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¿El Medinaceli testigo de la abominación de la desolación?

La imagen del Medinaceli es como una parcela del cielo en la Tierra, destinado a representar a aquel que fue enviado por el Padre para la redención de nuestros pecados. Sin embargo, su talla, probablemente la más emblemática de nuestra Semana Santa, y junto a nuestra patrona, la más venerada por el pueblo caballa, no está pasando por sus mejores momentos. Es impensable e inimaginable que su improvisado y desvalido altar catedralicio, sea utilizado para otro fin que no sea el de rendir homenaje de amor, adoración, alabanza y gloria a Dios. Pero como dice el refrán: “Cada altar tiene su cruz”. Y al nuestro, no le ha faltado ni la “cruz”, ni los clavos, ni el calvario. Así es, porque, lo inimaginable, lo impredecible, o impensable, sucede. A veces, la realidad puede llegar a ser rebasada por la ficción. Nuestra triste realidad ha sido superada por lo que la imaginación de cualquier cristiano no puede concebir. Por desgracia, su sórdido altar mediocre y lampiño, ha sido testigo mudo de una “profanación”, de unos bailes punkis realizados por un grupo teatral ajeno a la Iglesia. En la danza practicada por los jóvenes en el centro de la catedral, no se invocaba directamente al príncipe de las tinieblas, pero sí representaba la eterna lucha entre el bien y el mal. En definitiva, más cerca de un ritual pagano, que una ofrenda al Padre eterno. Parece que alguien ha olvidado que, en los templos católicos, solo los seises tienen licencia eclesiástica para bailar delante de Dios. Pienso que no se trata simplemente de una transgresión a lugares litúrgicos por los impíos, sino de algo más grave, pues podría ser interpretada como la “abominación de la desolación” de la que habla el profeta Daniel (11, 31).
Si los distintos altares catedralicios, incluido el altar eucarístico, son sagradas parcelas del cielo eterno, en donde solo se debe rendir adoración y alabanza a Dios trino, entonces estas danzas punkis podrían ser considerados como un intento, como un desafiante reto, aquí en la tierra, de las fuerzas del infierno, de colocar al ángel caído en el lugar sagrado de Dios. Si en el cielo y en el altar eucarístico, sólo se adora a él, fingir el rezo de rodillas, próximos al santísimo, en los bancos de la catedral, como aparece en el polémico video, son acciones que pueden estar más cerca de las invocaciones al demonio que del clásico ritual cristiano de alabaza a la grandeza de Dios. En definitiva, si tanto el Medinaceli, como el altar eucarístico han sido mudos testigos de estas pantomimas, lo realizado por este grupo teatral con sus vestiduras góticas en la catedral con la licencia y el beneplácito del deán, el padre José Manuel González, se asemeja a lo que hizo el Lucifer en los cielos: pretender desplazar a Dios de su trono, y ocupar su lugar en el empíreo, y esto es la parábola de la “abominación de la desolación”.
Cuando el demonio cometió el pecado de la soberbia, dijo al mismo tiempo la primera mentira: “Yo soy como Dios”. Pero el Arcángel San Miguel replicó, con voz tronante: “¿Quién como Dios? ¡Nadie es como Dios!”, iniciando la eterna batalla del bien contra el mal, que en los cielos finalizó con la expulsión de los ángeles rebeldes. ¿Es eso lo que han representado los jóvenes “recomendados” gracias a la “influencia” de un amigo de “confianza” del deán en la catedral? Parece que, esos mismos ángeles que antes perdieron el cielo, son los que ahora continúan su lucha contra Dios en la tierra. Y con la misma insolencia y soberbia con la que quisieron desplazar a Dios de los cielos, provocan en la tierra el escándalo. Del mismo modo, en Ceuta, quien abre la gran puerta de San Daniel de la catedral a los punkis, quien abre las puertas del cielo a los impíos, quien desplaza al Cristo de Medinaceli de la dignidad del altar que se merece en la capilla de su casa de hermandad, y lo coloca sobre un punitivo y vulnerable tablero, puede ser interpretado en el mismo contexto y sentido que el maligno. Pues sólo el que se cree como Dios, se atreve a elegir dónde debe estar la imagen de “Dios”. “Y si me haces un altar de piedra, no lo construirás de piedras labradas; porque si alzas tu cincel sobre él, lo profanarás. Y no subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra sobre él” (EXODO 20:26). Como decía el papa Francisco: “Para todos nosotros tiene vigencia el consejo que Jesús da a los que dan escándalos: la piedra de molino y el mar.” (Mt 18,6).
