Cada mañana me asomo al mundo con la ilusión del hombre nuevo, pero despacio, veo las sombras y los caminos que nunca se debieron pisar. El lloro. En el interior, el corazón se va endureciendo, y las manos encallecidas forjan los sillares de la incómoda realidad. ¿Hacia dónde dirigir mis conocimientos si apenas hay tiempo para recordar, para encontrar las letras de la respuesta final?
Cada día, mi alma se debate entre la nada y la sincera eternidad, mientras un soplo de aire abandona mi cuerpo para fundirse con el espacio, que espera paciente, sin otra señal.
Sobre la piel, la ingravidez de las lágrimas dibuja surcos en el rostro, que son como ríos investidos de poder celestial. Día tras día; edad tras edad.
Nuestro pueblo nos hace gemelos. En la cercanía, los países viejos, aquellos que supieron gobernar, parecen que se quitan de en medio, vaya a ser que la gente, a medio merendar, llene las calles de tristeza y de justicia visceral.
Es opinión del que vino del apocalipsis mental que se siembren los mimbres del futuro, sin otro objeto que la verdad. Allí acudirán los desertores, y crecerán los prohombres del mañana, del coche oficial. Sólo hay una línea que nunca se ha de pasar: la verdad consentida es la única verdad.
Por otro lado, gastamos demasiadas fuerzas en mantenernos en pie, de tal forma que olvidamos caminar. Una orgía de hombres enlutados dictamina si nuestros políticos fueron justos al obrar. Mucho me temo que en España el juicio de los tiempos tendrá que esperar.
Si salimos de ésta, y perseveramos en nuestra cultura, nuestra fortaleza será inmortal. La clase humilde será la medida. No es poco: vivir de forma humilde es el objeto de la historia universal. En la humildad uno encuentra sentido al mundo, se equilibran las constantes de la observación mental, el desahogo te hace proclive al gozo, y el juicio muestra tantos matices como la luz después de la tempestad.
¿Qué es lo que hace un pueblo nada más nacer? Otra cosa es la cultura, la madurez.