Opinión

El otoño en Extremadura

Acabo de regresar de Extremadura; porque al menos dos veces al año, no puedo faltar de mi querida tierra un mes cada vez que voy en la primavera y en el otoño. En la primavera, porque los campos extremeños estallan de luz y de colores, y el paisaje aparece todo vestido con sus mejores galas verdes, presentando una panorámica de contrastes encantadores que hacen impresionante su belleza, con días suaves y espléndidos, disfrutando de un clima maravilloso. Ese color verde, salpicado de las distintas tonalidades del color de las flores, se hace todavía más omnipresente por la exuberante frondosidad de los densos encinares que hay en los alrededores de mi pueblo, Mirandilla, rodeado de encinas y extensos olivares que se desparraman recostados sobre la ladera de su preciosa sierra, divisándose al fondo, presentando lindos paisajes y una estampa de verde-oliva que, junto al ambiente puro y limpio que allí se respira, alejado del mundanal ruido y de la polución a atmosférica, hacen que allí se tenga un encuentro pleno con la naturaleza y que se relajen los cinco sentidos. Y en el otoño, necesito igualmente volver a Extremadura porque por esas fechas el clima tiene bastante parecido al de la primavera, normalmente suave, sin frío ni calor, con un ambiente y unos paisajes deliciosos que presentan una tonalidad de variados matices cromáticos en los campos extremeños, cubriéndolos de una luz rojiza y amarillenta mágica y con diferentes contrastes. Parecería a primera vista que el otoño presenta un cambio empobrecedor, un tránsito hacia los tristes colores oscuros y grises del invierno. Pero, aunque irremediablemente tenga que darse ese resultado al final del ciclo  otoñal hacia la estación invernal, lo cierto es que no es necesario el vigor de la radiante luz primaveral para disfrutar de los distintos colores otoñales. La disminución de luz y temperatura en el otoño se convierte en una manifestación sutil e insospechada de nuevos matices como los que se pueden contemplar en los campos extremeños en esta época, con variados y variados colores, que permiten percibir detalles escondidos de su medio ambiente, gracias a una luz ambiental bastante más tenue que la del tórrido verano. Aunque para algunos el cambio producido con la llegada del otoño pueda pasar inadvertido y sin darle mayor importancia, los que desde niños amamos la naturaleza y sentimos una irresistible atracción hacia el mundo natural, notamos que, si bien en la época otoñal se ve disminuida la luz ambiental, sus colores ocres y amarillentos nos hacen recordar con nostalgia el medio natural en el que nacimos y vivimos nuestra infancia y adolescencia, trayéndonos gratos recuerdos y vivas sensaciones que nos impresionan y nos trasladan a aquellos años jóvenes de los que ya sólo nos queda el añorado recuerdo de nuestra lejana niñez. Y es que, la tierra que nos vio nacer, el solar querido donde la apacible virtud meció de niños nuestra cuna, esa es una de las cosas que más se graban de forma indeleble y para siempre en nuestro recuerdo; son también los vínculos más fuertes y que mayores sentimientos despiertan a las personas, junto con el del cariño de la propia familia, que suele ser el más puro y verdadero. Y no cabe duda de que por algo el poeta Gabriel y Galán, cantó así a la tierra extremeña: “Busca en Extremadura soledades/ serenas melancolías/ profundas tranquilidades/ perennes monotonías/ y castizas realidades”. Los que de verdad tenemos espíritu extremeño, amamos nuestra propia tierra en lo más hondo de nuestro ser, porque fue la primera que nos dio cobijo, la que nos acogió, en la que dimos nuestros primeros pasos, la que desde niños nos fue dando configuración y arraigo a través del entorno, de la familia, de los amigos de la infancia y de las demás personas que nos han rodeado en esa corta edad que va desde los 8 a los 15 años en la que tanto se graban la gente y las cosas. Así fue como nos