Ceuta atraviesa por una situación muy delicada. Su futuro está muy seriamente comprometido. Porque todos los vectores que definen su contexto político han actuado en dirección contraria a los intereses de Ceuta. Hemos perdido todas las batallas.
A las dificultades objetivas (incuestionables) hemos añadido una extrema debilidad de nuestra condición de sujeto político devenida en absoluta impotencia. Hemos desertado. Me parece especialmente importante insistir en esta cuestión. Porque sólo tomando conciencia de lo que somos podremos cambiar un rumbo que se adivina fatídico. Y esto no será posible sin un proceso de reflexión colectiva, desde la más cruda sinceridad, que defina un nuevo proyecto de Ciudad del que todos, sin excepción, podamos sentirnos partícipes. Hoy no existe. La clave para averiguar si una persona se siente identificada, o no, con una idea es evaluar lo que está dispuesto a arriesgar por ella. Basta que hagamos un sencillo ejercicio íntimo consistente en responderse a una pregunta: ¿qué estaría yo dispuesto a sacrificar personalmente por el bien de Ceuta? A grandes rasgos, la Ceuta de hoy es una entidad política indefinida, relegada a una posición de deliberada ambigüedad impuesta por el anexionismo dosificado de Marruecos; sostenida artificialmente por fondos públicos y contrabando consentido; reconvertida en un “presidio del siglo veintiuno” para contener la inmigración; inquietantemente señalada como foco de terrorismo; socialmente fragmentada por una desigualdad atroz; y culturalmente dividida en una insostenible asimetría. La mera descripción de los hechos explica con rotundidad la magnitud de los retos a los que nos enfrentamos. Tener alguna posibilidad de éxito (aunque fuera remota) nos exige un esfuerzo de entrega y generosidad para el que, desgraciadamente, no estamos preparados. Porque aquí topamos con otros de los gravísimos problemas que nos acucian. Un problema que comenzó siendo colateral, pero que se está convirtiendo en nuclear. Es la hegemonía del mamarracho. Es un fenómeno creciente que amenaza con rematar definitivamente a esta Ciudad. El mamarracho es un estereotipo social que ha existido siempre. Son personas incultas que se muestran orgullosas de su propia ignorancia. Carecen de capacidad para comprender la realidad, y de herramientas intelectuales para interpretar los fenómenos sociales. Convierten la estupidez en categoría. Sientan cátedra desde los razonamientos más peregrinos. Suelen adornar su estulticia con un título obtenido en la “universidad de la calle”. Su signo distintivo más característico es un egoísmo exacerbado que les impide ver más allá de su propio ombligo. Para el mamarracho no existen principios ni escrúpulos, su universo es él mismo. En una sociedad sana el mamarracho (inevitable) es un espécimen residual que no goza de predicamento social alguno. Sin embargo, en Ceuta los mamarrachos son legión y disfrutan de un gran prestigio. Se han apoderado de la vida pública, instalados en un estado de regocijo permanente que sólo puede invitar a la depresión. Ajenos por completo a la realidad, incapaces de medir el alcance de sus actos, despreocupados por los daños que puedan infligir al conjunto de la sociedad, y guiados únicamente por instintos primarios (impropios de seres civilizados), deambulan por la vida pública empujándonos hacia el abismo con una alegría sólo asible por los idiotas. Poco se puede esperar de una Ciudad que se ha entregado a la tiranía de los mamarrachos.
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