Categorías: Opinión

El hambre en el mundo

La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) nos dice que hoy se produce comida para doce mil millones de personas. Somos unos siete mil millones. Entonces, ¿por qué siguen las gentes muriendose de hambre?. Para el relator de la ONU, Oliver de Shutter, está claro: 'El hambre es un problema político. Es una cuestión de justicia social y de políticas de redistribución'.
Como nos explica Esther Vivas, de la Universidad Pompeu Fabra, el hambre no es una fatalidad inevitable. Es la consecuencia del control de los recursos naturales por parte de algunos, que con sus políticas han provocado la expulsión de miles de campesinos de sus tierras, disminuyendo su capacidad de autoabastecimiento. Así, mientras el Programa Mundial de Alimentos intenta dar de comer a los refugiados de Sudán, Somalia o Etiopía, los gobiernos extranjeros les compran sus tierras para producir y exportar alimentos para sus poblaciones.
En uno de mis artículos de hace unas semanas ('Democracia real para los ciudadanos'), daba a conocer la noticia del alto ejecutivo español, Daniel Maté, que había saltado a los medios por haberse situado en el número cuatro de los más ricos de España. La razón era la salida a bolsa de su empresa, Glencore, que es el mayor intermediario de materias primas del mundo. La apuesta especulativa de ésta y otras empresas que controlan las materias primas fue la causa del incremento de los precios del trigo y del maíz en las primeras fases de la sequía rusa del pasado verano. Esto fue el origen del repunte de precios de estas materias, con posterioridad a la crisis financiera internacional, que ha llevado el hambre y la ruina a millones de pobres de todo el mundo. Y uno de los detonantes de la hambruna declarada en Somalia, según el Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales de la Pompeu Fabra.
Se explica en estas investigaciones que el precio de los alimentos se determina en las Bolsas de valores. Fundamentalmente en la de Chicago y en las Bolsas de futuros de Londres, París, Ámsterdam o Fráncfort. Es decir, la mayor parte de las compras y ventas de mercancías no corresponden a intercambios comerciales reales, sino especulativos. Así, por ejemplo, se calcula que un 75% de las inversiones financieras del fondo Masters Capital Management en el sector agrícola son especulativas. De esta forma, los mismos que provocaron la crisis financiera internacional con las hipotecas basura, ahora especulan con la comida, causando el hambre en los países del Cuerno de África.
Nos decía Stiglitz la pasada semana en los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid, que las malas ideas han de ser sustituidas por las buena. Esas malas ideas que favorecían la acumulación de capital y de riqueza sin límite, son las que han conducido a la crisis. Se ha pasado de un capitalismo regulado a uno cada vez más desregulado y sin control, en el que la economía financiera se separaba cada vez más de la economía real. El problema, según Berzosa, es que, si bien la crisis supone un final de ciclo para un modelo económico sustentado en la desregulación, con trágicas consecuencias para el medio ambiente y para los recursos naturales, ello no ha llevado aparejado la crisis de las ideas dominantes, de aquellas que impusieron el fundamentalismo del mercado en todos los ámbitos de la sociedad. De ahí la dificultad para salir de la situación y la tardanza en reaccionar por parte de las instituciones responsables. Lo viejo se resiste a desaparecer, nos sigue diciendo, pues beneficia a los ricos y tiene muchos apoyos económicos y de los medios de comunicación.
Hace unos meses, el economista Jeffrey D. Sachs escribía un curioso artículo en las páginas de negocios de El País titulado 'El crecimiento en una economía budista'. Nos hablaba de la economía del reino de Bután en el Himalaya. La preocupación de sus autoridades era cómo combinar la modernización económica con sus costumbres ancestrales, la solidez cultural y el bienestar social. Su desafío económico no era el crecimiento del producto interior bruto (PIB), sino el de la felicidad nacional bruta (GNH). Para ellos, más que una lista de metas para controlar este índice, de lo que se trata  es de entender la felicidad no como un apego a los bienes y servicios, sino como el resultado de un trabajo serio de reflexión interior y de compasión hacia los demás.
Reconoce la ONU y se recoge en alguno de los lemas de movimientos como el del 15-M, o el internacional Vía Campesina, que si se quiere acabar con el hambre en el mundo, es necesario apostar por políticas agrícolas y alimentarias que coloquen a las personas y sus necesidades en el centro de sus operaciones. Lo demás es seguir con esta especie de locura colectiva, que para frenar la inmigración construye fosos en Grecia, como tan genialmente denunciaba Carmen Echarri en una de sus columnas. Como si el hambre se pudiera parar con populismos y frivolidades.

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