Que tengan cuidado quienes decidan, sin contar con el pueblo de Dios, dónde se pone su imagen, representado por la talla del Medinaceli. Que tengan cuidado quienes eligen y preparan el lugar para el altar en su casa, pues la voluntad de Dios también se expresa a través de su pueblo, y quienes no lo escuchan con sus oídos taponados por la soberbia, corren el riesgo de cometer el mismo error de Lucifer. “El que tenga oídos, que oiga” (Mt 13. 1-9). “Por tanto, cuando veáis la ABOMINACION DE LA DESOLACION, de que se habló por medio del profeta Daniel, colocada en el lugar santo, entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; el que lea que entienda» (Mt 24:15).
¿Y qué podemos hacer los “mortales” ante esta “profanación”? ¿Podríamos reparar el desagravio con misas, oraciones y rosarios? Poco plausible, pues no podemos olvidar que ese “sacrilegio”, esta escandalosa ofensa contra Dios, ha sido permitida y facilitada por la posible la negligencia o torpeza del deán catedralicio. Entonces, actuemos también como San Miguel Arcángel. Tomemos entre todos medidas activas para que no se vuelvan a repetir estos lamentables sucesos de trascendencia nacional. Como decía Francisco en su homilía: “Hemos de hacer todo lo que sea posible para asegurar que tales pecados no vuelva a ocurrir en la Iglesia”. Hagamos un nuevo traslado del Señor de Ceuta desde la Catedral a la capilla de su casa de hermandad. Defendamos lo que es nuestro, el Cristo de Medinaceli, portemos con nuestros hombros al Señor de Ceuta en el mejor de sus traslados. Que sea el pueblo caballa quien lleve en las andas procesionales de su corazón a su Cristo a un solemne altar, el que sin duda le espera en su casa de hermandad. Acudamos todos los caballas al más grande de los traslados, participemos todos en ese socorrido rescate que libere para siempre al Medicinaceli del pozo ciego de la soberbia iconoclasta. Luchemos como los ángeles celestiales por nuestro Señor, representación de la devoción popular del hijo de Dios hecho carne, que fue también hombre, y habitó con entre nosotros.
Dice el refrán: “El que fue monaguillo y después abad, sabe lo que hacen los mozos tras el altar”. Dicho popular que, adaptado a nuestro triste contexto, sería: “El que fue canónigo y después deán, ahora sabe lo que hacen los punkis en la catedral”. Con el beneplácito y la complicidad del padre José Manuel González, deán de la catedral, en estos actos juveniles, parece que llueve sobre mojado. Hace hace varios años, este sacerdote, director espiritual de la cofradía del Medinaceli, se negaba al proyecto de un simple Viacrucis infantil que la junta de gobierno pretendía realizar desde la casa de hermandad con una inocente figura reducida de un Cristo cautivo similar a su titular. El acto estaba especialmente diseñado para los menores de su cofradía, con la libre participación de todos niños de Ceuta. Se trataba tan solo, de una sencilla forma de implicar a la juventud en el camino de Dios. La idea nunca llegó a buen puerto. En el único argumento esgrimido por el padre José Manuel en su tajante negativa, hacía referencia a una supuesta “solidaridad” con la política emprendida por el padre Cristóbal Flor, que también abortó anteriormente una idea similar sugerida por un joven de su feligresía, que pretendía realizar un Viacrucis juvenil por los aledaños de la parroquia del valle. Parece que el deán se ha contagiado del virus iconoclasta “portado” por padre Cristóbal en su irreductible “exarcado” del valle, con su injustificable desprecio público a otras imágenes, y su reiterado desdeño a algunos “santos” que no son de su devoción. Lo ocurrido ahora en la Catedral podría ser interpretado como un “efecto colateral”, como otro síntoma más de esta “epidemia iconoclasta” que parece que está prendiendo con alta virulencia en el clero de nuestra ciudad. “Enfermedad” que ya fue visible con la ausencia de altares en las calles, así como, la falta de acompañamiento de imágenes procesionales en la reciente comitiva del Corpus Christi, que sin pena ni gloria, “brilló” en nuestra ciudad por su discreción y recato. Una pena.
