Opinión

El juramento o promesa de los separatistas

ASorprende que los dirigentes separatistas catalanes, tras el escarmiento que la Justicia les ha dado teniéndoles en prisión provisional y procesados a pesar de que se creían impunes, aun continúen mostrándose arrogantes y altivos, provocando, retando, desafiando, amenazando, chantajeando y torpedeando al Estado, sus instituciones y riéndose descaradamente de los demás españoles no secesionistas. Y lo hacen con terca y contumaz desobediencia a la Constitución que votaron con el 92,39 % de “síes” en Cataluña; con absoluto desprecio a las leyes y desacato a los Tribunales de Justicia, poniendo a los propios catalanes en tan gravísimo riesgo que su deuda está calificada de bono “basura” y 2.500 empresas huidas. ¿Tan poco discurren para no darse cuenta que la han llevado a la bancarrota, teniendo España que rescatarla?. ¿Ese es el patriotismo que dicen sentir hacia la idolatrada “nación” que presumen de ser?. ¿Se puede así gobernar el estado en que sueñan?.

Sin embargo, hasta ahora, ningún tribunal, institución o autoridad ha sido capaz de pararles en sus delirios y ensoñaciones independentistas radicales, extremistas, fanáticas y xenófobas, a pesar de ser Cataluña una de las pocas regiones españolas que jamás fue soberana, ni nación, ni reino. Nunca pasó de ser un mero condado dependiente del antiguo reino de Aragón. De ahí que desde hace cientos de años vengan arrastrando ese complejo de inferioridad que luego les lleva a querer crecerse buscando un papel más preponderante que las regiones que en la Reconquista fueron reinos. Y llevar eso hasta el extremo golpista que pretenden, sólo lo permite España, pero ningún otro país.

Torras tiene la maniática obsesión de querer reponer como presidente al mayor prófugo político de España, Puigdemont, para que gobierne desde el extranjero; que Trapero vuelva a mandar los Mossos como ya le ha ofrecido; aprobar de nuevo las leyes de “desconexión” que les tumbó el Tribunal Constitucional; restituir las llamadas “embajadas” ilegales que les cerraron; exige al Gobierno la liberación de presos, ignorando que esa competencia es exclusiva y excluyente del Tribunal Supremo; más estando casi todos encausados por malversación, la primera medida que adopta tras la retirada del 155 es seguir malversando dando a la TV-3 catalana 20 millones para que continúe emitiendo propaganda independentista que pagaremos todos los españoles; y exige diálogo urgente y “sin condiciones”, pero él antepone como irrenunciables la autodeterminación y la república ya declarada.

“Torras tiene la maniática obsesión de querer reponer como presidente a Puigdemont”

¿Todo eso es diálogo, o un monólogo sobre las ilegales concesiones que exige?. ¡Ojo!, que lo peor que se haría sería premiar a los golpistas, porque seguro que volverían a dar otro golpe de estado para romper España “aprovechando la debilidad del Estado”, según Elsa Artadi. Son prepotentes, totalitarios, sectarios, supremacistas y perfectos especialistas en mentir, desobedecer y burlar toda clase de normas sin someterse al Estado de derecho; cuando a los demás españoles y honestos catalanes no separatistas se nos exige el cumplimiento riguroso de todas las leyes.. ¿Por qué a los separatistas no?.

Pero hoy quiero centrarme en otra desafiante provocación del sinfín de ellas que llevamos soportándoles: El juramento o promesa de los presidentes de la Generalidad, los más llamados a cumplir y hacer cumplir las leyes. Artur Mas en 2012 prometió el cargo, contestando: “Sí, prometo, con fidelidad a la voluntad del pueblo de Catalunya y a sus representantes en el Parlament”. Puigdemont en 2016: “Prometo fidelidad al pueblo de Cataluña representado por el Parlament”. Su testaferro Torras en 2018: “Prometo cumplir lealmente con las obligaciones del cargo de president de la Generalitat, en fidelidad a la voluntad del pueblo de Cataluña, representado en el Parlament”. Los tres omitieron deliberadamente la preceptiva fórmula de prometer fidelidad al rey y acatamiento de la Constitución, sin la presencia de la bandera española, pese a exigir la Ley 39/1981 su preeminente colocación; haciéndolo en abierta rebeldía hacia España y sus instituciones.

