Ahora que mi calvicie toca a su fin, hago ímprobos esfuerzos para que no se me descuelgue la barriga, y las bolsas de los ojos demuestran mis desvelos, sólo entonces estoy en condiciones de responder al enigma santo: “Sí, tú, ¿qué quieres ser de mayor?”. Como la luz separa las nubes detrás de la tormenta, mi voz interviene: “Yo, en la edad, quiero ser escritor menor”.
Pero, entonces, alguno dirá: “¡Qué abandono, qué lejanía, qué desamparo! ¿Por qué has de ser pequeño?” Y yo lo explico, pues nada en mí es perfecto.
Un escritor menor acude a la escritura en cuanto tiene un mensaje que trasladar. Y créanme, si en mil páginas no has logrado comunicar, mejor te desdices, y vuelves sobre tus pasos.
Esta parte es engañosa, pues existen dos formas de ganar letra: bien seguir hacia delante y ya iremos viendo los posibles caminos; bien deteniéndose en seco y hacer evolucionar una idea hasta alcanzar su zénit. Prefiero el crecimiento vertical al horizontal.
Además, guardo la creencia de que el lenguaje cumple un ciclo a las mil páginas, de manera que el que sigue es por puro amor al oficio.
Por otra parte, un escritor menor no está sujeto a la esclavitud de las lecturas. Cien obras serían suficientes para conocer la técnica y entablar relación íntima y espiritual con los mejores. Para otra vida dejo la exhibición de Tolstoi o la temática de Chéjov. No he de fingir que soy un entendido.
Muy importante: no depender económicamente del éxito editorial. La imagen del editor apremiándote para presentar un escrito en época de escasez, sin ton ni son, me aterroriza. Con un trabajo estable como el que me asiste, puedo marcar los tiempos, y sólo la fe y la lealtad en mi estilo harán que me decida a presentar algo si llega el caso.
Para un escritor menor existe el tiempo libre. Frente a las doce horas de creación de un poderoso, yo me entretengo con la hoja en blanco de manera cadenciosa, según vaya surgiendo la necesidad. Esto deja libre el paso a mis otras facetas: desenvolverme como batería de rock y como monitor de tenis de mesa.
Definitivamente, el sueño de las diez mil páginas de la Comedia humana de Balzac queda para otras almas, condición última para vestir el aura del escritor mayor.