio público. Reproches por hacer misas en inglés para el colectivo de los inmigrantes; burlas por darles ropas; murmuraciones por cumplir con su obligación.
Un sacerdote, una buena persona, que se marchó de esta ciudad tan acogedora y tan dispuesta a los homenajes sin el reconocimiento que se merecía. Recuerdo los entierros de los inmigrantes en Santa Catalina, siempre las mismas personas, el Padre Béjar, las Monjas, el Padre Curro, Carmen Echarri, Quino, algún inmigrante y los tres o cuatro trabajadores de siempre. Todos dispuestos a despedir a un hombre o mujer sin nombre y en esa última despedida, el propósito de identificarlo para informar a sus familias. Faltaban muchas personas que por su responsabilidad tenían la obligación de dar el último adiós a los muchos con lápidas sin nombre. La Iglesia de África era el lugar de encuentro, donde buscaban refugio y protección los inmigrantes que lograban entrar en Ceuta. Era el Templo donde tomaban el primer respiro después del paso; donde eran informados de lo más elemental; era el lugar donde se atendía con valores cristianos a los más necesitados, en definitiva, cumplía con su vocación como sacerdote y cristiano. Sin embargo, a pesar de cumplir con creces su obligación, era vilipendiado cobardemente por muchos de los que tenían la obligación de enaltecer su labor cristiana y su trabajo desinteresado. La Ciudad fomentó la Fundación Premio Convivencia que reconoce “a personas o instituciones de cualquier país cuya labor haya contribuido, de forma relevante y ejemplar, a mejorar las relaciones humanas fomentando los valores de justicia, fraternidad, paz, libertad, acceso a la cultura e igualdad entre los hombres”. Han sido muchas las personas premiadas por sobresalir en estos valores y seguro que todos se merecían la distinción.
Pues como venía diciendo, el Padre Béjar “ha contribuido, de forma relevante y ejemplar, a mejorar las relaciones humanas fomentando los valores de justicia, fraternidad, paz, libertad, acceso a la cultura e igualdad entre los hombres”. Además de ello ha engrandecido el nombre de nuestra ciudad, porque cuando muchos daban la espalda a los más desfavorecidos, el Padre Béjar daba la cara, se sacrificaba y cumplía con su compromiso como religioso y ser humano. A pesar de todo, Ceuta sigue sin reconocer su extraordinario trabajo, su esfuerzo y sin resarcir el alto precio que pagó. Dicen que “Nadie es Profeta en su Tierra” y mucho menos, en esta fiel, marinera y acogedora Perla del Mediterráneo.
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