nacieron las primeras sensaciones, como seguimos las costumbres y las tradiciones de nuestros antepasados, el apego al lugar, la forma de ser, de sentir y de pensar, y también nuestro hondo extremeñismo. Por eso, el gran poeta amante de su tierra andaluza y de la naturaleza, Antonio Machado, nos dijo: “No hay persona bien nacida que no ame a su pueblo”. Y, en Mirandilla, mi pueblo, en esta época y andando entre cerros, llanuras, valles, cañadas, eriales, regatos y posíos, me recreo y regocijo con sólo contemplar el medio natural, el verde de la hierba cuando nace la otoñada que brota con las primeras lluvias y también las sementeras que en este tiempo eclosionan y se está allí en presencia de la frondosa vegetación entre la que se disfruta del ambiente benigno y sano, en medio de la tranquilidad, quietud y paz que se vive en la soledad del campo y de sus profundos silencios, que sólo se rompen con el armonioso canto de las aves y los pajarillos revoleteando por el cielo y entre la arboleda; como cuando en esta época se puede disfrutar de la típica estampa de la llegada de las grullas a las dehesas extremeñas, que es uno de los espectáculos más fascinantes del otoño. Desde principios de noviembre van llegando las primeras bandadas cruzando los cielos y volando alto con su típica formación en flecha o de número 1, con sus sonoros graznidos que se oyen en la distancia. Unas 70.000 grullas eligen Extremadura para pasar el invierno, y se pueden ver prácticamente en todas las comarcas; a veces cuando se posan se ven en sus danzas nupciales de saltos y aleteo en el aire y sus típicos “gru-grús”. Quien tenga la suerte de verlas, es un maravilloso espectáculo. Acuden por estas fechas a alimentarse por los encinares de su comida preferida: las nutritivas bellotas de las encinas, que en este tiempo se encuentran ya en avanzado estado de maduración. La encina es desde la más remota antigüedad el árbol simbólico más emblemático que representa la naturaleza y el medio ambiente extremeño. Ya sus antiguos pobladores íberos, lusitanos, vetones y celtas, de cuya mezcla procede el arquetipo étnico, antropológico y sociocultural de los actuales extremeños, en aquella época tan precaria en alimentos la población sobrevivía gracias al alto valor nutritivo de las bellotas, que las degustaban asadas en los rescoldos de las lumbres (hogueras), con su característico sabor exquisito. Figura documentado de tiempos en que Mérida fue la capital de la antigua Lusitania, como ahora lo sigue siendo de Extremadura, que con el poder nutriente de las bellotas se alimentaron el héroe Viriato y un puñado de sus huestes extremeñas, que así fue como pudieron vencer en principio al ejército imperial romano, habiendo sido de los pocos guerreros en toda Iberia que con su tenaz resistencia y sorprendentes victorias fueron capaces de vencer a generales romanos tan prestigiosos como Marcelo, Numio, Atilio, Galba, Vetilio, Plautio, Unimano y Serviliano Cepión, dejando a salvo la dignidad de Hispania, hasta que el indómito capitán extremeño fuera muerto por sus tres lugartenientes de Urxo (Osuna) que le traicionaron: Audas, Ditalco y Minuros, pero que cuando luego fueron a cobrar el precio de su traición los romanos le dijeron: “Roma no premia a traidores”. Ahí está también para acreditarlo la inigualable calidad, afamada en todo el mundo, que tienen los exquisitos jamones extremeños ibéricos, criados con bellotas, los llamados de “pata negra”. Por cierto, ¿por qué otras regiones limítrofes tienen que hacer una competencia desleal a Extremadura yendo allí a comprar la materia prima para luego curarlos en otros lugares que después comercializan con sus propias denominaciones de origen?. Ese es un problema sobre el que los gobernantes de Extremadura de todos los colores deberían ser más incisivos para defender los productos que son puramente extremeños. Qué tierno y rico estaba el exquisito cochinillo lechal ibérico que este año