Categorías: Opinión

El escultor de Cristos de arena

En alguno de mis artículos anteriores ya les he hablado de mi amigo Juan Antonio, esa persona peculiar y extraña para los tiempos que corren. Y la califico de peculiar y extraña no en sentido negativo sino todo lo contrario, ya que en este mundo que nos ha tocado vivir dominado por el egoísmo y el materialismo, donde todos vamos con prisas, ocupados en montones de asuntos que hemos de resolver, sin tiempo ni ganas de preocuparnos en lo que le ocurre a los demás, Juan Antonio contrasta con ese perfil de persona que acabo de exponer. Él dedica buena parte de su tiempo, de forma anónima y desinteresada, a ayudar a personas que por uno u otro motivo lo están pasando mal.
En mi artículo “Hablemos de solidaridad” de diez de octubre de dos mil diez, ya les hablé de una serie de casos en los que Juan Antonio había intervenido decisivamente para que la situación de varias personas mejorara sustancialmente. Pues bien, conocida esa peculiar característica de mi amigo y dada la necesidad que de un tiempo a esta parte tengo de hacer cosas que nunca antes había hecho, decidí implicarme en una de las actividades que Juan Antonio lleva a cabo y que le sirve para obtener fondos con los que después ayudar a esas personas necesitadas. Esta actividad es la de hacer Cristos de arena por las playas de la costa de Cádiz.
Debo decir también que según me cuenta Juan Antonio, él no busca casos de personas a los que ayudar sino que se le presentan solos. Parece como si él tuviera una especia de atracción hacia esos casos que se le ponen en su camino y le resulta imposible mirar hacia otro lado. Entonces no tiene más remedio que implicarse en ellos para tratar de ayudarles.
El origen de esta tarea de hacer Cristos de arena está en un sueño infantil de mi amigo. Un sueño que se repitió a lo largo de su infancia, en el cual se veía a sí mismo sacando monedas de la arena de una playa. Pueden leer mi artículo “El sueño de las monedas” de fecha diecisiete de abril de dos mil once donde lo explico con detalle.
Hecha esta introducción inicial voy a pasar, pues, a narrar esta experiencia que me ha llevado durante una semana a recorrer varias de las localidades de la costa gaditana haciendo Cristos de arena con Juan Antonio.
Nuestro trabajo comenzaba cuando cargábamos el todoterreno de mi amigo con todos los utensilios necesarios para la tarea: cubos, brochas, caballete, cuerdas, antorcha, velas, toalla, botes de pintura en spray… Una vez todo preparado nos dirigíamos a las seis o siete de la tarde a la playa elegida ese día. Una vez allí, buscábamos aparcamiento para el coche (lo cual muchas veces no era fácil) y descargábamos y trasladábamos todos los utensilios hasta el lugar que Juan Antonio elegía. En esto de elegir el lugar apropiado, tenía un sexto sentido que le indicaba cuál iba a ser el lugar más concurrido por la noche, el sitio por donde más gente iba a pasear y se iba a quedar prendada ante la visión del Cristo. Nunca se equivocó en la elección del lugar.
Una vez colocado todo el instrumental, el artista comenzaba a trabajar. El artista era él, no yo. Mi trabajo consistía en acarrear los cubos de agua desde las duchas de la playa, acercarle los materiales que necesitaba, montar el caballete para escribir mensajes que motivaran a los paseantes a echar dinero y, cuando el Cristo ya estaba terminado, repartir hojillas explicando qué se iba a hacer con el dinero que se recaudara.
Pero ver trabajar al artista era impresionante. Cómo poco a poco iba emergiendo la figura del Cristo de la masa amorfa de arena de la playa. Parecía que las manos de Juan Antonio tuvieran magia, pues unos simples y sutiles toques de ellas sobre la arena, hacía que esta obedeciera, colocándose cada grano en el lugar apropiado para formar la figura del Cristo. Entre cubo y cubo de agua, yo lo observaba con admiración y sorpresa, sin dejar de hacer fotos para plasmar paso a paso el proceso de formación del Cristo. Mucha gente se quedaba allí mirando cómo el pequeño milagro se iba produciendo.
Una vez terminado el Cristo, la gente se arremolinaba frente a Él y no dejaba de hacernos preguntas. Cuando preguntaban cuánto tiempo habíamos tardado en hacerlo, no se podían creer que Juan Antonio tardara entre una hora y cuarto y una hora y media.
Pero vuelvo a repetir, las manos de Juan Antonio son mágicas. Parece que no hacen nada, cómo si se limitaran a dar las precisas instrucciones a la arena mediante unos toques sutiles y cariñosos. Parecía que la arena sola hacía el resto.
Una vez el Cristo estaba terminado y la noche comenzaba a caer sobre la playa, encendíamos las velas rojas y la antorcha, lo cual le daba una mayor vistosidad y realzaba la figura del Cristo en la penumbra. A veces debíamos entablar una larga y encarnizada lucha contra el viento, que se empeñaba en apagarlas una y otra vez. A veces ganábamos nosotros pero otras era el Dios Eolo el que se salía con la suya.
