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El hábito sí hace al monje

Nadie de los que debaten si el burka o el niqab deben exhibirse en espacios públicos conoce  qué siente una mujer dentro. Qué siente una mujer con el cuerpo cubierto por un austero velo negro calzado hasta los pies. Con un pañuelo velando sus facciones, reduciendo a un limitado rectángulo la percepción de la realidad. Con toda probabilidad nadie de los que ahora se sienten amenazados en mayor o menor medida por este hábito se han parado sopesar que es lo que quieren, o piensan o sienten estas mujeres musulmanas para nosotros ancladas en costumbres retrógradas y religiosas, para ellas simplemente culturales.
Para empezar me gustaría que en esto de las definiciones donde el gobierno vuelve a ser indefinido por naturaleza, se diseñara un concepto claro de lo que es “espacio público”. Un parque, un colegio, la terminal de un aeropuerto, una calle principal, una calle colindante con un barrio de esos tan de moda por televisión donde las mujeres calzan a seiscientos euros el tacón o de esos otros, donde tanto queda por hacer pero que ya no ofrecen garantías de audiencia.
Espacio público, ese que compartimos todos, credo, religión, sentimiento, fachada, pelos de colores, gafas de pasta, mini falda o calzoncillo por encima de la cintura del pantalón. Espacio público por tanto de todos y por derecho, democráticamente hablando, donde la libertad es su máxima expresión.
Tengo la sensación de que esto es una manera banal de atajar el camino. Abanderar los derechos de la mujer, siempre tan indefensas ellas, en pro de su estabilidad social y emocional resulta a estas alturas bastante lamentable. Prohibir a una niña o mujer el velo, el niqab o el burka alegando hacer un bien para ellas es socialmente hipócrit
Toda una historia cultural arrastra estos pedazos de tela tan desconcertantes. Si para algunos intelectuales el burka constituye una manifestación siniestra del islam o el pañuelo en un aula un signo de inferioridad, para ellas representa  una opción, un sometimiento compartido y la mayoría de las veces una elección individual. Porque aunque algunos no lo crean, no sólo las mujeres occidentales gozan de criterio cerebral. De hecho, debajo de ese camisón negro hay una vida, por tanto una historia, que a veces calza a precio de  oro y otras sólo conoce miseria. Nada distinto a la realidad de otras mujeres.
El problema radica en la seguridad. En el desconcierto de estas sedas o nylon, y es por aquí por donde está la salida de la polémica.
Vivimos en una sociedad calamitosa, para qué lo vamos a negar, y cualquier manifestación religiosa o sensiblemente distinta es ya un atentado sin ser perpetrado. Digamos abiertamente no a un individuo ocultándose bajo un hábito, que seguramente será opcional, pero por cuestiones meramente de sentido común y nunca con la pretensión de hacer un favor a la mujer.
A mí que particularmente me costaba creer que una mujer eligiera abiertamente cubrir sus cabellos, su cuello, las facciones, con un llamativo pañuelo, recibí una lección de esas que por vivir no se olvidan. Tuve la certeza de que la chica con la que hablaba consideraba su opción como una forma libre de seguir una tradición familiar. Con puro convencimiento, por respeto a sí misma, a su religión y nunca porque nadie se lo impusiera. Ella trabajaba sin pañuelo por respeto al cliente y una vez finalizada la jornada salía de ella cubierta, sin misterios, sin trabas, sin traumas.
De todo hay en la viña del Señor y las demagogias son malas compañeras.
Los traumas de la inseguridad son otros, todavía sin resolver, porque hay un factor humano infranqueable detrás de las maquinas, pero este sería otro tema.
Los signos, los símbolos, las ideologías, se están convirtiendo en pleno siglo veintiuno en un inconveniente. Cada vez tenemos un coto más privado para expresarlos porque incomodan, porque presuponen, porque condicionan.
Es curioso que a estas alturas de la historia nadie critique ciertas tiaras regalos de aquellos tiempos del yugo. Que princesas o reinas o aspirantes, da igual, luzcan en sus cabezas brillantes regalos de un dictador y a la opinión pública, la que se ocupa de estos menesteres, no sea capaz de abrir la boca y sí cargar las tintas contra esas mujeres que ellos señalan como débiles de espíritu.
Y lo peor es que nadie está dispuesto a llamar a cada cosa por su nombre porque el valor de lo políticamente correcto está alcanzando cotas insospechadas.

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