El juramento o promesa de los dignatarios y altos cargos de un país no es caprichoso, sino una práctica antiquísima en casi todo el mundo que goza de honda raigambre histórica y jurídica. En el Derecho romano ya existía y también en el Derecho canónico a efectos procesales. En la cultura musulmana, siguiendo el aforismo del Profeta, se dice: “Al demandante la prueba, y al demandado el juramento”. En otros ordenamientos jurídicos esa ceremonia es tan solemne y relevante como que Barak Obama cometió en 2009 un leve error involuntario al jurar como presidente de los EEUU, e inmediatamente el Tribunal Supremo USA le obligó a jurar de nuevo; lo que evidencia la relevancia que el juramento tiene.

En España, tenemos las primeras referencias del juramento a través del Romance de la Jura de Santa Gadea de Burgos que el año 1072 El Cid Campeador obligó a jurar al rey Alfonso VI de León en la iglesia de Santa Gadea de Burgos para probar que no había participado en el asesinato en Zamora de su propio hermano el rey Sancho II de Castilla. Jurídicamente, el juramento sirve en juicio para robustecer la apariencia de verdad. En el caso de los testigos, juran para dar mayor solidez al compromiso de decir la verdad y reforzar la prueba de intencionalidad o dolo en caso de falso testimonio. Para los nuevos altos cargos públicos su valor consiste en enfatizar el compromiso de seriedad y rigor inherente al alto cargo, porque jurando se obligan públicamente a cumplir fidelidad y respeto al Estado, a la Constitución y al pueblo.

Nuestra legislación satisface la prestación del juramento o la promesa con un lacónico y sincopado, “Sí, prometo” o “Sí, juro”, sin necesidad de invocar las extensas locuciones añadidas, como: “Juro por Dios e por los Santos e por aquellas palabras que son escritas en los Evangelios…”. (Leyes XXV y XXVI de Las Partidas, Partida III). El legado de esta fórmula quedó plasmado en la Constitución de Cádiz de 1812, que en su artículo173 exigía al rey prestar juramento ante las Cortes de forma ya desfasada desde que se proclamó la libertad religiosa: “Juro por Dios y por los santos evangelios que defenderé y conservaré la religión católica, apostólica, romana, sin permitir otra alguna en el reino”. En cambio, la Constitución republicana de 1931 disponía que el Presidente de la República “prometerá ante las Cortes, solemnemente reunidas, fidelidad a la República y a la Constitución”.

La normativa vigente se recoge en el artículo 108. 6 de Ley la Orgánica 5/1985, del Régimen Electoral, que establece: “6. En el momento de tomar posesión y para adquirir la plena condición de sus cargos, los candidatos electos deben jurar o prometer acatamiento a la Constitución, así como cumplimentar los demás requisitos previstos en las Leyes o reglamentos respectivos”. Y la fórmula la encontramos regulada en el Real Decreto 707/1979, en su artículo 1, según el cual la forma debe ser: «¿Jura o promete por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo de (...) con lealtad al Rey, guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?.

De otra parte, están el artículo 20.1.3º del Reglamento del Congreso de Diputados: “1. El diputado proclamado electo adquirirá la condición plena de diputado por el cumplimiento conjunto de los siguientes requisitos: “(…) 3º. Prestar, en la primera sesión del Pleno a que asista, la promesa o juramento de acatar la Constitución”. Igualmente, el artículo11.1.b) del Reglamento del Senado, dispone: “Los Senadores deberán prestar juramento o promesa de acatamiento a la Constitución”. Su artículo 21.b) establece el requisito “para la adquisición plena de senador prestar la promesa o juramento de acatar la Constitución. “…3. A tales efectos, se leerá la fórmula siguiente: “¿Juráis o prometéis acatar la Constitución?”. Los senadores (…) ante la Presidencia para hacer la declaración, contestando:”sí, juro” o “sí, prometo”. Y el artículo 12.1: “Para la perfección de su condición, los senadores electos y los designados por las Comunidades Autónomas deberán cumplir los dos requisitos siguientes:”…b) Prestar el juramento o promesa de acatamiento (…). 2. Hasta tanto no hayan perfeccionado su condición, los senadores electos y los designados por las Comunidades Autónomas no devengarán derechos económicos ni podrán participar en el ejercicio de las funciones constitucionales de la Cámara”.

