Categorías: Opinión

El infierno de los inocentes

Hace unos días presenciamos una conferencia en la que se habló de un personaje reciente en la historia de Ceuta, cuyo nombre no viene al caso, del que se alabó su bondad. Nunca, según contaron, había discutido con nadie ni se le conocía enemigos. Esto me hizo pensar en la cantidad de personas que viven una vida libre de culpa: personas que trabajan regularmente en sus puestos de trabajo, mantienen a sus familias dignamente, muestran un grado razonable de bondad a aquellos que le rodean, soportando los insípidos días, y van por fin a la tumba sin haber cometido ningún activo mal contra un ser vivo. La misma insipidez de la existencia de tales personas -como la transparencia del agua del mar en pequeñas cantidades-oculta la colectiva negruna de su conducta. Su pecado consiste, como nos advirtió Lewis Mumford (La Conducta de la Vida, 1951), en la retirada de más exigentes oportunidades, en una negación de las superiores capacidades: en una pereza, una indiferencia, una complacencia, una pasividad más fatales para la vida que los más escandalosos pecados y crímenes.
El apasionado asesino puede arrepentirse: el amigo desleal puede lamentar su falta de fé y cumplir sus obligaciones de amistad: pero el  hombre “humilde y honesto”, que ha obedecido las normas y meticulosamente ha rellenado todos los formularios legales, puede regocijarse por su forma de ser, aunque ésta sea profundamente desdichada. Es en nombre de tales hombres, y por su complicidad, precisamente porque no ve ninguna necesidad de cambiar su mente o de rectificar su manera de actuar, que nuestra sociedad se desliza de la desgracia a la crisis y de la crisis a la catástrofe. No es de extrañar que Dante  enviara a estos seres inocentes -aquellos que estaban ni a favor ni en contra del bien- a los infiernos. El infierno de nuestro tiempo se debe en gran parte a sus decisiones o, más bien, a su falta de acción.
Este sentido general de irreprochable conducta ha sido cómplice, en nuestro tiempo, de nuestros más extravagantes pecados, siendo éstos, tal vez, menos los pecados de la violencia que los pecados de la inercia. Nos dejamos llevar por la parcialidad, la estrechez de miras, la rigidez, el error de cálculo y el orgullo. Y con ello, desde esta aparentemente participación involuntaria con los males, los aumentamos y corremos el riesgo de quedar atrapados en una turba homicida, similar a la que sufrió el pueblo alemán durante el nazismo. En nuestra civilización, las mismas fuerzas impersonales que presiden buena parte de nuestro destino nos implican a cada uno de nosotros, casi automáticamente, en los actos pecaminosos. Ya seamos conscientes de ello o no, los enfermos mentales son abandonados, los pobres  mueren de hambre, nuestros gobiernos fabrican armas de exterminio, el planeta se destruye para satisfacer la codicia de algunos,  y miles de similares actos del mal son realizados gracias a nuestra complicidad. Estamos involucrados en estos pecados y sólo se podrán corregir si confesamos nuestra participación y tomamos sobre nosotros, de manera personal, la carga de corregirlos.
El primer impulso de muchas personas, cuando sienten la necesidad de un cambio social y la eliminación de algunos de los males a los que nos hemos referido con anterioridad, es darse de alta en alguna asociación, adoptar a un niño de forma virtual o prestar su firma para alguna causa justa. Estas medidas están bien, pero son insuficientes. Los retos actuales requieren una auto-transformación, y no mecanismos de piadosa expiación, para acciones irrealizadas. Tampoco sirve de nada nuestra constante delegación de nuestras responsabilidades personales en las administraciones. Por el contrario, debemos reorganizar nuestras propias actividades a fin de poder dedicar una buena parte de nuestro tiempo y energía al servicio público de la comunidad.  
Tenemos que ser conscientes de que la reabsorción del gobierno por los ciudadanos de una comunidad democrática es la única salvaguardia contra las excesivas  intervenciones burocráticas que tienden a surgir en todo Estado, debido a la negligencia, la irresponsabilidad y la indiferencia de sus ciudadanos. Muchos servicios que se realizan ahora inadecuadamente, ya sea por falta presupuesto o porque están en manos de una distante burocracia, deberían ser realizados principalmente de forma voluntaria por los habitantes de una determinada comunidad local.  Esto incluye no sólo los servicios administrativos, demasiado a menudo eludidos en una democracia, como los trabajos en los consejos escolares, las asociaciones de consumidores, y cosas por el estilo; sino que también deberían incluir otros tipos de trabajos públicos, como la plantación de árboles, el cuidado de los jardines públicos y parques, incluso algunas de las funciones de la policía. A través de este trabajo, cada ciudadano no sólo llegaría a sentir como en casa en cada parte de su ciudad y su región; al mismo tiempo se haría cargo de la vida institucional de su comunidad como una persona responsable.
Desde nuestra visión, resulta contraproducente desde el punto social e inviable desde el punto de vista económico, seguir incrementando el número de funcionarios para intentar dar respuesta a unas cuestiones que necesitan otros tipos de planteamientos. Los problemas de seguridad ciudadana no se solucionan aumentando el número de policías locales, sino atajando las causas sociales y económicas que provocan la marginación y la exclusión social; el fracaso educativo no puede ser resuelto incrementando el número de docentes, más bien pasa por una profunda reforma del sistema educativo y una reeducación moral y ética; la salud de los ciudadanos no se mejorará con un incremento de médicos y centros sanitarios, sino a través de un cambio en los hábitos y costumbres, y en la mejora de la calidad ambiental de nuestro entorno; para una justicia más “justa” no necesitamos más funcionarios, sino menos burocracia.   Así podríamos seguir con el resto de los servicios que actualmente prestan las administraciones públicas, muchos de los cuales deberían ser en parte de nuevo asumidos por los propios ciudadanos, aunque corramos el riesgo de perder nuestro socorrido chivo expiatorio al que cargarle la responsabilidad de todos los males que nos suceden.
La crisis económica en la que estamos inmersos requiere replantearnos nuestras responsabilidades ciudadanas. Sin lugar a dudas necesitamos mejorar nuestro grado de implicación en los asuntos públicos mediante una amplia participación en la crítica y el ejercicio de la iniciativa democrática: se trata de una cuestión de aportar sugerencias y hacer demandas de abajo hacia arriba, y no sólo de recibir órdenes de arriba hacia abajo. Claro que para esto necesitamos no hombres “inocentes” y dóciles, su lugar lo tienen que ocupar personas dispuestas a soportar las penalidades asociadas a la disconformidad con los establecidos patrones sociales. En términos coloquiales, personas dispuestas a asomar la cabeza por encima de la tapia, aún a riesgo de recibir una pedrada.

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