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El inmigrante deshonesto

Escribía Guy de Maupassant que “el día que sea posible representar en escena a un obrero deshonesto, el teatro francés habrá demostrado su mayoría de edad”. Al hilo de lo manifestado por el escritor francés, tanto así se podría decir de los inmigrantes, considerados globalmente como una casta intocable que se puede arrogar el prurito de despotricar de la sociedad de acogida pero al revés sería considerado un despropósito racista y xenófobo. El día en el que un escritor, cineasta o autor dramático no tenga miedo y sea capaz de crear un personaje que encarne a un inmigrante ‘deshonesto’ que se comporte como un delincuente y que se describan sus tropelías, entonces, y sólo entonces, habremos dado un paso de gigante –como dice Maupassant–, y habremos demostrado nuestra mayoría de edad, y –como nos recuerda el escritor Andrés Barba–  ya no estaremos representando discursos, sino personas.
Mal que nos pese, increíblemente, a estas alturas, no se ha abierto en la sociedad española un debate serio y comprometido sobre la inmigración. Hasta estos momentos son, y han sido, lamentables, penosos, todos los esfuerzos por silenciar un debate necesario sobre la inmigración al grito de ¡racista!, ¡xenófobo!, como acertadamente nos lo advierte la escritora Elvira Lindo. Aquí se han fabricado utopías sobre la inmigración, pero las utopías que se fabrican por necesidad y no por accidente son un sueño que suele acabar en pesadilla. Como, en efecto, ha sucedido. La inmigración se ha convertido en la peor pesadilla de nuestra sociedad.
Lo estamos comprobando en la campaña de las elecciones catalanes. La derecha, el partido popular, quiere ordenar la inmigración de una manera clara y racional. Una de las propuestas es repatriar a aquellos inmigrantes que al perder sus puestos de trabajo no pueden renovar sus tarjetas de residencia. Pues bien, los socialistas y sus terminales mediáticas se han lanzado al cuello de Alicia Sánchez Camacho como perros rabiosos. Han salido a relucir términos tan queridos para la izquierda como populismo simple y ramplón, xenofobia, racismo, la agitación del miedo al diferente, la desmovilización brutal de la gente  a la hora de ir a votar, política del miedo, vulneración de los derechos fundamentales de los ciudadanos y otras lindezas por el estilo. ¡Pero, bueno!
He ahí la necesidad a la que aludía más arriba de abrir un debate serio y sereno sin recurrir a los improperios a los que la izquierda nos tiene tan acostumbrados. Quizá sea necesario advertirles a los socialistas, comunistas y demás compañeros de viaje que cada vez que alguien manifiesta su opinión, acertada o no, sobre la inmigración, lo que quiere son argumentos en contra, pero no insultos, ni improperios, ni descalificaciones. Argumentos, repito, no descalificaciones.
Quien se tome a la ligera la inmigración ilegal o bien es un ingenuo o no le salpica porque se ha puesto –él y los suyos –a buen recaudo de las tropelías que causaren los inmigrantes. Quien minimice las consecuencias de esos barrios en poder de los inmigrantes en los que la población autóctona ha quedado en minoría es que no vive en esos barrios. Quien no quiera ver que esta inmigración está relacionada con una profunda alteración del sustrato étnico y de las señas de identidad de una comunidad es que actúa de mala fe. Quien no desee ver que existe una bolsa de ilegales de al menos tres cuartos de millón que no dan un palo al agua y hay que socorrerlos con dinero de nuestros impuestos es un necio de tomo y lomo. Quien no quiera ver que, por ejemplo, Cataluña con 7.250.000 habitantes, tiene un 20% de población inmigrante, y subiendo, es que es un insensato.
Esos necios, necios que se ponen, eso sí, a buen recaudo de los inmigrantes, parece que dejan de lado las dificultades de integración de colectivos como los árabo-islámicos, el peligro de la formación de guetos y los brotes de xenofobia y racismo de la sociedad autóctona que está hasta el gorro de las arbitrariedades, abusos y violencia con que se conducen no pocos inmigrantes en nuestro país. A esos ingenuos, o que actúan de mala fe, habrá que advertirles, de una puñetera vez, a ver si se enteran, de que tal vez se exija demasiado de la capacidad de acogida de la población autóctona. Más aún: una patente demostración de desmesurado optimismo es muy peligrosa.

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