Categorías: Opinión

El obispillo

No suelo frecuentar las iglesias. Entro en ellas cuando veo sus portalones de par en par, algo que no sucede a menudo. Lo contrario de las mezquitas. Claro que en estas a los infieles (que somos todos los demás), también nos frenan el derecho de admisión. Las religiones lo prohíben todo. Y como cada vez son más sectas, mucho peor. Oscuras e intransigentes.

Hasta he dejado de acudir a las misas de difuntos. Siempre imagino que las preces funerarias son por mi y me entra un temblor que no acaba hasta que estoy fuera. La muerte, lo confieso, me aterra. Y la ceremonia del pésame, me irrita. Ver esa hilera dirigiéndose hasta los dolientes para, al final, echarse encima de ellos, como en una melé, en un besuqueo que jamás termina... Mi amiga Inma, de Sevilla, lo padeció hace poco: -Fue agobiante... no terminaba nunca.... me asfixiaban; hasta me abrieron el seguro de la pulsera que me regaló Eduardo... Al final, tenía la sensación de que me habían hecho un lifting con  babas de caracol.
En mi familia dicen que yo padezco de un anticlericalismo adobado de purpurina. Todo boato. Yo no quería ser cura, ni monaguillos. Volaba más alto (de ahí lo de púrpura): obispo y después, cardenal. Así podría llevar una larguísima capa, roja, con la que solíamos ver a Pacelli, todo un príncipe, que más tarde sería Pío XII, a quien le colocaron el sambenito de filonazi.. Y para recochineo, no pierden oportunidad de recordarme qué fue de aquel niño (el niño era yo, cuando tenía siete años), que se durmió con un paquete de fideos en una de las banquetas de la Iglesia de los Remedios. Cuentan que estaba plácidamente, como para entrar en el limbo (una barriada que ya no existe).
El banco era de esos que Muñoz de Arenillas, el párroco,  no tardó mucho en hacerlos astillas y enviárselos a los confiteros para calentar hornos. Con ellos, también, ardieron  aquellos confesionarios donde el cura nos acurrucaba, nos abrazaba como un pulpo (“su carita con la mía”, según la copla) hasta que nos perdíamos en su larga sotana, algo mugrienta, con aromas a alones de arcángel. Y con los bancos y los confesionarios, tomaron el mismo camino las capillas neogóticas, de las que no quedaron ni una sola moldura para el recuerdo. Los santos que las ocupaban todos subieron al cielo. Y allí están.
Y es que respondía a una idea  equivocada que los párrocos tenían de modernizar los templos. Darse de frente, con curitas con una mínima cultura artística, era de milagro. Por lo general, a los seminarios iba gente para que les introdujera cucharones de lentejas, garbanzos, etc. Y de postre, una teología de andar por casa. Fueron los años del hambre y en las iglesias, por ignorancia, se llegaron a atrocidades irreversibles; peores que las quemas de conventos. Como en una iglesia gaditana cuyo  coadjutor mandó descolgar todo un apostolado de la escuela de Zurbarán, para intoxicar de barniz barato las figuras evangélicas y repintar los fondos de los lienzos con azul cerúleo, de la casa Titanlux. El azul cerúleo es uno de los preferidos del modisto Prada, el que calzó a Benedicto XVI.
Hoy, como estaba abierta, entré en los Remedios. Se nota que gente joven en ideas y en conocimientos estéticos, quieren darle otra imagen a una iglesia que se había hecho tenebrosa y anodina. No son sólo espléndidos cicerones, sino sacristanes que se empecinan en que  feligreses o no, conozcan lo que allí se expone. Claro, que a esa renovación del templo ha participado de la cofradía que habita, Buena Muerte y Mayor Dolor, ya que en sus proyectos están el que hermandad y templo vuelvan a alcanzar el esplendor que nunca debió desaparecer. Lástima que a los capillitas les pierda un exceso de celo y, fuera, se interpreta como riña de patio.
Estos días han coincidido con las fiestas de la que es titular y da nombre a la iglesia. La han bajado de su camarín, haciéndola más cercana. Y la han rodeado de una escenografía impresionante, como de altar hindú. La belleza estaba en las ricas vestiduras de sus iconos (bien lejanos de aquel vestuario que parecía confeccionado con telas de forro de abrigo), en la candelería de plata, o en esa ornamentación de flores y frutas con formas piramidales, que no podía pasar desapercibidos. Todo se reunía no para entrar y salir, sino para volver a sentarte en un banco y ensimismarte. En lo que se contemplaba había un indiscutible buen gusto.
Coincidió que las campanas, mudas en años, empezaron el repiqueteo, coincidiendo con el canto del imán, algo lejano de la mezquita de la calle Sevilla. Maribel Cintas hubiera sintetizado el momento con : “Esto es mágico”. A mi me pareció que estábamos en cualquier punto del planeta donde distintos dioses comparten el mismo olimpo.

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