La doctrina del Tribunal Constitucional, se ha ocupado de esta cuestión aunque sin entrar directamente sobre el fondo del asunto sino de forma colateral. La STC 119/1990, declara que en resoluciones anteriores (SSTC 101/1983, 122/1983 y 8/1985) había quedado despejada cualquier duda sobre la licitud constitucional de la exigencia de juramento o promesa de acatamiento de la Constitución como requisito para poder acceder a los cargos y funciones públicos, e incluso sobre la suficiencia de los Reglamentos parlamentarios para imponerla. En este caso, se resolvía el recurso de amparo presentado contra el acuerdo del Presidente del Congreso de los Diputados que declaraba la no adquisición por los recurrentes - diputados de Herri Batasuna - de la condición plena de diputado por no utilizar la fórmula reglamentaria, sino la forma añadida: “Prometo, por imperativo legal”; denegándose a los actores la adquisición de la condición plena de diputado por estimar inválida la fórmula utilizada de promesa de acatamiento a la Constitución, aunque luego el TC se la restituyó en base a que todo lo que la ley dispone lo hace por “imperativo legal”.

Y la STC 74/1991, que también falló en favor de cuatro senadores electos contra la decisión del Presidente del Senado de no validar la forma empleada en el juramento o promesa por el mismo motivo que en el caso anterior, no obstante, se ratifica en el sentido de la anterior declarando la ineludible obligación de los altos cargos de prestar juramento o promesa de lealtad al rey y acatamiento de la Constitución, por tratarse de un acto legítimo impuesto legalmente y con fuerza de obligar a todos los españoles por igual.

Vemos así la importancia que tienen el juramento o promesa de los altos dirigentes políticos, aunque a los separatista tanto asco les dé jurar fidelidad al rey y respeto la Constitución. Fíjense si será relevante, que el nuevo Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, sólo días antes de serlo declaró en Antena 3 su propósito de presentar una iniciativa legislativa para regular la toma de posesión de los altos cargos públicos, para que sea obligatorio “acatar la Constitución y respetar al Jefe del Estado y la Monarquía”.

“Vamos a presentar – dijo - una proposición de ley para regular los nombramientos de altos cargos y cargos electos, para que se proteja la lealtad constitucional en los actos de posesión”, y que “al tomar posesión del cargo hay que acatar la Constitución”; añadiendo que consideraba que los independentistas continúan con este y otros actos provocando “un pulso a la Constitución española, y el Estado tiene que pertrecharse mejor ante tal desafío, con una regulación más precisa”. Y en parecidos términos se pronunció la después la recién nombrada Ministra de Defensa, Margarita Robles.

Es por ello, que ahora que ambas personalidades están ya revestidas de la mayor autoridad política, me permito modestamente sugerirles que redoblen sus empeños y esfuerzos en hacer jurar o prometer a los altos cargos separatistas de Cataluña “con lealtad al rey y acatamiento de la Constitución”. Seguro que millones de españoles lo verían muy plausible. Además, ni siquiera esa ley reguladora que pretenden impulsar haría falta aprobarla, sino sólo exigir que se cumpla, habida cuenta que desde 1985 ya figura promulgada y sigue vigente con rango superior de Ley Orgánica, como antes he expuesto. Y es que, España yo creo que es uno de los países donde más se legisla. Lo que ocurre es que luego las leyes que a los separatistas no les interesan, las incumplen sistemáticamente, incluso haciendo mofa y riéndose a carcajadas de los españoles que sí las cumplimos, pero que si así no fuera se nos obligaría. Y las leyes deben aplicarse por igual a todos, como manda el artículo 14 constitucional: “por igual, y sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

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