La mole de acero que emerge desde ayer del Muelle España dominará el perfil del Puerto hasta el martes, cuando enfile de nuevo la bocana rumbo a su base de Rota. No en vano, el Juan Carlos I (L-61), de visita por segunda vez en Ceuta en su reducida trayectoria, es desde su salida de los astilleros de Navantia en El Ferrol en 2008 el mayor buque de guerra al servicio de la Armada española a lo largo del buen puñado de siglos que la contemplan. Con sus 231 metros de eslora, casi 30 metros de altura y 26.000 toneladas a plena carga, la nueva insignia de la flota nacional llegó desde La Coruña, donde participó en los actos conmemorativos del Día de las Fuerzas Armadas, y lo hizo con casi 700 efectivos a bordo, incluidos siete profesores y 104 damas y caballeros alumnos de la Escuela Naval Militar. Ceuta será, para ellos, la penúltima escala de las prácticas del Crucero de Instrucción de Guardamarinas que se han prolongado durante las últimas cuatro semanas.
Convertido en emblema de la Armada desde la jubilación en 2013 del portaaviones Príncipe de Asturias, el Juan Carlos I es ejemplo de la versatilidad y funcionalidad que se exige a las Fuerzas Armadas del presente. Esa multiplicidad de perfiles lo convierte en un eficaz buque anfibio y de transporte de aeronaves, pero con capacidad para adaptarse a operaciones de transporte estratégico y de asistencia en operaciones humanitarias. Esa combinación es fruto, en buena medida, de su enorme capacidad de carga de personal, vehículos, aeronaves y embarcaciones. Un gigante adaptado a todas las circunstancias y requerimientos que se le presenten, desde el transporte y desembarco de tropas y carros de combate en una playa hasta la atención a víctimas de conflictos gracias a sus dos quirófanos, una UCI o una sala de hospitalización con 14 camas.
Buena parte del secreto de su operatividad lo alberga la panza del buque, una enorme cavidad que aprovecha el espacio hasta el último milímetro para multiplicar el potencial de carga. Ese espacio lo ocupaban ayer varios vehículos de Infantería de Marina, pero en operaciones reales puede sumar decenas de carros de combate o contenedores. En popa, dos diques ocupados por otras tantas lanchas de hasta 30 metros de eslora capaces de transportar tropas y hasta 50.000 toneladas de peso sólo en vehículos, cargándolos gracias a un sistema de apertura de compuertas que permite la entrada de agua en el interior del buque hasta colocarlas al nivel de la cubierta, facilitando así la operación.
Ascensores capaces de elevar aeronaves, una pasarela y una red de escaleras laterales conducen hasta el piso superior, el de carga ligera, donde en momentos de máxima operatividad se agolparían decenas de vehículos menos pesados separados por escasos centímetros. Es también el lugar de revisión de las aeronaves, libres así de la lluvia o la humedad exterior.
La última altura, quizás la más espectacular, es la cubierta de vuelo, con el primario de vuelo (torre de control) como auténtica sala de supervisión encargada de controlar hasta el último movimiento en la pista de aterrizaje y despegue. Sobre ella, los seis Harrier con los que el buque ha llegado hasta Ceuta (puede transportar hasta 12) y uno de los helicópteros AB-212 que también completan su dotación aérea. Y en proa, el que quizás sea su diseño más característico: el ski-jump, la plataforma de despegue de las aeronaves que con sus 11 grados de inclinación, similar a los del desaparecido Príncipe de Asturias, juega un papel fundamental al colaborar en la elevación de los aparatos. Ese impulso adicional permite que los Harrier puedan despegar con más carga de munición o combustible.
El buque, con una altura similar a un bloque de doce pisos, es también un laberinto de pasillos y escaleras que puede alojar en sus entrañas hasta a 1.435 efectivos y que ya sabe lo que es tocar las costas de Portugal, Francia y Turquía. Hasta el martes, su silueta menguará todo lo que navegue a su alrededor.