Categorías: Opinión

El horizonte

Era una de esas noches de verano en las que el mar está en calma, como un plato se dice, y la luna llena se refleja sobre él dejando una amplia y larga franja de luz que se pierde en el horizonte. Los dos amigos bajaron a pescar. Uno sabía de qué iba la cosa y se había ocupado de comprar todo lo necesario y preparar los arreos. El otro apenas sabía nada de pesca. Como no tenían coche y apenas sabían para qué servía un autobús, fueron caminando hasta la playa. Ellos iban andando a todas partes, pues yendo con tiempo no había problema en andar los kilómetros que hiciera falta. Era de noche y cada uno llevaba una linterna con pilas nuevas, pero la luna llena alumbraba bastante y no tuvieron que encenderlas hasta que llegaron al espigón en cuya punta se iban a situar.
Una vez en el extremo, el que sabía pescar se ocupó de preparar las cañas, empatillar los anzuelos, ensartar las lombrices, lanzarlas y colocarlas firmemente erguidas entre las rocas de la escollera que formaban el dique del espigón. Mientras tanto, el otro abrió el bolso y sacó los bocadillos y la fruta, la bota de vino y la radio. Eran cerca de las doce y buscaba en el dial la emisora que  emitía uno de esos programas a los que la gente llama para contar cosas de su vida, esas pequeñeces y problemas que sólo interesan a quien se siente identificado con ellas. Entre llamada y llamada, el locutor ponía canciones románticas y música relajante, muy apropiada para esa hora de la noche.
Una vez lanzadas y afianzadas las cañas, se dispusieron a dar cuenta de los primeros bocadillos regados con tragos de la bota que intercambiaban de forma alternativa.
Un barco de pesca pasó muy cerca de ellos.
- "Un poco tarde ha salido éste", pensaron los dos al unísono. Algo les debía haber pasado. Sus colegas, que salieron horas antes, ya deberían estar varias millas mar adentro en el lugar elegido para faenar. Cuando éstos llegaran quizás los otros ya estarían terminando. Pero quién sabe si no pescarían estos últimos más que los primeros. En la vida no están las cosas bien repartidas y a veces no tiene más éxito el  más previsor sino quien más suerte tiene.
Lo siguieron con la vista viéndolo navegar casi por el centro justo de la franja de mar que iluminaba la luna, como si ésta los guiara al lugar donde debían pescar. Así permanecieron  un buen rato hasta que el barco se perdió en esa línea donde el mar parece unirse con el cielo.
Intercambiando esas opiniones y pensamientos se hallaban cuando la caña del que no sabía pescar sufrió una brusca sacudida y se arqueó por completo. El que sabía de pesca se abalanzó sobre ella y la cogió con ambas manos, pero el otro se puso rápidamente en pie y se la arrebató. Le dijo que él era el responsable de esa caña y que tenía el derecho y el deber de pescar ese pez. El otro no lo entendía, nunca lo había visto actuar así y por más que intentó convencerlo, no lo consiguió. Aunque no sabía pescar, le sobraban fuerzas para luchar con el animal y acabar doblegándolo, por más fuerte que fuera.
Entretanto veían luchar al pez, agitándose y retorciéndose de un lado para otro. Mientras luchaba, oía de fondo hablar a alguien en la radio, pero no entendía lo que decía. Había veces que el pez cruzaba la franja de mar iluminada por la luna y entonces podían distinguirlo con más nitidez. Debía ser un mero de unos quince kilos, que desarrollaba una fuerza tremenda y el hombre empezó a pensar que el combate no iba a ser tan fácil como creía. A duras penas conseguía dar media vuelta a la manivela del carrete y en ocasiones no tenía más remedio que  soltar sedal ante el empuje del animal. Puesto en pie sobre las rocas, sudaba con los músculos en tensión. Veía la situación complicada y le daban ganas de ceder la caña a su amigo o pedirle que le ayudara. Pero su orgullo se lo impedía, tenía que seguir solo hasta el final.
