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El himno nacional y la lección de los franceses

Los símbolos ocupan un lugar central en la historia de las naciones, porque no sólo representan los valores comunes y sirven para identificar a los Estados, sino que además permiten reconocerse los miembros del grupo, activan sus emociones y les impulsan al patriotismo. Los más importantes símbolos nacionales son: el himno y la bandera.

El himno nacional suele ser una  composición musical que tiene por objeto ensalzar los ideales de libertad y enaltecer la soberanía e independencia del país al que pertenece. Por eso los himnos y las banderas nacionales han jugado un papel importante en la historia de los pueblos, dándose la universal tendencia de asociarlos a las aspiraciones y al espíritu de un país, casi siempre revistiendo caracteres de enaltecimiento y poder de convocatoria y movilización de grupos humanos. Y es que, el himno nacional de un país, al igual que su bandera, son como un canto a la patria, algo que toca los sentimientos más nobles, la fibra más sensible y el timbre de honor de sus nacionales. En la antigua Grecia, el pueblo era convocado en las plazas públicas para oír el relato de sus rapsodas o poetas populares sobre los hechos gloriosos, las gestas y los sacrificios de sus héroes. Con el himno nacional se homenajea y rinde culto a los altos ideales de libertad, independencia y soberanía de la patria, a la vez que con él también se rinde tributo de recuerdo a la memoria de los héroes, al sacrificio realizado, a la historia común, al orgullo colectivo, a los propios valores, a los vínculos comunes que unen, al sagrado recuerdo hacia los que nos precedieron y a los sentimientos  de patriotismo a la nación a que se pertenece y a la propia tierra que se ama.
   Todos los países y sus nacionales se sienten orgullosos de su himno y de sus símbolos nacionales; no porque sea más bonita la letra de la que el himno esté compuesto, ni porque sean más armónicas y agradables las notas musicales con la que se entone al cantarlo, ni por los colores que ondean en el aire si es la bandera, sino por los altos valores nacionales que representan y el respeto que a todos debe infundirnos. De ahí que a los nacionales de cualquier país les encante oír su himno y, sobre todo, ver ondear su bandera, porque si los acordes y letra de un himno estimulan los sentimientos patrióticos, la bandera se convierte a menudo en objeto casi sagrado, encarnación de la patria en cuyo altar se sacrifican las vidas de sus hijos. Desde niño se debería aprender a respetarla, los soldados juran que morirán por defenderla. No hay mejor ejemplo de esta sacralización que el de Estados Unidos, donde los escolares recitan cada mañana el juramento de lealtad a la enseña de las barras y estrellas, que tiene su propio día festivo, no puede tocar el suelo ni ondear a oscuras y se pliega cuidadosamente tras cubrir los ataúdes de los caídos para ser entregada a sus deudos. Por eso no es extraño  que muchos Estados penalicen el maltrato a sus emblemas y en especial a su himno y bandera, como Francia, Alemania, Portugal e Italia, por poner sólo algunos ejemplos.
 Pues los bárbaros atentados que acaba de sufrir Francia, han puesto claramente de manifiesto ante todo el mundo la ferviente adhesión que los franceses sienten por su himno nacional. El hecho de que nada más surgir los ataques yihadistas los franceses reaccionaran entonando espontáneamente la Marsellesa, se convocara a todo el Parlamento, Diputados y Senadores en sesión conjunta, puestos todos en pie y cantando su himno, haciendo causa común con el Presidente de la República, el Gobierno en pleno y el pueblo, éste primero apoyándolo dentro del territorio nacional, a la salida de la sala Bataclan y en el estadio de Saint Denis donde se refugió el comando terrorista tras los atentados, y también fuera de su territorio en el partido de fútbol celebrado en Wembley con más de 80.000 asistentes puestos en pie y cantando el himno francés al grito colectivo de una sola voz, exhibiendo banderitas de Francia en las manos, ha sido la mayor lección de unidad, patriotismo, lealtad y solidaridad de todo un pueblo que demuestra estar de verdad unido a su patria frente a la adversidad, en defensa de su nación y de sus más altos valores  que desde la Revolución Francesa  tienen muy a gala conservar, como son la democracia, la igualdad, la libertad y la fraternidad. Fue algo emocionante, que a muchos nos puso el bello de punta y la carne de gallina; incluso llegando a contagiar en el partido a los ingleses, de sangre más fría, con el príncipe Guillermo, el «premier» David Cameron y el alcalde de Londres, Boris Jonhson, que acudieron a dar un claro mensaje de apoyo al pueblo francés. Tras el himno, y cuando los dos equipos posaban para los fotógrafos, todo el estadio seguía en pie, dedicando durante varios minutos a la selección francesa un sentido y clamoroso aplauso. La emoción se palpaba en el ambiente y en cada gesto; habiendo sido capaces de sobreponerse y de dar una impresionante lección de coraje y unidad, cantándolo su himno al unísono, sin complejos, sin veleidades y todos muy orgullosos de mostrarse con sus pechos inflamados.
