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El jurador popular

Antes de entrar en la cuestión de esta semana, aprovecho estos primeros renglones para apuntar la existencia de un “lapsus calami” enmarcado entre las palabras del primer párrafo del artículo “De ciertas acusaciones y sus respectivas pruebas”, publicado la semana pasada. Donde se escribió “la televisión pública de esta ciudad”, debía reflejarse, como es obvio y evidente, Ceuta Televisión, el canal que emitió la entrevista para regocijo de algunos e irritación de otros tantos. Por ende, la reseña corresponde a la mentada cadena, así como el mérito o demérito que pudiera existir, y no a la televisión pública referenciada erróneamente.
El jurado popular se reivindica como una pieza ineludible y fundamental de perfecta adaptación en las legislaciones democráticas, e incluso es erigido como representación exponencial del poder del pueblo en sí mismo, entendiéndose este poder como la esencia de la democracia. No obstante, las características del sistema del jurado popular advierten más vicios que virtudes, sobre todo por las pasiones fuera de toda sazón jurídica que mueven a un pueblo sumido en un denso desconocimiento del conjunto de las leyes. El mismo conjunto que, junto a sus respectivos vacíos legales, decantan los casos de un lado o de otro dentro de los tribunales de justicia.
Tan solo la mera idea de que un grupo de personas pueda encaminar el destino de cualquier acusado sin atender a la legislación debería enraizar una profunda indignación en las sociedades democráticas, ya que si por democracia ha de entenderse que el pueblo debe disponer de un poder absoluto sobre todas las estructuras del país, se debería obrar en consecuencia y celebrar referéndums a cada paso, con cada movimiento, por nimio que fuera. Pero la realidad es bien distinta. El pueblo tiene muchos y amplios poderes, siendo el más importante de todos el sufragio universal y lo que ello acarrea; sin embargo, el resto de estos poderes están limitados con el fin de que no se produzcan situaciones que puedan conducir a desmanes generalizados que, a su vez, desemboquen en una concatenación de acontecimientos desastrosos, propensos a arrastrar a la sociedad hacia un futuro incierto. Bien es cierto que, sea dicho de paso, no sabría especificar si este futuro sería más incierto que el que ofrece el actual panorama político. Con ello quiero decir que dentro del perímetro de la justicia la fuerza popular debe ser considerada de la misma manera que en la vida social, si bien merece el indudable respeto y los derechos oportunos, no le corresponde una complicada y directa implicación con respecto a un tema para el que no está preparado ni académica ni mentalmente. No es consecuente que se le conceda al pueblo la toga por un día acompañada de una libertad casi total para dictar sentencia, cuando es conocido de antemano que en el momento de forjar su veredicto aquel se desentenderá de los conocimientos en el área jurídica que sí son obligatorios para sus miembros naturales
No niego que el jurado popular pueda tener una utilidad jurídica a considerar, principalmente la de resolver casos en los que no se pueden aportar pruebas concluyentes y en el que las argumentaciones son las únicas evidencias claras de lo ocurrido. En estas circunstancias el sistema del jurado popular sí puede ser efectivo, al no necesitar aportaciones definitivas y contar en su haber con el privilegio de evaluar la confrontación de posturas desde una perspectiva más laxa de lo que es usual en un tribunal de justicia.
Pero lo anterior no deja de ser una excepción, además de una manifiesta y peligrosa arbitrariedad, que no puede justificar la existencia de este jurado, pues la “justicia popular” es temible cuando le es debido impartir justicia y se aferra, como respuesta a su ignorancia jurídica, a lo único que puede servirle como referencia: sus emociones y sentimientos, devastadoras mazas que fracturan el sentido común. Con poca frecuencia se refleja el sentido común en su más digna pureza que prevé el sistema judicial en la figura del jurado popular en las decisiones del pueblo, menos aún cuando los medios de comunicación mediatizan un caso específico o cuando, en el propio juicio por parte de unos, de otros o de ambos, se recurre a tácticas sentimentalistas o políticamente correctas para conducir o inducir la decisión de un pueblo ignaro en cuestiones jurídicas. No puedo decir lo contrario: me cuesta encontrar justicia en una resolución que no se apoya en la legislación sino en las influenciables apetencias personales de unos cuantos.
No moramos en un estado revolucionario o despótico en el que el pueblo, con toda lógica, deba reivindicarse de esta manera para ostentar ante todos los órganos de dominación su implacable fuerza. Por suerte podemos congratularnos de convivir (o intentarlo) en una democracia sustentada en una serie de derechos y deberes que da cohesión y sentido a la justicia en cuanto esta corresponde con una férrea defensa de los derechos y un enfático subrayado de los deberes. En el instante en el que la justicia incluye a foráneos que suponen una excepción en el sistema jurídico, que además no atienden al corpus legislativo y que, más sórdido todavía, pueden resolver sin ni siquiera conocerlo, nos encontramos ante una situación incomprensible e incómoda a partes iguales, dado que la voluntad del pueblo no es justicia, es, únicamente, un deseo que responde a influencias externas muy intensas que favorecen la consolidación de unas concepciones populistas tradicionalmente arraigadas. La justicia ejercida por el pueblo, al que constantemente enardecen sus pasiones más primarias, es una tiranía de complejo control pero de sencilla influencia; es, a efectos prácticos, una justicia revolucionaria maleable por las cambiantes circunstancias externas que no debería tener cabida en un sistema democrático, donde sólo los conocedores de las leyes deberían condenar a quienes las asaltan. El frenesí y la vehemencia populares deben mantenerse en el pueblo, a cierta distancia de cualquier institución o institucionalización.

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