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El final del verano

“El final del verano”. Así se titula una vieja canción del “Dúo Dinámico” que comienza así: “El final del verano
llegó y tú partirás.
Yo no sé hasta cuándo
mi amor recordarás…”.
Es una canción con una letra preciosa y nostálgica, hasta con un punto de tristeza, que cuenta cómo con el final del verano también terminan muchas historias de amor que se iniciaron con él.
El verano aún no ha terminado pero está próximo a hacerlo y como con cualquier periodo con principio y final bien delimitados, creo que cuando finaliza es bueno hacer un balance a modo de reflexión.
Lo primero que me llama la atención es lo pronto que pasa. Bueno, digo mal. No pasa más deprisa que cualquier otro periodo del año, puesto que el transcurrir del tiempo es el mismo, pero la sensación subjetiva del paso del tiempo es más rápida en un periodo que va asociado a vacaciones y a actividades que se suponen más relajantes y atractivas.
Y digo que se supone porque si bien es cierto que es muy recomendable que durante las vacaciones se realicen actividades diferentes que rompan la monotonía y la rutina propias del resto del año, tampoco es menos cierto que a veces este cambio de actividades y costumbres es tan frenético que una vez finalizadas las vacaciones necesitamos unos días para descansar de ellas, lo cual es un contrasentido.
Pero sin llegar a ese extremo de “activismo” desmesurado, indudablemente el cambio de entorno, de actividades y de costumbres repercute positivamente en nuestro organismo para que, después de las vacaciones, volvamos a enfrentarnos con energías renovadas a la dura realidad.
Porque creo que si algo realmente malo tienen las vacaciones (las de verano o cualquier otra que se pueda disfrutar) es que por unos días vivimos en una situación más o menos ideal pero irreal. Lo que vivimos en ese tiempo no es nuestra realidad, no es nuestro mundo, ni físico ni circunstancial.
A veces, adaptarnos a ese mundo temporal y “ficticio” no es fácil y el comienzo de las vacaciones resulta complicado hasta que nos habituamos a las nuevas circunstancias en las que hemos de vivir. Pero también ocurre que cuando ya estamos adaptados a esa nueva situación y comienza a gustarnos, se acaban las vacaciones y hemos de volver de forma rápida y súbita a la dura realidad, a esa constituye la verdad de nuestra existencia y de la que nos hemos apartado durante unos días.
Y así aparece el “estrés postvacacional”, término que se ha acuñado recientemente para explicar la situación en que se encuentra la persona que por unos días ha vivido en una situación agradable pero ficticia, a la que se ha tenido que adaptar de forma rápida y que cuando empezaba a gustarle, desaparece.
Pero al leer estas reflexiones, no piensen que tengo una visión negativa de las vacaciones. Ni mucho menos. Al contrario, cada vez me gustan más. Recuero que hasta hace poco, a mediados de agosto estaba deseando que el tiempo pasase rápido para volver a trabajar. Pero ahora no me sucede eso. Quizás sea porque cada vez tengo menos ganas de trabajar, lo cual me resultaría muy triste porque siempre he sido una persona que he acudido a mi trabajo con verdadero placer e interés por él. Quiero pensar que no es ese el motivo por el que cada vez me gustan más las vacaciones, sino que será porque con el paso de los años necesito periodos de descanso más prolongados.
Para mí, el éxito y la felicidad en las vacaciones radica, además de cambiar el curso habitual de las actividades, en disfrutar con cosas simples y sencillas. Como en la vida en general. Pobre de aquella persona que necesita mucho para ser feliz, pues con bastante probabilidad fracasará en el intento y será infeliz.
Puedo dar gracias a Dios porque este verano ha sido bueno para mí. He viajado a lugares que no imaginé que algún día pudiera visitar y la experiencia y los recuerdos que se han quedado grabados en mi retina y en mi memoria han sido maravillosos. Pero si tuviera que elegir los tres mejores momentos de este verano que termina, ninguno de ellos estaría relacionado con viajes distantes.
El primero sucedió una noche del pasado mes de julio, cuando siendo más de las doce de la noche y acosado por el calor y la incertidumbre, decidí ir caminando hasta la Playa del Chorrillo y pasar allí un buen rato sentado en la arena, a escasos metros de la orilla. De forma súbita a incontenible vinieron a mi mente innumerables recuerdos de la infancia y la adolescencia que viví en esa playa. Para culminar y hacer casi inmejorable la situación, de manera casual recordé que en el teléfono móvil (esos artilugios de los que a veces pienso que se rigen por designios de la brujería, al igual que otros muchos frutos de la tecnología moderna) tenía grabadas varias canciones. Entre ellas estaba “El horizonte” de Serrat. Volver a escucharla después de tantos años, allí sentado en la madrugada a la orilla del mar, frente al horizonte que se perfilaba en la lejanía de la noche, fue un momento único e irrepetible. Tratar de comprender esa metáfora según la cual la vida es como un viaje hacia el horizonte, donde quieres conseguir algo que por mucho que te esfuerces nunca lo consigues alcanzar. Fue uno de los mejores momentos de este último verano.
El segundo gran momento sería cualquiera de los muchos que viví con mi amigo Juan Antonio desarrollando una actividad absolutamente nueva para mí: hacer Cristos de arena por las playas de la costa de Cádiz. No voy a repetir aquí la motivación ni la finalidad por la que nos dedicamos a esa actividad, pues ya publiqué aquí mismo un reportaje el pasado 31 de julio donde lo explicaba con detalle. A él les remito si quieren conocerlos.
Y el tercer gran momento me ocurrió de forma inesperada, como ocurren la mayoría de las cosas que más nos hacen disfrutar en la vida. Una tarde entré en una vieja papelería de una localidad cuyo nombre me voy a reservar. Quería hacer una fotocopia.
Mientras esperaba que llegara mi turno, en una pared desconchada descubrí una hoja amarillenta clavada con una chincheta. En ella había un texto que se titulaba “La vida”. Después de una primera y rápida lectura, no pude resistir la tentación de pedirle al dueño de la papelería que por un momento la descolgara del lugar donde estaba clavada y me hiciera una fotocopia de ella. Pensé que era mucho lo que encerraban las letras escritas sobre esa vieja hoja amarillenta y no podía permitirme el lujo de dejarla allí perdida sin hacerme con ella.
Leyéndola varias veces y reflexionando acerca de su contenido, también he vivido algunos de los mejores momentos de este verano que se acaba.
He modificado un poco el texto original para acomodarlo a mis ideas y tampoco puedo resistir la tentación de reproducirla aquí para tratar de hacerles pensar.
Este es el texto que encontré una calurosa tarde de verano, en una amarillenta hoja clavada sobre la desconchada pared de una vieja papelería. Deseo que les guste y que su verano haya sido tan bueno como el mío. También deseo que no necesitan ahora descansar de sus vacaciones.

“La vida es una oportunidad, aprovéchala.
La vida es belleza, admírala.
La vida es sueño, hazlo realidad.
La vida es un reto, afróntalo.
La vida es un deber, cúmplelo.
La vida es un juego, juégalo.
La vida es preciosa, cuídala.
La vida es riqueza, consérvala.
La vida es amor, gózalo.
La vida es un misterio, desvélalo.
La vida es tristeza, supérala.
La vida es un himno, cántalo.
La vida es un combate, lúchalo.
La vida es una tragedia, domínala.
La vida es una aventura, arriésgate.
La vida es felicidad, merécela.
La vida es la vida, defiéndela”.

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