Ya se va pasando el verano. Mis vacaciones trabajadas en la panadería familiar tocan a su fin. Apenas un par de semanas para terminar estos relatos cortos desde la Panadería, en los que he ido mezclando experiencias personales, tiempos de ocio y rarezas o experiencias extraordinarias con nuestros clientes. Todo ello lo he ido combinando con lecturas de temas sociales y de actualidad. Los que me han parecido más interesantes, lejos de modas o estados de opinión más o menos “dirigidos”, también las he ido reflejando. Mi fin ha sido, como en todos mis artículos, puramente divulgativo de actividades sociales, culturales o científicas.
Quiero resaltar, ahora que se termina esta experiencia, la pregunta más recurrente de mis amigos. ¿Y las vacaciones para cuándo? Mi respuesta era siempre la misma: Estoy de vacaciones, pero realizando otra actividad distinta a la que tengo por habitual. Y les añadía. La combinación del trabajo manual con el intelectual no puede más que traer beneficios para el cuerpo y la mente. Ya lo experimentaban, y escribían, los monjes medievales. Pero también los revolucionarios de la lucha proletaria de hace un siglo (hoy casi no quedan de estos personajes), cuando conquistaron la jornada de 8 horas como un derecho, nos hablaban de que había que dedicar 8 horas para trabajar, 8 horas para el ocio y 8 horas para dormir. Practicar esto. Y, si es posible, combinando trabajo manual e intelectual, te ayuda a ver la vida de otra forma y, sobre todo, a vivir intensamente cada uno de sus minutos.
De lo acontecido esta semana me interesa resaltar varias cuestiones. La primera es la referida al comportamiento un tanto extraño y caprichoso de varios clientes habituales. Ocurrió en el mismo día. Coincidía que el cielo estaba encapotado, amenazando lluvia (bueno, más bien barro), pero con un calor insoportable. El ambiente estaba algo cargado. Y a las personas, a todos, se nos notaba algo más nerviosos que de costumbre. El primer caso ocurrió a primera hora de la mañana. Comenzó a entrar más gente de la habitual en estas fechas. Las existencias de las baguettes especiales que hacemos se agotaron muy pronto. Rápidamente se comenzó a preparar algunas más.
Con la tienda llena de gente, entró uno de los amigos que vienen todas las semanas varias veces. En ese día lo único que se lleva es un par de baguettes. Rápidamente le dije que se habían acabado, para que no esperara inútilmente toda la cola de gente, pero que estábamos preparando más. La cara de enfado se notó demasiado. Abrió la puerta y se fue, casi sin decir nada. No me fue posible decirle que en algo más de una hora volveríamos a tener existencias de este producto. Su reacción fue un tanto infantil, pues era como si no comprendiera cómo a él, que venía casi todos los días, no le habíamos guardado una baguette para su nieto.
El segundo caso sucedió cuando llevaba a cabo una agradable conversación sobre nutrición con una farmacéutica. El asunto era que sus problemas de supuesta intolerancia al gluten le habían desaparecido al comer nuestro pan.
Venía a comprar más y a contarnos la experiencia. Entonces comenzamos una interesante conversación acerca de los productos perjudiciales que se le añaden a muchos panes precocinados e industriales. Y justo en ese momento entró otro de los clientes habituales, que suele venir con sus dos hijos pequeños. Yo pensé que prestaba atención a lo que hablábamos, porque le interesaba. Por ello seguí conversando tranquilamente. Pero no. El buen señor debió enfadarse por el rato que llevábamos hablando, sin atenderle a él. En un momento de la conversación, abrió la puerta, sin decir nada, y se fue con sus niños. Su esposa, que suele venir los sábados, ni siquiera apareció ayer por el obrador.
En alguna ocasión he hablado de los tipos de clientes que hay, según la teoría del marketing. Pero no encuentro definición para estos casos. Yo los califico como los “clientes consentidos”. Es tan cordial y fluida la relación con ellos, que se sienten con más derechos que los demás. Cualquier gesto, frase desafortunada o comportamiento extraño, a su juicio, aunque no sea intencionado, se lo toman como una ofensa. Se dice que es muy difícil ganar un cliente y facilísimo perderlo. De cualquier forma, todos tenemos nuestro orgullo y dignidad. Creo que, a veces, es necesario poner un límite a esto de aguantar cualquier cosa. No comparto esa pseudo teoría económica de que “el cliente siempre lleva razón”. Los abusos no se deben tolerar. Ni siquiera de los mejores clientes.
La última es el espectáculo flamenco en los Jardines del Generalife de Granada, al que asistimos días atrás. La entrada nos la regalaban algunos de nuestros hijos por nuestros respectivos cumpleaños. La noche era limpia y muy agradable. Ni frío, ni calor. El recinto lleno hasta la bandera. La representación corría a cargo del Ballet Flamenco de Andalucía, del Instituto Andaluz de Flamenco. Se titulaba “FLAMENCOLORQUIANO”, de Valeriano Paños y Rafael Estévez.
Como se dice en la presentación escrita del espectáculo, se trata de “Una fantasía que amalgama a distintos Federicos. Del Federico surreal y experimental al morisco, negro, judío, gitano y cristiano…razas por las que Federico sentía una simpática comprensión y que sentaron parte de las bases rítmicas, armónicas y melódicas del flamenco…”.
Yo no soy un experto en cante y baile flamenco. Sin embargo, cuando lo oigo o lo veo, siento que la vida corre por mis venas. Y el ritmo se apodera de todos mis sentidos. Pero cuando el grupo de bailaoras y bailaores, tocadores de guitarra y de piano, y cantaores, son personas muy jóvenes, que se mueven por el escenario con la agilidad de la gacela, y que ponen en escena durante más de dos horas un precioso espectáculo, con claros matices que distinguen a distintos tipos de Lorca, el asunto te lleva casi al éxtasis.
De todos, me fijé muy bien en uno de los artistas. Al principio tocaba solo la percusión. Por su tamaño y peso (casi más que el mío), pensé que poco más podría hacer. Pero cuando ese chaval, que en una de las escenas representaba al amante de otro hombre, se puso a bailar flamenco, me quedé petrificado. No podía creer lo que veía. La agilidad y soltura del muchacho no tenía nada que envidiar al resto de los estilizados componentes del cuadro flamenco. Sorpresas que da la vida. Se llevó muchos aplausos.
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