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El llanto de la cajera

El fascismo de nuevo cuño se siente pletórico. La grave y profunda crisis, de origen económico, se ha extendido a modo de metástasis sobre el concepto de vida occidental amenazando todos los principios sobre los que descansaba. El acervo ético está resultando especialmente dañado. Porque su proceso de regeneración será extremadamente lento y mucho más complicado que la recuperación económica o la refundación política. En este contexto, el fascismo ha logrado reformularse en una versión más moderna y aseada. Bajo una apariencia de normalidad democrática, el destructivo ideario emerge vigoroso desde las catacumbas de la historia. Se exhibe prudente y correcto en sus manifestaciones públicas para no evocar el espanto de épocas pasadas; pero no ha perdido un ápice de la crueldad intrínseca que siempre lo ha distinguido. La consideración de las personas más vulnerables como mercancía defectuosa perfectamente prescindible, vuelve convertirse en eje conceptual de la sociedad que propugnan los nuevos ideólogos del exterminio de pobres y marginados. A lomos de políticas económicas genuinamente de derechas, que presentan como axiomas, están inoculando el virus de la insolidaridad, disgregando la sociedad y reclutando militantes para su inconfesable causa. Sus próceres y más activos instigadores viven escondidos en las siglas del PP, en el que imponen progresivamente su doctrina. Es la manera más hábil de encontrar cobijo y esquivar el rechazo social que aún perdura en la memoria colectiva.   
Con el viento peligrosamente a favor, los profetas del nuevo fascismo, despliegan por todos los medios de comunicación una frenética actividad propagandística. Como un notable paradigma, podemos destacar por su exceso y por la prodigalidad de recursos empleados, el linchamiento de los jornales andaluces que se llevaron sin pagar nueve carros de alimentos básicos de un supermercado. Incluso han llegado a las páginas de opinión de este diario. Evidentemente, se trata de un acto simbólico destinado a atizar la conciencia de la opinión y de las instituciones sobre el preocupante grado de necesidad extrema que se empieza a instalar en sectores, cada vez más amplios, de la sociedad española. Algo muy similar, aunque en menor escala, a la protesta protagonizada en nuestra Ciudad por trabajadores desesperados, subiendo a las grúas de obras públicas que no generan empleo local. En un sistema democrático todo el mundo comprende perfectamente el valor de los actos simbólicos. De hecho, casi todo el mundo, ha formado parte, o se ha identificado, de alguno de ellos. No es preciso poner ejemplos. Aunque podemos recordar cuando la corporación municipal de nuestra Ciudad (incluidos los concejales del PP) irrumpimos en el parlamento portando una pancarta reclamando un Estatuto de Autonomía (aún siendo conscientes de que aquellos estaba prohibido por ley). Sin embargo en esta ocasión se han lanzado como auténticos posesos a descalificar a los responsables de esta movilización, intentando convertirla en una acción de “cobardes delincuentes”. La trascendencia penal del episodio correspondería evaluarla a la víctima (que se sepa, la empresa afectada no ha denunciado el robo). El énfasis aplicado en esta campaña no se debe al hecho en sí (uno más de estas características), que por otra parte fue saludable, necesario y socialmente útil; sino al temor de que este tipo de acciones, en una coyuntura marcada por el desaliento, pueda activar voluntades y organizarlas para luchar contra la dictadura de la economía neoliberal. En realidad lo que temen, como siempre, es la rebelión de los necesitados. No pueden tolerar que prenda la chispa. Porque sus planes quedarían definitivamente arruinados. Por ello tienen que cortar el problema de raíz y se afanan en desprestigiar a los más avezados combatientes. A veces con la complicidad involuntaria de quienes confunden educación con servilismo. Acusar al sexagenario alcalde de Marinaleda (treinta y tres años en el cargo) de buscar notoriedad en los medios es tan ridículo que sólo puede provocar risa.
Pero de cuanto han dicho en su desesperado intento por abortar la pacífica revuelta insinuada, lo más repugnante es cómo se han pertrechado tras el llanto de una cajera del supermercado. Son indecentes. Indignos. Fingir compasión  por las lágrimas de una trabajadora, para utilizarlo como argumento buscando una contradicción inexistente, es de una mezquindad intelectual infinita. Estos depredadores de la humanidad deberían saber cuantas cajeras lloran todos los días como consecuencia de las políticas injustas que ellos jalean. Lloran cajeras despedidas impunemente gracias a sus leyes. Lloran cajeras que no pueden mantener a sus familias porque cobran miserables sueldos mientras son explotadas hasta la extenuación. Lloran cajeras porque lo fueron y ahora están en el paro. Pero esas lágrimas, que se derraman cada día en todos los rincones de nuestro país, carecen de valor para estos mercenarios del capitalismo de corazón ennegrecido. Porque son el tributo necesario que se cobran los mercados para que ellos mantengan intactos sus privilegios.

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