Caminaba siempre con la mirada fija en el suelo, empujando el alma, como derribado por su maleta; de pronto, llegó a la Plaza Vieja, donde jugaba de niño
La maleta era verde oliva y, aunque estaba inundada de aire y apenas unas viejas zapatillas, tres papeles arrugados y un lápiz roído en la punta copaban el interior, parecía que fuera a tumbar de un momento a otro al hombrecillo de pelos alborotados, canosos, mugrientos que salían de un lado y otro de una gorra de los Lakers, nariz vertical y cara tostada marcada por arrugas y sufrimientos.
Torpe, tambaleante, la figurilla esmirriada, casi imperceptible si no fuera por el bolsón, ganaba terreno entre el trajín de primera hora de la mañana, moviéndose entre olores de café y nubes de tabaco. A través de megafonía, una voz meliflua anunciaba cada poco horarios de llegadas y salidas, estaciones de destino y que siempre se apagaba con el mismo retintín. El bastón de madera, chocando con estruendo por paredes y suelo, guiaba el camino del anciano pues la mirada, siempre oscura, siempre sanguinolenta, permanecía grabada hacia abajo, como en eterna penitencia.
El sonido de las monedas al caer, incesantes hormigas trepando un muro ajado, silenció el instante y las gentes levantaron la mirada del libro, despertaron del sueño apresurado, suspendieron las conversaciones. ¿Puedo? Puede. El autobús echó a rodar y paisajes dorados sucedieron a las construcciones marrones, gemelas, de la zona obrera de la ciudad; en la puerta de un pub una prostituta, con desgana, en sucia rutina, esperaba la salida de clientes y acomodado sobre el capó de un coche, un obrero apuraba el cigarrillo antes de escupir al fin.
Cuando el hombre superó el último escalón y sintió bajo los zapatos el suelo, una nube descargó con furia y el manto de agua y viento se llevó por delante la gorra de los Lakers y luega la tiró y rodó cinco, diez, quince metros hasta perderse y desaparecer. Durmió la noche, la madrugada, despertando al alba sobre la húmeda madera oscura de un banco. Anduvo hasta llegar a una plaza cuyo suelo reconoció al instante. La Plaza Vieja. De grises piedras amontonadas las unas sobre las otras, como en rebeldía, extraña mezcla que se busca, y separadas por líneas de mármol, el firmamento tenía ese encanto medieval que se reflejan en los cuentos de los hermanos Grimm. Siempre fue así, avanzó, pensando, murmurando, escupiendo entre los escasos dientes que aún se resistían a caer. El suelo en el que, de niño, corría tras un balón, hincaba la rodilla y empujaba un vólido de carrera, donde tomaba pipas y arrancaba hojas de los árboles centenarios, eran también el suelo desde el que nacían sus sueños más fantaseados: seré astronauta; nadie ganará más partidos que yo; la mujer más guapa del mundo, conmigo, a mi lado, para siempre.
Como entonces, era domingo, la plaza estaba atestada de vecinos de los pueblos aledaños y de turistas; de familias que acudían a misa ataviadas cada miembro, la abuela, los padres, el niño y la niña, con los trajes de gala. Iluminadas por chorros de luz, las densas motas de polvos blancos fluían como por el cosmo, con libertad. Los gatos callejeros dormitaban, jugaban, se lavaban, saltaban, volvían a descansar. Las palomas picoteaban maíz y, de repente, al mendigo le pareció que estaba allí, pues su olor era inconfundible, rodeándolo, embargándolo, maréndolo, y que se asemejaba a la mismísima eternidad: lo que nunca se marcha, lo que siempre es. Avanzó, como recobrando fuerzas ocultas, rejuvenecido, sanado como por un milagro, suspirando a principio con suavidad, acaso con el dulce respirar de los niños, rebuznando luego, echando humo, fuego por boca, nariz y orejas, y al fin temblando sin cesar, con estruendo, penoso de nuevo. Anduvo, frenó. Caminó y, mientras el suelo daba vueltas, delirando, un perro ladró con furia, como can custodiando el Infierno. Volvió a mirar y la vio de nuevo. No hay duda, es ella. No hay duda, es ella, repitió. La voz de un vendedor ambulante, tengo pipas, los mejores caramelos, qué palmeras de chocolate, le hizo recordar que un tiempo también a él, como ahora a los niños que tiraban de la mano del padre, le encantaban los dulces y se diría que, perdido en un banco, se reencontró con aquellos sabores. El trote de los caballos y montado sobre los mismos, hermosos purasangres, la guarda lucía blancos cascos, azules trajes marinos y sobre el corazón, una leyenda en letras góticas, blancas: Todo por la nación. Una faca serpenteaba a lomos de la pierna derecha; el cinto, en la izquierda. Soldados sin miedo por una causa. Desde el torreón medieval, también desde las escalinatas, el espectáculo parecía de circo, de teatro, de fantasía de colores: las crines al viento, el cuello alzado, las patas armoniosas dando la vuelta a la plaza. Las miradas, con alucinación, no decaían.
Recordó, y los huesudos dedos, la mano nerviosa, las uñas ennegrecidas por la misera buscaron en el ajado bolsillo del pantalón, que era ahora cuando se acercaba a lanzar monedas al estanque de la suerte, contiguo al de los cisnes, para cumplir con la vieja costumbre según la cual, la propina aseguraba en esta vida y, en la más importante, la posterior, la Divina, el amor de Dios y su abrazo eterno, pero, en lugar de un penique, se topó con una oronda pelusa, que de todas maneras lanzó al agua ante el estupor de los adultos que se separaban de él y la sorpresa de los niños.
Descendió el escalón y volvió a sentir que su madre, te queda muy bien, mamá, la falda, el sombrero, la chaqueta, la pulsera de bolas, te juro lo que digo, mamá, sonreía, congraciada, en el centro de la Plaza Vieja. La voz de su hermana estalló y no tuvo dudas de que ella también estaba allí, con ellos, con él.
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