El Estrecho es una cinta azul que une dos continentes, o los separa, o los aúna, o los aleja.... El Estrecho es una profunda rasgadura donde termina el Mediterráneo y comienza el océano Atlántico. El Estrecho no termina ni acaba, no tiene principio ni tiene fin, no está determinado por el alfa y el omega de cualquier medición... El Estrecho no es un camino, ni una vía, ni una senda que principia y propone al final una meta. El Estrecho, pongamos, es algo más...
Y es una encrucijada, un lugar donde no se va ni se viene; ni se olvida ni se recuerda; ni se pierde ni se gana... El Estrecho es un lugar donde se permanece, se habita, se nace, se muere... El Estrecho no tiene dueño, ni nadie lo compra, ni se vende al uso de las leyes del comercio. El Estrecho no es una moneda de cambio para obtener un obscuro deseo, ni lograr la gloria de convoyes perdidos en la historia... El Estrecho es tuyo y mío, y de todos... El Estrecho tiene alma... el alma de sus pueblos, de sus gentes, de sus cielos rojos, violetas y cárdenos en el poniente nostálgico de sus atardeceres...
Regresamos… en un regreso sempiterno, constante, inevitable -diría yo-, a sus aguas antiguas y profundas más allá de los tiempos. Es verdad, sus aguas, como en una pila bautismal agigantada, nos bautiza y nos hace pertenecer a un lugar fuera de cada época en que la historia ha escrito su cronología. Hemos sido bautizados en sus aguas y, este compromiso no apuntado en ningún libro de registro, sino en las alas de lo vientos reinantes, sin embargo, adquiere, como un juramento, mayor adhesión que cualquier grafía suscrita en cualquier teneduría oficial.
“Todo queda y todo pasa…”, recordando el verso de Machado, y nosotros pasamos y también deseamos quedarnos… Sí, deseamos quedarnos para siempre en las aguas mistéricas del Estrecho. Deseamos que nuestras almas vaguen inmateriales azuzando la brisa y el celaje desde Punta Camarinal y Tarifa a Punta Europa, y desde Cabo Espartel y Punta Malabata y Al-Boasa a Punta Almina. Deseamos vagar sin que se consuman las horas ni los entretenimientos en que vamos gastando la arena de nuestros relojes. Deseamos vagar sin contraer compromisos que nos distraigan de nuestros menesteres diarios. Deseamos vagar sin que nos marquen el paso y el camino que hemos de andar…
Deseamos, en definitiva, ser sólo un soplo, un murmullo, una conciencia de lo inefable de las cosas sencillas que principian en nuestros sentimientos y habitan en nuestros sueños primigenios. Todo ha de quedar traspasado por la nostalgia, por la atadura de sentirnos prisioneros de un paisaje que no cambia con el paso del tiempo y el transcurrir de la Historia.
Nosotros, sus avecindados, somos barro de aquellas ánforas que estibaban los fenicios en su barcos para transportar garum, aceite y vino; o tal vez de cartagineses y romanos; o quizás de los orientales bizantinos; acaso de vándalos y normandos al pie de epopeyas y emigraciones, sin darse una tregua, al filo mismo de la aventura…; o por fin, como el té amargo esperando su dulzor, de bereberes y árabes… Nosotros, en verdad, como dijera Omar Kheyyan en sus oceánicos versos de los “Rubaiyat”: “Somos el barro que un día bien pudo rodear el cabello y el cuello de una mujer hermosa”. Somos barro, pues, y también sentimientos para dar forma y vida a lo inanimado. Somos barro, pero barro con alma y, tenemos, por tanto, un lugar y un tiempo que nos pertenece y nos nombra aun en nuestra ausencia, como al rezo el timbre metálico del tañer de una campana…
El Estrecho nos da sentido y fe en lo que somos o, quizás mejor, lo que quisimos ser… Todos anhelamos alcanzar una meta, o habitar una Arcadia donde por fin hallemos el fin último de nuestra existencia. Sin embargo, es una meta y una Arcadia que se aleja de nosotros cada vez que pretendemos alcanzarla. Sólo nos acercamos cuando habitamos en las mágicas estancias de nuestros sueños inabarcables. Y en esos sueños…, El Estrecho, se alza majestuoso, como una besana de agua; como un sensual talle adolescente; como un vasto pañuelo ceñido de azul y verde; como una herida abierta en tajo, esperando nuestra llegada para pronunciar nuestros anónimos nombres…
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