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El General SILVESTRE y la sombra del RAISUNI

De todos los Imperios que en el mundo han sido, el español por su duración (desde finales del s. XV, con su época de oro y su prolongada decadencia, y la experiencia africana hasta mediados del XX) y por su amplitud (México, el actual suroeste de Estados Unidos, el Caribe, Centro América y la mayor parte de Suramérica; Filipinas, las Marianas, que incluían Guam y las Carolinas, que incluían Palaos; Sidi Ifni, el Sahara occidental, Guinea española o Fernando Poo y el Protectorado del Norte de Marruecos) ha sido uno de los más grandes. Con toda su grandeza y su longevidad, aunque mantuvo una actividad fecunda en crónicas y en monografías geográficas, no ha sido pródigo en cuanto a las novelas surgidas del impulso expansivo de los Imperios. Esta afirmación, predicada de todos esos años y territorios, es válida también respecto de la novela colonial hispano-marroquí.
En su libro Historia de la novela colonial hispanoafricana (Madrid, 2009),  Antonio Carrasco González sostiene que las relaciones hispano–marroquíes tuvieron un amplio reflejo en la novelística española, pero con un resultado tan dispar que entre ellas no ha encontrado nada en común, salvo el escenario. Después de un largo e interesante recorrido sobre las visiones que los escritores españoles tuvieron sobre el Marruecos colonial, criticando la calidad de sus obras y estableciendo etapas en la evolución de la novela española sobre Marruecos, deja constancia de lo que llama un hecho incuestionable: “La falta de novelas españolas en las que se dibuje bien lo que fue la vida en el Protectorado”.
Resulta difícil teorizar sobre una producción literaria que abarca momentos históricos, intereses y objetivos tan diferentes. El esfuerzo del citado autor es encomiable y aporta conclusiones acertadas, pero tratándose de algo tan extenso y variado resulta conveniente hacer algunas matizaciones. En especial cuando por otros autores se mantiene que este subgénero narrativo no ha contado con excesiva producción e, incluso, algunos niegan la realidad de una novela colonial española.
Durante los años que duró la guerra de ocupación del territorio marroquí y tras el desastre de Annual, las novelas sobre el Protectorado parece que gozaron de gran aceptación, pero tras la guerra civil, la censura, la retórica patriótica y el distanciamiento, dieron paso a un largo periodo de desconocimiento, en el que solo se aprecian algunas excepciones muy singulares.
En principio creo que, al formularse estas apreciaciones de índole general, se parte, en algunos casos, de una visión demasiado uniforme de la novela colonial y, en otros, se trasladan la experiencia y los intereses actuales a lo que, en cada caso, fue el resultado de unas circunstancias y de unas ideas imperantes en momentos muy diferentes. Tomemos como supuesto para ejemplificarlo una novela de indudable contenido colonial como es El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga, escrita en 1942 sobre la conquista de México por Hernán Cortéz. Es una novela que se escribe muy lejos ya de ese periodo histórico y estando su autor, tras la guerra civil, en el exilio. Las circunstancias, el mayor conocimiento histórico, las polémicas valoraciones sobrevenidas con el transcurso del tiempo, los condicionamientos culturales o la propia situación personal, están insertas en la obra. Y sin embargo ¿quién se atrevería a decir que no se trata de una novela colonial? Aunque ¿donde la clasificamos?
Desde el siglo XIX, exotismo y aventuras han sido los rasgos principales de la novela colonial, cuyo prototipo más reconocido son las narraciones victorianas. Henry Rider Haggard (Las minas del Rey Salomón, 1985); Percival Christopher Wren (Beau Geste, 1924); y, sobre todo, Rudyard Kipling, representan muy bien a la novela colonial británica. Epopeya, épica, heroísmo, a veces folletín. También se encuentran entre ellas algunos buenos retratos de la vida en las colonias. Como en Pasaje a la India, la gran novela de E.M. Foster, mi preferida. Pero en la mayoría de los casos, estas novelas estaban dirigidas a una metrópoli orgullosa que se vanagloriaba con sus gestas y con su etnocentrismo rabioso, alimentando la mayor parte de ellas el culto a la mitología victoriana. Dibujar bien lo que era la vida en la India no era su objetivo, y mucho menos si se trataba de todas la etnias que allí convivían. Y en su gran mayoría, no fueron valoradas por ello.
El caso español es muy diferente. No hay epopeya, ni existe espacio para el optimismo. Reflejan sucesos terribles de nuestra historia. El blocao, (1928) de José Díaz Fernández; Imán, de Ramón J. Sender (1930); y La ruta de La forja de un rebelde de Arturo Barea, son espléndidas novelas coloniales pero, a diferencia de los textos británicos, éstas son pesimistas y están escritas para una metrópolis que a pasos agigantados se estaba desgarrando en dos mitades. Los desastres y el destino nacional se instalan en ellas por delante del exotismo colonial. Dibujar bien lo que fue la vida en el Protectorado era entonces un objetivo distante; podría haberlo sido durante los años de posguerra, en un Marruecos ya pacificado, pero en ese periodo la presión y la represión de la Dictadura franquista no dejaba espacio para describir una cultura compuesta de intereses complejos, muchos de ellos proscritos y otros inconfesables. Pero hay algunas excepciones y, entre ellas, los escritores que vivieron en Tánger y describieron su visión de la asombrosa experiencia de la zona internacional, como es el caso del genial Ángel Vázquez, que se sitúa a la cabeza de un buen grupo de escritores. ¿No forman parte también ellas del género colonial?