me regalaron de una dehesa próxima a Mirandilla. Lo degustamos en casa de mi hermana Manola que lo guisó, y asistimos al ágape tres de los cuatro hermanos con nuestros respectivos cónyuges, en una de las tres viviendas que hace casi cien años construyeron juntas mis abuelos maternos, que luego fue sagrado recinto familiar de mis padres y donde nos criamos los cuatro hermanos, al calor familiar del inolvidable cariño de nuestros seres queridos. Por eso, cada vez que vuelvo a esa vivienda, me afloran numerosos recuerdos de mi infancia, hondas emociones y profundos sentimientos. En eso, me ocurre como al ilustre extremeño Donoso Cortés en su Don Benito natal, cuando dijo: “Me debo y me entrego a la tierra; entre los míos hago pasar y repasar aquí como sombras queridas los días de mi infancia, y así me vuelvo niño para ser feliz”. Y qué gratificante es poder contemplar por los campos extremeños su flora y su fauna. Todavía en muchos pueblos se sienten aquellas viejas sensaciones vividas de niño, de despertarse por las mañanas oyendo cantar al gallo su quiquiriquí anunciador de la madrugada, o al alba a los gorriones cuando revoleteando por los tejados alegremente pían; o viendo pacer el ganado por el campo y las dehesas, oyéndose el mugido de las vacas, el balido de las ovejas, el sonar de sus cencerros, el relinche de los caballos y el ladrido de los perros. Todo eso, son brotes de vida que salen de la propia tierra extremeña, que a mí tanto me recuerdan mi época infantil. Por eso cuando vengo disfruto y me recreo paseando por los campos entre Mirandilla y El Carrascalejo, porque la naturaleza parece haberse combinado para dotar a Extremadura de tan singular belleza, en medio de la tranquilidad, quietud y paz que se vive en la soledad del campo, sus profundos silencios y sus largas monotonías. Y luego está la acogedora y hospitalaria gente de mi pueblo, tan sencilla, tan campechana, siempre con la mano tendida y el gesto generoso en señal de sincera amistad y sana convivencia. Y, como siempre, es ya preceptiva la correspondiente comida cuasi familiar que desde hace años tenemos instituida y que solemos celebrar para degustar amistosamente los exquisitos productos de la tierra, bien regados con el buen vino extremeño, que por algo el poeta de Ceuta, Luis López Anglada, en su soneto “La Bodega”, rimó: “Bajé contigo, amor, a la bodega/ y me acerqué al tonel que allí dormía/ por ver si era verdad que en él crecía/ la flor del vino, diminuta y ciega/ Y para poder ver lo que trasiega/ el vino al corazón pensé que unía/ para jugar tu boca con la mía/ porque el amor no sabe/ a lo que juega/ Uniendo así en tus labios vino y mieles/ le demos a la flor de los toneles/ como vaso tu labio femenino/ Y todos fue tan dulce y abundante/ que nunca la bodega vio otro amante/ ebrio de tanto amor y tanto vino”. Esta vez, asistimos Ángel Valadés Gómez con su esposa Manuela, gran comunicador de los medios de Extremadura, tanto en prensa como radio y televisión, ya jubilado. Tiene una prodigiosa memoria, y cada vez que nos vemos me refiere detalles de las numerosas veces que de joven vino a Ceuta a radiar partidos en el campo Alfonso Murube, cuando los equipos extremeños estuvieron en la misma categoría y grupo que el equipo ceutí; aunque alguna vez también le tocara armarse de paciencia y tener que esperar en el Puerto que los barcos reanudaran la travesía cuando arreciaban los temporales de levante; pero siempre recuerda con cariño a Ceuta. También asistieron Miguel Donoso Valiente y su mujer Paquita; él, oficial del Ejército del Aire, tres veces consecutivas campeón del mundo en la marca de 100 kms campo a través. En su día fue recibido por el rey, y está condecorado con la Medalla al Mérito Deportivo. Mi hermana Manola con mi cuñado Avelino, jubilado del Banco de España. Y mi mujer Mª Dolores y yo. Los seis disfrutamos de un día muy agradable.    

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