Llevaba más de veinte minutos luchando y había conseguido acercarlo hasta las rocas. Parecía que el pez se había dado por vencido, que las fuerzas lo habían abandonado y ahora se dejaba arrastrar dócilmente. Estaba ya a tres o cuatro metros de las rocas, casi a ras de agua, y veía cómo lo miraba con unos ojos fríos e incrédulos que no llegaban a comprender lo que le estaba pasando. El hombre se sabía vencedor y miró a su amigo con una sonrisa. Pero de pronto, aprovechando el exceso de confianza y el descenso en la presión de los dedos sobre la manivela, el pez hizo un último intento por escapar de la muerte. Dio un súbito y fortísimo tirón y se sumergió en la profundidad. En un segundo, el carrete dio infinidad de vueltas y soltó varios metros de sedal. El hombre, sorprendido, tardó unos segundos en reaccionar para detener la loca carrera del carrete.
Cuando se sobrepuso, ya no se veía al pez por ninguna parte. La situación se había tornado misteriosa. Allá abajo había otro mundo, diferente y extraño y un habitante de ese mundo estaba al otro extremo del hilo, luchando por no abandonarlo para ir a engrosar el mundo de los muertos. Finalmente optó por ceder la caña a su amigo, pero era demasiado tarde. Ya no había solución.
- "Se debe haber encuevado y es imposible sacarlo", le dijo.
Así que cortó el hilo y se dispuso a empatillar otro anzuelo bien cebado con lombrices. El cansancio y el disgusto por la pieza perdida le habían hecho perder el apetito al que no sabía pescar. El otro sí comía y bebía, pero ninguno de los dos hablaba. La gente seguía llamando al programa de radio, contando problemas que se repetían. La música tampoco contribuía mucho a levantar los ánimos.
Eran ya más de las dos de la madrugada y el que sabía pescar se puso en pie. Con suavidad y firmeza a la vez, cogió su caña. Vio como el carrete había dado un par de vueltas lentamente y sabía que había algo al otro extremo.
- "¿Por qué no recoges el sedal?. ¿No ves que está picando?".
- "Hay que dejarlo que coma tranquilo, que se trague bien el anzuelo".
Apenas acabó de decir esto, la caña se arqueó y el carrete soltó varios metros de sedal. Entonces el hombre echó el seguro para bloquearlo y sostuvo con fuerza la caña utilizando ambas manos. No recogía hilo sino que mantenía a su presa tensada, sin acercarla pero impidiendo que se alejara más. Tanteaba la fuerza del animal y con alegría comprobó que debía ser una pieza igual o aún mayor que la que se había escapado antes.
El otro lo observaba y percibía la diferencia entre la técnica que empleaba su amigo y cómo había intentado él sacar al pez. Parecía que no tenía prisa, que disfrutaba y se recreaba en lo que estaba haciendo. De vez en cuando se tomaba un respiro y dejaba pasar varios minutos con el seguro echado sin intentar acercarlo, manteniendo la caña tensa y aguantando el empuje del animal. Llevaba cerca de media hora maniobrando y aún no se veía la presa.  La luna iluminaba la cara del hombre y se veían correr gotas de sudor sobre ella.
El sonido fue seco y apenas audible, algo así como el "clic" que se oye cuando se enganchan dos piezas de plástico. La caña ya no estaba arqueada, se cimbreó y se quedó completamente recta.
- "Ha cortado el hilo, el muy cabrón ha cortado el hilo".
El que sabía pescar tiró la caña y se sentó abatido, sin ganas de hablar. Su compañero lo miró con cara de circunstancias e intentó animarlo.
- "No te preocupes, a mí me pasó lo mismo hace un rato".
- "Ha sido un fallo mío. Al final he querido ir demasiado deprisa. Lo llevaba muy bien hasta que quise terminar rápido y lo he estropeado todo".