Sirva esta introducción para plantear el contraste existente entre aquellas novelas y las que, sobre esa época y ese territorio, en la actualidad se empiezan a escribir. Para ello, me vale de puntual ejemplo la publicación del libro El General Silvestre y la sombra del Raisuni, de Luis María Cazorla, editado por Almuzara a principios de este año de 2013.
Esta novela se desarrolla en la zona occidental del Protectorado español en Marruecos entre los años 1912 y 1918, lo que para comenzar a destacar supone adentrarse en uno de los agujeros negros que hasta ahora existían en el conocimiento de ese lugar y en ese tiempo, desvelando episodios históricos olvidados o poco divulgados o insuficientemente documentados y tratados. Los trágicos sucesos de la zona oriental siempre predominaron con su dramatismo en nuestra novela colonial. Aunque esta obra de Luis María Cazorla es como una continuación de su anterior libro, titulado La ciudad del Lucus, donde ya se iniciaba el relato de las peripecias de una familia de empresarios instalada entre Larache y Tetuán, en un contexto histórico rigurosamente observado. En todo caso, estos dos libros aportan la reconstrucción de un periodo y de una zona poco tratados tanto en la literatura como en la investigación histórica.
El general Silvestre y la sombra del Raisuni no provoca desde el principio la sensación de ir a encontrarnos con una novela sobre el Protectorado; se inicia en Madrid entre masones y futuros proyectos profesionales. Pero pronto en el libro predomina la aproximación que el autor va realizando a la compleja realidad de un inquietante panorama histórico, desvelando muchos de sus recovecos y haciendo que el difícil armazón en el que se inserta la trama fluya entre círculos concéntricos que, como las ondas en un estanque, se van extendiendo paulatinamente, avanzando desde las situaciones personales de diversos personajes, enraizados en las diferentes costumbres, intereses y culturas que allí conviven, hasta las posiciones adquiridas en los estatus civiles y militares, de moros y cristianos, de los diferentes estratos y de las opuestas lealtades sociales, del emerger de la corrupción a la sombra del abastecimiento de los ejércitos, pasando entre los deseos de paz y el ardor bélico –el tema principal del momento-, entre las oportunidades mercantiles y las carencias para el desarrollo, o a través de los intereses de los espías alemanes y franceses enfrentados en la primera guerra mundial o de las posiciones políticas que se entrecruzan en la metrópolis, en una espiral que se extiende y queda abierta y se prolonga hacia un futuro previsible en nuestra memoria.
Todo ello se advierte sustentado en una investigación histórica meticulosa y contrastada, unida a un empeño de recuperación de la memoria, aún posible, de personas que vivieron o heredaron relatos, noticias, documentos o testimonios de este pasado. Destaca el empeño de reconstruir lo que fue la vida en aquel tiempo y en aquel lugar, alcanzando incluso a los pequeños detalles de lo que sería el desarrollo de un Marruecos en paz. Así, por ejemplo, atisba, como de pasada, cuándo se forja la idea de crear una empresa de autobuses interurbanos que una las ciudades importantes del Protectorado, o cómo se va modelando ese carácter impetuoso del general Silvestre, en lo que ya se adivina que será la impronta que va a seguir hasta precipitarse en el desastre de Annual.
Dedica, por otra parte, una especial atención a la sociedad civil. La épica aquí no es solo militar, ni se centra en el quehacer de los ejércitos, sino que la trama está en gran parte protagonizada por personajes civiles que intentan construir en paz y laboriosamente un futuro de convivencia y desarrollo. Narrando sin ditirambos la epopeya de esforzados emigrantes que rivalizaron con los militares en la construcción de una sociedad mixta. Y también de los cargos políticos, funcionarios de la administración o diplomáticos, que disputaron con brios la partida de la paz convenida frente al drama de las armas.
Y está también la imagen del árabe, personificada e identificable, no como un telón en el que ellos ponen el exotismo y poco más. Sino descrita sin ambigüedades, reconociendo la brutalidad y el salvajismo cuando se produce, pero resaltando la inteligencia, la astucia, la valentía, la fidelidad o la amistad, en otras muchas ocasiones. Surgen en la narración los perfiles de unos y de otros, dibujando bien lo que a nadie hoy en día se nos escapa y se concreta en el tapiz claroscuro de la condición humana, tanto para musulmanes como para judíos o para masones, agnósticos o cristianos.
Y sucede con ellos como con la imagen de la mujer, tan subordinada o ausente en la novela colonial y que adquiere aquí, en esta novela, un papel muy destacable en su contribución a la tarea de construir un futuro equilibrado. Memorable el protagonismo de la judía Meriam, la amante del general Silvestre, que espía para la causa de los suyos al tiempo que trata de lidiar los impulsos del bigotudo militar.
Siendo todo ello destacable, lo que me importa subrayar aquí es que estamos ante una novela que dibuja bien lo que fue la vida en ese momento y esa zona del Protectorado, lo contrario de lo que antes se hacia. Es lo que hoy en día, con la distancia y la nostalgia adecuada, nos gusta leer sobre la reconstrucción de una parte trascendental y atrayente de nuestro pasado.
Sin embargo, con todo ello, este libro no sería más que una replica atinada de novela colonial, que aporta, además de exotismo y aventura, una reconstrucción fiel de una época y una forma de haber vivido la historia. Pero en ella, también, podemos advertir, en contraste con las narraciones coloniales de etapas anteriores donde tragedia y pesimismo son los rasgos imperantes, la existencia aquí de un ingrediente intangible que se adhiere a la escritura sutilmente y se va desplegando sobre la esencia del relato, una ilusión contenida que al final se apuntala sobre el rastro de lo leído: hay en todo ese esfuerzo investigador y creativo la emoción y el orgullo de estar reconstruyendo con ecuanimidad una parte importante de nuestro pasado.

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