Ya he escrito alguna vez que, en las antiguas civilizaciones, sobre todo en las romana y griega, los ancianos eran tenidos como uno de los patrimonios más valiosos de aquellas viejas sociedades. El anciano era generalmente reconocido y valorado como fuente de sabiduría y de respeto casi reverencial, y se le tenía una alta estima y gran consideración. Los mayores ocupaban entonces la escala más alta dentro de la sólida y amplia estructura familiar, y también eran muy estimados y tenidos en consideración en el ámbito institucional. De hecho, en casi todos los antiguos regímenes democráticos de la antigüedad existía el llamado “Consejo de ancianos”, que solía desempeñar funciones consultivas y de asesoramiento a las distintas instituciones y que luego era oído y tenido muy en cuenta por los poderes del Estado, incluso en bastantes casos teniendo carácter vinculante y decisorio su sabio consejo, que normalmente estaba basado en la amplia experiencia de la vida y en el saber popular. Los ancianos eran objeto de enorme respeto y consideración. A la hora de comer, por ejemplo, ocupaban un lugar preeminente y eran los primeros en serles servida la comida en la mesa. Recuerdo de niño que mi abuelo materno Julián Caballero, tenía un sillón que ocupaba en casa el centro de la mesa del salón,y a ninguno de sus hijos ni de la familia se le ocurría sentarse en él incluso ni siquiera cuando mi abuelo no estaba, pero no porque él así lo impusiera o lo exigiera, sino por el propio respeto que imprimía a todos el hecho de tenerle y considerarle hasta en su ausencia algo así como el patriarca familiar; y esto último ocurría no hace más de unos 60 años.
Hoy, sin embargo, la ancianidad está ya devaluada por completo. Salvo honrosas excepciones, la triste realidad que la vida actual nos ofrece es que los mayores, sobre todo los que no pueden servirse por sí mismos, en la mayoría de los casos se convierten en un estorbo para los hijos y la familia, que al no poder, o en otros muchos casos no querer atenderlos y hacerse cargo de ellos, con frecuencia terminan internándolos en residencias geriátricas o en centros de la tercera edad, en bastantes casos incluso en contra de su propia voluntad. Hay que reconocer, no obstante, que las Administraciones Públicas, ya sean la central, la autonómica o la local, vienen realizando una labor social digna de encomio con los mayores, en cuyas residencias y centros públicos de la tercera edad, en general, priman sobre todo los intereses de los ancianos. Pero luego están las residencias privadas en las que prevalece bastante más el criterio lucrativo de rentabilidad de la gestión sobre la idea más tenue de servicio eficaz y de atención adecuada a los mayores. Así, los medios de comunicación con frecuencia nos dan cuenta de demasiados casos de mayores internados en residencias geriátricas que son objeto, no ya sólo de desatención y más o menos abandono, sino también de vejaciones y trato despiadado e indigno que deja bastante que desear; aun cuando también se den casos excepcionales que son modélicos en sentido contrario, es decir, en el buen trato y en el asistimiento ejemplar, humanitario y digno, tal como en justicia merecen.
Sin embargo, lo que a los ancianos más les duele es que en numerosos casos sea la propia familia – normalmente los hijos – los más interesados en deshacerse de ellos para así no tener que preocuparse directamente de su problema; no dándonos cuenta, quizá, que detrás de los que ahora ya son ancianos vamos luego los que estamos también llamados a serlo, y quizá entonces sea cuando nos demos cuenta - aunque posiblemente sea ya tarde - de la enorme injusticia que a veces cometemos los hijos con quienes un día dieron tanto por nosotros criándonos, mimándonos, sacrificándose por nosotros, siempre pendientes de que no nos faltara nada de lo mejor, con la mayor preocupación y con sus tiernos cuidados y desvelos. Incluso, en ocasiones, algunos familiares más allegados, valiéndose de la debilidad física y también mental que muchos ancianos padecen bien por su avanzada edad, por su deterioro físico que a todos nos tiene que ir llegando, o por enfermedad psíquica, pues los hijos suelen recurrir al ingreso forzoso de sus padres en centros geriátricos públicos o privados, sacándolos de su propio entorno familiar y patrimonial, como son su vivienda que normalmente habrá sido el recinto sagrado de su vida, sus pertenencias, sus recuerdos, sus costumbres, sus amistades y todo su círculo familiar y social.
Y el internamiento en tales centros privados se suele hacer en bastantes casos sin que medie petición previa de los mayores, sino a requerimiento de los propios familiares y a veces incluso por gente extraña al mayor, llegándose a pactar entre estos últimos y el centro condiciones de un verdadero régimen de internado forzoso, con restricciones a la libertad de visitas, o a la libre disponibilidad de sus propias cuentas de ahorro, o a las comunicaciones telefónicas o postales y sin que exista control judicial alguno, tal como en los casos de incapacitación civil se requiere. Por eso, quizá interese conocer que el ingreso de ancianos en residencias, ya sean públicas o privadas, necesariamente ha de ser por propia y exclusiva voluntad de los mayores, sin que su decisión personal pueda ser sustituida por la de ningún familiar y menos de persona extraña mientras tanto que la persona internada no esté incapacitado judicialmente para decidir libremente por sí mismo.