Francisco nos ha enseñado con su ejemplo que perdonar es la auténtica virtud de los cristianos valientes. Solamente aquel que es bastante fuerte para pedir perdón por los pecados de los demás conoce el verdadero amor de Dios. Así es, el papa Francisco, en su reciente homilía del 7 de julio, pedía humildemente público perdón por los innombrables y recientes pecados de algunos representantes de la Iglesia. Delitos que hasta ahora, ninguna autoridad eclesiástica había reconocido públicamente. Sin embargo, en la diócesis de Ceuta, nadie sigue el valiente modelo del papa, nadie pide perdón por nada. Aquí parece que el clero nunca se equivoca, nunca peca, y por tanto no necesita pedir perdón. Parece que algunos representantes de la curia de Ceuta han olvidado esa angustiosa tesitura de Pedro soportando con vergüenza la mirada de Jesús a la salida del Sanedrín, después de esa sesión de terrible interrogatorio. Luego el apóstol lloró amargamente por su error al oír el canto del gallo tres veces. Aquí, por mucho que cante el gallo, nadie oye, ni escucha nada. Parece que esta “sordera” podría ser otro síntoma más de la letalidad espiritual del virus de la iconoclasia. En Ceuta, algunos no oyen ni el canto del gallo, ni los graznidos de las pavanas. Y lo que es por, no lloran por nada ni por nadie. ¿Quién pide disculpas por la insultante tardanza de las obras de San Francisco? ¿Y por el menoscabo episcopal hacia la Mesa Permanente del Consejo de Hermandades? ¿Y por el desaire con el que se trata la imagen del Señor de Ceuta? ¿Y por los bailes punkis en la catedral? Es cierto que el deán, el padre José Manuel, reconoció públicamente su error, menos mal. Pero la palabra “perdón” no salió por su boca, o al menos yo no la oí. ¿Por qué? Siempre es pronto para reconocer nuestro error, pero nunca es tarde para pedir perdón por él. Pero, en nuestra diócesis, a falta de perdón solo nos queda esperar el olvido. ¿Es esa la estrategia? ¿No? Parece que aquí, a diferencia de Pedro, nadie siente vergüenza propia por los errores que comente, o ajena por los que comenten sus subordinados. Pero cuando los que mandan no sienten o pierden la vergüenza propia o ajena, los que obedecen pueden llegar a perder el respeto.
¿Es ese el mensaje de humildad de su santidad? ¿Es eso lo que nos está enseñando con su ejemplo el “papa del perdón”? Creo que no. Entonces, ¿nosotros de quienes somos realmente hijos? ¿De un “dios menor” expulsado del cielo por una envidia solo superada por su infinita soberbia? Francisco decía: “Nosotros pedimos que nos mire, que nos dejemos mirar, que lloremos, y que nos dé la gracia de la vergüenza para que como Pedro, cuarenta días después podamos responderle: “Vos sabéis que te amamos” y escuchar su voz “Volveré por tu camino y apacienta a mis ovejas” y añado “y no permitas que ningún lobo se meta en el rebaño”. ¿Con estos errores pretenden nuestros pastores apacentar a sus ovejas? ¿Tenemos lobos con piel de cordero infiltrados en nuestro rebaño? Parece que sí, eso al menos se desprende de las palabras del papa. Este sepulcral silencio eclesiástico en nuestra diócesis ante estos “desastres” solo puede ser interpretado en el contexto del evangelio de Juan (8, 1-11), pues solo aquel “pastor” que esté libre de pecado, está preparado para tirar la primera piedra al “lobo” que se acerque al rebaño. ¿Se ha tirado alguna piedra al lobo? ¿Estoy siendo demasiado irónico? Pues a ver quien oye el ladrido del perro cuando se acerca el lobo de turno al rebaño, a ver quién es el valiente que se atreve tira la primera piedra, la más importante, la piedra del perdón…
Es cierto que Jesús nos enseñó a perdonar a los que nos ofenden, aunque él nunca ofendió a los demás. Por tanto, si aprendemos a no ofender, no será necesario el ejercicio del perdón que a algunos parece le cuesta tanto “sacrificio”. Pero que nadie se rasgue las vestiduras, que tengan tolerancia los cristianos molestos, escandalizados u ofendidos ante este acumulo de abstrusos “despropósitos” episcopales, pues la lucha por la verdad sigue siendo una larga paciencia. Podéis tener la completa seguridad que la verdad revelada por Dios, jamás anidará en los soberbios, en los intransigentes, en los envidiosos, en los ignorantes, en los cobardes, en los cómplices, en los hipócritas, en los serviles, y menos aún en los “necios”, estrechos de mente, pobres de espíritu, y de corazón yerto.

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