Opinión

El mercado del silencio

Dicen que los árboles y los pájaros se sienten como almas hermanadas, que se buscan y se desean para representar el más bello acto que la naturaleza expresara desde la frontera del tiempo... Se necesitan para unos fundirse en el canto y en las alas abiertas de los pájaros; y, otros para sentir el refugio de las hojas y las ramas de los árboles...

Hace tiempo leímos un cuento sufí que, a fuer de ser sincero, no recuerdo su autor, ni tampoco el libro donde tuve la fortuna de encontrarlo y recibir su sabía enseñanza. Sin embargo, si recuerdo bien su relato que se situaba en una de aquellas calles tortuosas y exultantes de Bagdad, donde los comerciantes se arremolinaban alrededor de los productos más diversos, a saber: alfombras, telas, pájaros, babuchas, chilabas, flores, verduras, especies, perfumes, orfebrería, platos de cerámicas, perlas nacaradas para collares, afeites y tintes, diademas caladas en plata y velos bordados en hilos de oro, jarrones y cántaras, cestería, bolsos y cinturones labrados, alfombras -incluso voladoras-, lámparas, cojines y tapices bordados en fantasía, y un sin fin de productos al cual más exótico, para inducirles con sus gestos y sus estridentes voces -a los aturdidos y posibles compradores- a que eligieran aquello que con tanta insistencia y vehemencia les mostraban...

Y, si aquella algarabía era constante y diaria, aún lo era más, la continua pelea que mantenían dos hermanos: Abdelaziz, y Amed, por ser los primeros en exponer sus productos de telas y sedas traídas de la lejana China... Si uno mostraba una tela azul con dibujos de estampados de exóticas flores y aves; el otro llamaba la atención con telas amarillas donde se dibujaban estampas de delicados bosques mágicos que se precipitaban al mar...Y, no se cansaban de arremeter el uno contra el otro, a la vista de los indecisos clientes que, aunque miraran y remiraban les costaba elegir, pues los hermanos siempre tenían en el último momento, una última oferta que mejorar.

Y, llego la discordia a tal punto entre ellos, que los comerciantes de la calle elaboraron un plan para que aprendieran a comportarse sin tener que vociferar e insultarse cada vez que exponían su género... De tal modo, que uno de aquellos días que comenzaban a insultarse y a gritar de manera tan desaforada como nunca lo habían hecho antes, algunos mercaderes, entraron en sus tiendas por la puerta de atrás que daba a otra callejuela, y vaciaron todas sus mercancías, y la llevaron a la plaza del palacio del Caíd y allí, formando una gran montaña, la dejaron.

Cuando hartos de pelear, entraron en sus tiendas para reponer nuevas telas, se encontraron con la sorpresa, que sus tiendas habían sido desvalijadas y se hallaban completamente vacías de género. Quedaron tan sorprendidos que sólo sabían saltar, correr de un lado para otro y tropezar con todo transeúnte que pasara por allí, y tirarse de los pelos que a fe que no se dejaron ninguno, entre la risa y la burla de mercaderes y quincalleros...

Si aquella algarabía era constante y diaria, aún lo era más la continua pelea que mantenían dos hermanos

Un arriero que pasaba por allí con su reata de mulos, al ver a los dos hermanos tan abatidos y maldiciendo su suerte, les apuntó que en la plaza del Caíd, unos ladrones habían amontando telas de las más rica variedad y había salido huyendo. Y, añadió, no a poco más de una hora no quedarán tan ricas telas esparcidas por las baldosas de la plaza, porque se han congregado muchos míseros y mendigos tomando estas telas como si hubieran caído del cielo... Se apresuraron los hermanos a correr hacia la plaza del Caíd que más bien parecieran galgos que personas; sin embargo por mucho que corrieron más corrieron los menesterosos en tomar tan valiosas telas, que a fe, nunca sus manos habían tenido la oportunidad de tocarlas...

Volvieron los hermanos a sus tiendas cariacontecidos y sin mediar palabra alguna con los otros mercaderes. Regresaron con las manos vacías y cubriéndose la cara llenos de vergüenza, pues intuían que el porteo de sus magníficas existencias -envidia de todo el mercado- a la plaza del Caíd, no había sido producto de la casualidad; sino una estrategia confabulada contra el abuso constante de sus formas y maneras de exponer sus productos, como si fueran los únicos que alcanzaran el valor y la credibilidad de poder ser comerciados...

Los hermanos cerraron las tiendas, y la paz se allegó de nuevo entre los mercaderes y compradores, a tal punto que hasta podía oírse la voz del almuecín desde el alminar llamando a la oración... Al punto, viajaron a oriente a adquirir otras mercancías que de nuevo exponer en sus mostradores... Pasado un tiempo regresaron Abdelaziz y Amed, y abrieron de nuevo sus tiendas con toda la mercancía adquirida en sus viajes. Parecían serios, adustos, extraños, como si les molestara cualquier zumbido de abejorro, canto de pájaro, grito de algún vendedor, o discusión en algún regateo de cualquier compra que se entablara cerca de sus tiendas...

Pasaron los días, las semanas y los meses, y sus actitudes no cambiaban... Y así fueron pasando los años, y aquella callejuela antes llena de voces estridentes, de griteríos y de violentos ademanes por alcanzar la mejor venta, como si de una lucha grotesca y sin cuartel se tratara, pasó a mejor vida; ya nunca más los clientes y tratantes se vieron violentados en sus compras por tiempo sin término... No deja nunca la vida en sus múltiples acciones y vicisitudes de sorprendernos hasta incluso lo paradójico; pues aquel mercado antes tan lleno de peleas y griterío, ahora tras el cambio producido, le llaman: “El Mercado del Silencio”...

Y, de esta manera, quizás, algo mejor narrado, leímos el cuento de sufí, del que no recuerdo su nombre ni el libro donde lo dejó escrito; no obstante, la tristeza de no saberlo, no nos hace olvidar el grato beneficio de su enseñanza; porque es claro, que quiso atender y apuntarnos lo vano de las conductas irresponsables que no van más allá de sus espurios intereses, sin tener en consideración a los clientes que van gratuitamente a adquirir sus mercancías...

Tenga a bien el lector de aplicar este cuento sufí, a todo aquella acción personal o colectiva de comunidades, que en vez de aunar y concatenar buenas acciones, resalte la división y la controversia; que sin añadir nada al entendimiento y la buena voluntad de una persona en cuestión o de las distintas comunidades, por el contrario, dejan un reguero de malentendidos que hace imposible una buena convivencia que nos acerque un poco a la felicidad, que aunque a sorbos, todos necesitamos una gotas...

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