Mas, en todos los casos en los que previamente no haya existido la declaración judicial de incapacidad, existe, por el contrario, la presunción de que el anciano afectado goza de la plena capacidad de obrar y de decidir que le otorga el ordenamiento jurídico; y, de no ser así, el internamiento que sea forzoso automáticamente se convierte en detención ilegal como delito tipificado en el artículo 163 del Código Penal, del que no sólo pueden ser declarados responsables quienes promuevan tal internamiento forzoso sino también los responsables del centro geriátrico en el que contra su voluntad haya sido internado el anciano. Además, el internamiento forzoso, exige también que la medida adoptada lo sea en aras de un interés superior, cual es la salud mental del interesado, en virtud de lo dispuesto en el artículo 211 del Código Civil. Y como quiera que el ingreso forzoso lleva aparejada la pérdida de libertad del interno, es necesario para decretarlo que el mismo padezca una deficiencia psíquica o enfermedad que le impida decidir por sí mismo, que en caso de remisión o mejora de la enfermedad deberá devolvérsele de nuevo la plena capacidad, en tanto en cuanto el mantenimiento de la incapacitación tras la mejoría suficiente experimentada lo convertiría en irregular. Es más, incluso si inicialmente se ha tratado de un internamiento querido por el propio interno en el momento en que se hallaba en plenitud de sus facultades, si luego llega a perder las facultades intelectivas y volitivas, para continuar en la residencia o centro de internamiento se hace necesaria la convalidación judicial, al transformarse entonces el internamiento que inicialmente fue voluntario en forzoso, siempre que la enfermedad sobrevenida impidiera al enfermo decidir por sí mismo. Por eso se hace necesario que en tales casos el centro donde esté internado se encuentre dotado de medios de tratamiento médico adecuados para poder aplicar al enfermo las terapias sanitarias que permitan medir y recuperar la capacidad, si ello fuera posible.
Hay que tener en cuenta que, según jurisprudencia reiterada y constante del Tribunal Supremo (SSTS de 10-02-1986 y 10-04-1987, entre otras) la incapacitación es una excepción al principio de presunción universal de la capacidad de obrar, cuyo acto jurídico produce la modificación absoluta o relativa del ser jurídico de la persona, sometiéndola a un régimen de limitación o reducción de su capacidad de obrar que afecta a su estado civil; de tal manera que, mientras no haya recaído sobre una persona una resolución judicial que haya declarado la incapacidad, su capacidad natural para obrar se tiene siempre por capacidad plena, sin restricción ni limitación algunas, aun cuando existan indicios racionales fundados de disminución psíquica que afecten a su consentimiento, de conformidad con lo establecido en el artículo 199 del Código Civil, hasta el punto de que el ingreso forzoso de un anciano, a instancia de su familiar, en un centro o residencia geriátrica, aun cuando el mismo careciera de capacidad de entendimiento y de decisión, adolecería también de irregularidad si el internamiento no hubiera sido autorizado o convalidado por la autoridad judicial competente. Y si el internamiento forzoso lo hubiera sido por prescripción médica por razones de urgencia, siempre que el mismo hubiera tenido lugar contra la voluntad del paciente, el facultativo que lo decidiera tiene la obligación de ponerlo en conocimiento del Juez en el plazo de 24 horas, con un informe en el que quede reflejado el diagnóstico y el tratamiento.
De todo lo expuesto se concluye, que no se puede ingresar a un anciano en ningún centro geriátrico o residencia para la tercera edad en contra de su voluntad, y ni siquiera pueden disponerlo los familiares más allegados, tal como en bastantes ocasiones suele ocurrir, sobre todo, en épocas vacacionales u otras fechas indicadas en las que su pleno disfrute suele estar condicionado por la presencia de mayores a cargo que no pueden valerse por sí mismos y que necesitan de las atenciones y los cuidados de otras personas. Y todo ingreso forzoso de cualquier anciano en tales centros de internamiento sólo puede decidirlo el Juez competente del lugar, previo conocimiento de la precariedad física o de la capacidad de obrar, o también mediante procedimiento promovido por el Fiscal que tuviere conocimiento de la manifiesta incapacidad, como garantes que ambos administradores de justicia son de los derechos de las personas, sobre todo de las más necesitadas, y de la protección y tutela judicial efectiva. Por favor, respetemos y cuidemos a los mayores, que bien merecido se lo tienen; más detrás de ellos vamos ya luego nosotros, y nos acordaremos.
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