    Tras tan magnífica lección recibida en un acto tan lleno de emotividad y respeto a unos valores, uno no tiene más remedio que sentir envidia patriótica sana de Francia y los franceses; porque en esos momentos no hay más remedio que buscar la comparación y preguntarse: ¿Y en España, qué?. ¡Ah, “España es diferente”!. Los españoles vivimos casi indiferentes, como acomplejados y encogidos cuando de estar ante nuestro himno y nuestra bandera se trata. Tememos que se nos critique, que nos llame “fachas”, a no ser que quienes los exhiban y ensalcen sean los independentistas.
Qué tiernos se ponen entonces. ¿Se acuerdan de aquel fatídico día nuestro del “11-M” en el que también la barbarie más brutal del yihadismo radical no dudó en matar sanguinariamente hasta 193 españoles, tan cobarde y vilmente asesinados en la estación de Atocha y otros lugares de Madrid, cuando de forma  inocente y pacífica iban a trabajar o a estudiar?
Vidas segadas de raíz, cuerpos mutilados hechos pedazos y rodando por el suelo, seres humanos destrozados, familias enteras rotas, niños huérfanos, imágenes dantescas. Y el sistema utilizado, lo mismo de macabro, atroz y cruel: la muerte por la muerte, morir matando, que ya hace falta tener los instintos más fieros para querer matarse a sí mismo con tal de matar a los demás. Eso, ni los animales lo hacen. Pues, ante tal atrocidad, uno cree que entre la trágica barbarie buscada de propósito y la civilización libre, no hay ningún resquicio de duda a la hora de elegir; ahí no valen medias tintas y creo por principio que hay que emitir la peor de las condenas contra los bárbaros que matan, y ponerse del lado de los compatriotas inocentes que mueren. Ahí, necesariamente hay que optar por el bien sobre el mal, por la civilización sobre la bestialidad y contra la tiranía de la violencia y la masacre.
 ¿Y cómo reaccionamos los españoles cuando el “11-M”?. Pues los políticos, como casi siempre, en guerra abierta unos contra otros, insultándose, con graves descalificaciones, con acusaciones mutuas de haber usado el juego sucio y la mentira, y siempre a base del “…y tú más”. La prensa, que tiene la obligación de ser objetiva y veraz, con mucha controversia, cada periódico dando su versión particular de los hechos en función de la tendencia de su línea editorial o su simpatía política. Las sufridas asociaciones de víctimas que se constituyeron, desunidas y cada una por su lado haciéndose reproches mutuos casi al tiempo de los propios funerales. La Policía, muy profesionalizada y eficaz, pero aquella vez no faltaron serias disensiones, controversias y discrepancias, que si Titadine, que si Goma 2 ECO, y bastantes hechos por esclarecer. Hasta la Justicia, en la que siempre hay que creer y acatar, pero que según los medios, también en la sustanciación del proceso dejó bastantes cabos sueltos. ¿Y el pueblo, qué hizo?. Pues lo que casi siempre. En lugar de ser el momento de estar todos unidos como una piña, cada uno criticando por sistema, con sus dimes y diretes, con sus reproches en muchos casos tendenciosos, queriendo en un momento arreglar todos los problemas del mundo, pero de arrimar el hombro, nada de nada. Y han pasado ya once años de aquellos tristes sucesos, y hasta hace pocos días se estaban escribiendo pintadas y frases alusivas sobre las litografías con los nombres de los fallecidos, incluso causando algunos desperfectos en el principal monumento erigidos a la memoria de los muertos. Qué pena, tener que hacer tal comparación. Decía el estadista alemán Von Bismark: “España es el país más fuerte del mundo, porque los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”.
        Y algo por el estilo sucedió en el fútbol que, siendo un deporte en el que todos deberíamos aprender a saber respetarnos, sabiendo ganar y perder – aun cuando cada uno defienda sus propios colores - pero debiéndolo hacer de forma civilizada, con deportividad y dentro de la noble y pacífica competición, sin que tengan que morir personas por ser arrojadas al río Manzanares. Cada vez se politizan más los equipos y los partidos que están llamados a ganar la copa o la liga y sus seguidores; con una absoluta falta de respeto hacia nuestro Himno y las autoridades más relevantes, con absurdas pitadas, abucheos, exhibición de símbolos independentistas, que si alguna vez se utilizan contra ellos enseguida llaman a los demás racistas, y cada uno, en fin, haciendo la guerra por su cuenta. Y el himno y la bandera de un país están para unir, pero nunca para separar. Como español, en estos casos hasta se siente vergüenza y bochorno, pese a que uno quisiera poder decir lo contrario.
  Lo he dicho ya muchas veces. Los españoles solemos ser los peores enemigos de los propios españoles. Pues si bien es verdad que cuando se nos toca la fibra más sensible, la dignidad y el amor propio, somos capaces de realizar las mayores gestas, de llevar a cabo las más grandes proezas y de acometer las más difíciles empresas, que de eso los anales de nuestra Historia están llenos, pero eso nos sale más bien a título individual, cada uno yendo por libre. Y así, se pueden ganar batallas, pero se pierden las guerras. Las contiendas, los grandes retos y las situaciones más difíciles se ganan y se superan de forma colectiva, yendo todos a una en pro de la causa común, y siendo solidarios en la lucha por la defensa de nuestros valores, de nuestra libertad y de la avanzada civilización a la que pertenecemos. Esa ha sido la preciosa lección que los franceses a todos nos han dado.

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