Comentábamos el fin de semana pasado la necesidad de desarrollar, atender e integrar a nuestros mayores en nuestras vidas para aprovechar todo el potencial de sabiduría. Es cierto que hay mayores que tienen muy poco que enseñar o trasmitir por haber tenido vidas sin significado pero merecen nuestro respeto y atención pues sus contribuciones por modestas que fueran a la hacienda pública han posibilitado muchos de los logros sociales de los que todos disfrutamos. La atención de los mayores y los más débiles es además un deber moral ineludible per se por la simple razón ética, y es también algo, que prácticamente es considerado sagrado para el ideario vital de muchas personas.
Al igual que las personas mayores y salvando todas las distancias que se quieran (algunas del tamaño del Cañón del Colorado y mucho más) los antiguos edificios catalogados o que merezcan la pena catalogar tienen unos atributos que los identifica como de importancia patrimonial. Los balcones, ventanas y ornamentos de las fachadas hablan del pasado, son historia urbana detenida en un espacio y tiempo determinados. Los normalmente anchos y altos espacios interiores nos muestran al instante la forma de vida que llevaban los ocupantes de estos estéticos inmuebles. En algunos de estos espacios de los que me confieso amante me afloran variadas sensaciones de satisfacción y me imagino reuniones, discusiones y formas de estar de los ceutíes de aquellas épocas.
También hay que decir que como ya tengo medio siglo he podido contemplar escenas cotidianas, en otros tiempos, y todavía cuando entro en algunas de estas viviendas llego a percibir olores incluso a comidas hebreas a pesar de que los habitantes de la religión monoteísta más antigua hace décadas que se han marchado del barrio. De hecho, deambular por las calles y barrios de la Almina y del Monte Hacho es una de mis actividades urbanas favoritas. Perderme en la contemplación de fachadas antiguas de Ceuta, como alguna de la calle Jáudenes que todavía siguen en pie, ha sido parte de mis andanzas urbanas de juventud. Los materiales geológicos ilustran procedencias y preferencias constructivas y por sí mismos inspiran actividades culturales como los paseos de geología urbana. Los edificios que podemos denominar de patrimoniales tienen la capacidad por sí mismos de congregar a adultos y escolares en torno a la figura del experto en rocas y minerales, el geólogo, que les contará un relato histórico en relación a la composición del edificio (muchas excursiones urbanas ha organizado nuestro amigo y estrecho colaborador Francisco Pereila, geólogo ambiental y bien conocido por el gran público en Ceuta por su faceta de divulgador científico).
Por todos estos motivos, y por muchos más, merece mucho la pena luchar para la conservación del máximo posible de edificaciones antiguas. En una ciudad donde nos concedemos tan escasas licencias para la conservación de nuestro patrimonio urbano me parece profundamente mediocre que las pocas voces que pueden y deben no se alcen para defender estos edificios que nos alegran la rutina de paseantes inesperados ofreciéndonos tesoros escondidos en forma de estética y vivencias y nos anclan a nuestro pasado y a nuestra identidad. Tenemos pleno derecho a blandir nuestros argumentos para confrontarlos con los amantes de dinero y de la acumulación fútil del capital.
La mayoría de las personas de esta ciudad puede que sean anómalos de la responsabilidad común en el gobierno de la ciudad, tal y como la entendemos nosotros, pero no son seres sedientos por la acumulación de riqueza y capital. También es bien cierto que los que han heredado u ostentan títulos de propiedad sobre edificios tienen derecho a delirar con la especulación del territorio que los lleve a ese mundo de la fantasía imperfecta que es el vivir de las rentas para estar, en muchos casos, eternamente infeliz alejado de la necesaria productividad y creatividad. Y en cierta manera este estado-familia del que formamos parte podría arbitrar fórmulas para compensar a estas mentes pueriles que son felices con la exaltación de la acumulación de capital. Pero en ningún caso la compensación puede igualar los delirios de la especulación y por lo tanto debe ser moderada como moderadas son las intervenciones materiales a las que tienen derecho las personas asistidas por los subsidios públicos en la enorme variedad de casos que se desarrollan en la llamada sociedad de consumidores. Por lo tanto, hay legitimidad en combatir al codicioso delirante y al avaro compulsivo que son bien capaces de dejar morir un edificio desde sus propias raíces hasta que la muerte técnica la sentencie la burocracia.
Una situación bastante peculiar es la que se encuentra el edificio catalogado sito en la calle Revellín número 9, que según nos han informado está declarado en ruina económica y rodeado de cierta polémica. Puede que sea la simple negación de negocio porque no es el “volumen de negocio” esperado dadas las circunstancias del mercado inmobiliario, una de las expresiones favoritas de los negociantes de hoy en día. Quizá la perspectiva de sacar poco dinero hace que la herencia recibida sepa agria y se buscan soluciones imposibles para llegar a conseguir el ansiado objetivo de derribar el edificio para convertirlo en solar y poder construir múltiples viviendas a precios desorbitados. Esto último es todavía más grave, levantar un nuevo edifico para llevar a otras personas a una dura condena hipotecaria de por vida o para satisfacer las ínfulas infladas de los campeones de las finanzas de tener una vivienda que se adapte a sus expectativas de prestigio social. El espejismo de creerse mejor que otro por tener más y poder demostrarlo con la propiedad de la risa, (una puñetera casa, vamos cuatro paredes dónde nos cobijamos por muy cubiertas de ornamento que se quieran revestir), y no con la bondad del reparto y de la acción con todos que nos lleva a ser más.
De acuerdo plenamente con el pensamiento de Arendt, lo peor de estos tiempos de consumo y destrucción estúpida de recursos patrimoniales ya no es que nos hurten a todos parte del disfrute humano de la cultura y el patrimonio sino que la mayor parte de la masa social termine convencida por el deslumbramiento de algo tan fútil como el consumo, estúpido y compulsivo de bienes materiales para alcanzar cotas elevadas de confort, de que está viviendo una vida buena, significativa y propia de la condición humana.
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