La gente preguntaba cosas como si realmente era de arena o estaba hecho de madera, cuánto habíamos tardado, qué íbamos a hacer con Él o si íbamos a estar más días en esa playa. A nosotros nos complacía contestar a todas las preguntas. Muchas veces los niños, más inocentes y espontáneos, nos rodeaban desde que nos veían llegar a la playa. Permanecían pacientemente a nuestro alrededor hasta que el Cristo estaba terminado. Durante todo el tiempo, tampoco dejaban de hacer preguntas: ¿tú lo has hecho?, ¿para qué lo haces?, ¿te lo vas a llevar?, ¿por qué tiene velas y antorchas?...
Es impresionante ver la fuerza que todavía ejerce la imagen de un Cristo crucificado. La primera reacción de la gente (yo diría que entre el 80 y el 90% de los casos) era echarse mano al bolsillo y lanzar una moneda sobre la toalla que estaba delante de Él. Otros se santiguaban, rezaban y preguntaban. Algunos, los menos, miraban indiferentes y pasaban de largo.
Cuando ya se nos acababan las hojillas explicativas y ya no teníamos nada que entregar, nos apartábamos un poco y observábamos desde la distancia. La inmensa mayoría de la gente seguía parándose ante el Cristo y echando dinero, aunque no recibiera nada a cambio.
Me llamó la atención la reacción de un niño pequeño cuya madre llevaba en brazos. El niño se echó a llorar, asustado ante la visión del Cristo, mientras la madre le explicaba que era un simple figura de arena.
También fue curiosa y agradable la larga conversación que mantuvimos con una numerosa familia gitana. Uno de sus miembros estaba empeñado en llevarse un Cristo como aquel para que curase a su padre, convaleciente aún de una grave operación. Juan Antonio le dio el último de los muchos Cristos, como el de la playa pero en miniatura, que había modelado con una mezcla de resina, cobalto y arena y que anteriormente había repartido entre la gente. El hombre, muy agradecido, dio un donativo de cinco euros.
O aquel otro hombre que se nos acercó de forma sorpresiva, nos dio la mano y nos dijo:
“A los artistas hay que reconocerlos”.
Entregándonos a renglón seguido una billete de veinte euros. Se marchó rápidamente de la mano de un niño pequeño y no nos dio tiempo a darle las gracias adecuadamente ni a darle algo de recuerdo.
Una noche, cuando ya habíamos recogido todos nuestros bártulos y los estábamos introduciendo en el coche, se nos acercó un chico joven que tenía un tenderete de baratijas junto a nuestro coche. Hablaba con inconfundible acento argentino y viendo cómo guardábamos todos nuestros artilugios, nos preguntó:
“¿Qué hacéis?. ¿A qué os dedicáis?”.
“Hacemos Cristos de arena” –le respondimos.
“¡No me digan!. ¿Vosotros habéis hecho ese Cristo?. Hace un rato lo vi desde aquí y me pregunté: ¿qué carajo hace ese tío tumbado en la arena con los brazos en cruz?. Enhorabuena, sois unos artistas”.
Nos dio la mano sonriendo y se marchó.
Podría contar otras muchas anécdotas, pensamientos y conversaciones que mantuve con Juan Antonio que se van a quedar guardadas para siempre en mi memoria. Todas referentes a esa curiosa habilidad suya para modelar de forma mágica esos Cristos en la arena de la playa, la reacción que produce en la gente y las benéficas consecuencias en forma de ayuda a las personas necesitadas.
Cuando volví a Ceuta hace unos días, le conté a un amigo mi experiencia y lo mucho que había disfrutado con ella.
“¡No me digas que durante unos días has vivido como un perro-flauta!” – me dijo mi amigo.
“¿Un perro-flauta?. ¿Qué es eso?” – le pregunté.
“Se suele llamar así a esa especie de hippies que se ganan la vida yendo de un sitio para otro con un tenderete con el cual realizan alguna actividad artística y que llevan un perro consigo y, a veces, también una flauta”.
Pues sí, pensé para mí, durante unos días he sido una especie de “perro-flauta” e incluso he llegado a conversar con algunos de ellos. Y me he dado cuenta de que detrás de su apariencia andrajosa hay también una persona que sufre, que siente, que vive la vida de una forma diferente a la mayoría pero que no por ello es menos digna de comprensión y respeto.
En fin, ha sido una experiencia nueva y enriquecedora que no olvidaré el resto de mi vida y que pienso repetir en cuanto tenga oportunidad. La magia de las manos de Juan Antonio y la generosidad de la gente ha servido para que él pueda seguir ayudando a personas que lo necesitan.
Me despido con este artículo hasta septiembre. Disfruten de la Feria y de las vacaciones los que tengan la suerte de disfrutarlas ahora. Y para los demás, aunque no estén de vacaciones, disfruten también. Es muy triste ser feliz sólo en vacaciones.

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