Ya no les quedaban más ganas de pescar. Recogieron las cañas y los arreos y se sentaron sobre las rocas de la escollera. Se encontraban muy a gusto con la mirada fija en el horizonte. De pronto sonó algo en la radio que los hizo salir del letargo. Era una canción de Serrat que comenzaba diciendo:
"Puse rumbo al horizonte
y por nada me detuve
ansioso por llegar
donde las olas salpican las nubes".
La escucharon atentamente hasta que terminó. Después, ambos parecieron reflexionar sobre lo que habían oído. El que sabía pescar fue el primero que habló:
- "¿Sabes una cosa?. Hoy ha sido una magnífica noche de pesca".
- "¿Por qué dices eso, si no hemos pescado nada?".
- "Porque hemos aprovechado bien el tiempo. Creo que los dos hemos aprendido al menos una parte del sentido de la vida".
- "No te entiendo. ¿Qué quieres decir?".
- "¿Recuerdas el barco que salía cuando llegamos?".
- "Sí, lo recuerdo".
- "Los dos nos quedamos mirándolo hasta que traspuso por el horizonte. También hablamos sobre que salía tarde y que cuando llegara a su destino posiblemente otros barcos ya estarían terminando de faenar".
- "Sí y también dijimos que a lo mejor llegando éste el último tenía más suerte que los que llegaron primero".
- "Exacto. Esa es una de las claves".
- "No te entiendo".
- "Sí, esa es una de las claves para comprender que todo en la vida es relativo. Unos quieren llegar los primeros para obtener lo mejor y resulta que, a veces, los últimos salen mejor parados. Desde que nacemos nos obligan a prepararnos concienzudamente por medio de los estudios hasta que algunos consiguen terminar una carrera universitaria que les da un título de "parados", mientras que otros se hacen millonarios con malas artes. Pero resulta que después al millonario y al pordiosero les espera el mismo final, que los hace definitivamente iguales. Hace un rato yo mismo intenté quitarte la caña porque sé pescar mejor que tú. Pero ni yo con mi experiencia ni tú con tu desconocimiento hemos conseguido pescar nada. A pesar de que esta noche había buenas piezas por aquí.
Por último, mirábamos cómo se alejaba el barco rumbo al horizonte y nos parecía que allí estaba su destino, porque ya no lo veíamos. Esa era nuestra visión desde aquí. Pero  los que iban en el barco no podían proponerse como destino el horizonte que nosotros vemos, porque ellos ven otro distinto. Igual en la vida nos puede parecer que alguien lo tiene todo, que no le queda nada por conseguir. Pero seguro que su vida es muy distinta, que es mucho lo que aún anhela y todo eso se escapa a nuestro conocimiento. Si lo tuviera realmente todo le quedarían pocas ganas de vivir, y eso es algo que afortunadamente pocas veces abandona al ser humano, por desgraciado que sea".
Se pasaron el resto de la noche charlando y cuando se dieron cuenta estaba empezando a amanecer. Por el este empezaban a verse los primeros claros que preludiaban la inminente aparición del astro rey. Terminaron de recoger las cañas y demás arreos y guardaron en una bolsa los envoltorios de los bocadillos, las cáscaras de la fruta y alguna lata de cerveza, para tirarlo todo en un contenedor de la playa.
Cuando ya se disponían a marcharse se dieron cuenta de que volvía un barco de pesca. Era el primero que volvía y al acercarse comprobaron que era el que vieron salir la noche anterior.
- "Este barco es extraño", dijo el que no sabía pescar. "Fueron los últimos en salir y son los primeros en volver. Voy a preguntarles que tal les ha ido".
Se adelantó unos metros y se encaramó en una de las últimas rocas de las escolleras, donde rompían con poca fuerza las débiles olas producidas por la estela del barco.
- "¡Oiga!. ¿Qué tal les ha ido la noche?".
- "De maravilla. Traemos todas las cajas llenas", contestó alguien desde el barco.
Los dos amigos recogieron todas sus cosas y caminaron por el espigón en dirección a la playa. En el horizonte se veían más barcos de pesca que volvían a puerto.

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